18 de septiembre
SAN JOSÉ DE CUPERTINO
Vidas de los Santos de A. Butler
(1663 p.c.) - José Desa nació el 17 de junio de 1603
en Cupertino, pequeña población situada entre Brindisi y Otranto. Sus
padres eran pobres, y el infortunio se había ensañado contra ellos. José
vino al mundo en un miserable cobertizo en la parte posterior de la
casa, porque en aquellos momentos procedía al embargo del inmueble, ya
que su padre, un carpintero, no había podido pagar sus deudas. En
aquellas circunstancias, la niñez de José tuvo que ser muy desdichada.
Su madre, al quedar viuda, vio a su hijo como una molestia y una carga
más para su miseria y lo trataba con extremada dureza, por lo que el
niño creció débil, con marcada tendencia a la distracción y la inercia.
Llegaba a olvidarse incluso de comer y, si alguien se preocupaba por
recordárselo, respondía simplemente: "Me olvidé". Acostumbraba a vagar
por la ciudad, a paso lento y desganado, y mirar a todas partes con la
boca abierta, de manera que se ganó el sobrenombre de "Boccaperta".
Nadie le quería bien, a causa de su aire de simpleza y su mal genio; sin
embargo, en lo tocante a sus deberes religiosos, los cumplía con una
extraordinaria fidelidad y gran fervor. Al llegar a la edad en que debía
ganarse el pan, José entró como aprendiz de zapatero y se esforzó por
aprender el oficio, sin lograrlo. Al cumplir los diecisiete años, se
presentó en el convento de los franciscanos para solicitar su ingreso,
pero fue rechazado. Entonces, hizo su solicitud ante los capuchinos, que
lo tomaron como hermano lego, pero, al cabo de ocho meses, fue
despedido por incapacidad para desempeñar los deberes que imponía la
orden. Su torpeza y su despreocupación le incapacitaban para cualquier
trabajo, como lo había probado en el convento, donde dejaba caer de
continuo los platos y las tazas en el suelo del refectorio, se olvidaba
de hacer lo que se le había ordenado y no se podía confiar en él ni
siquiera para encender el fuego del horno. Al verse desamparado, José
buscó refugio en la casa de un tío suyo muy rico, que se negó
rotundamente a ayudar a un "bueno para nada", por muy pariente cercano
que fuese, y el joven José se vio obligado a regresar a la miseria y el
desprecio de su casa. Por supuesto que su madre no tuvo el menor placer
en verlo regresar y, para deshacerse de él lo más pronto posible, rogó y
suplicó a su hermano, un fraile franciscano, que admitieran a José en
el convento, con tanta insistencia que, al fin, logró sus propósitos, y
el joven ingresó como criado al monasterio franciscano de Grottella. Se
le dio un hábito de terciario y se le puso a trabajar en los establos.
Al parecer, fue entonces cuando se produjo un cambio radical en José:
desempeñó con notable destreza los deberes que se le encomendaban y, con
su humildad, su dulzura, su amor por la mortificación y la penitencia,
se granjeó tanto afecto y respeto por parte de sus hermanos que, en
1625, la comunidad en pleno resolvió que debía ser admitido entre los
religiosos del coro y quedar así calificado como aspirante a recibir las
órdenes sagradas.
De esta manera, inició José su noviciado y no
tardaron sus virtudes en convertirlo en un objeto de admiración, pero al
mismo tiempo, se advirtió que no hacía grandes progresos en los
estudios. Por mucho que se esforzara, su capacidad intelectual no le
daba para más que leer mal y escribir peor. Carecía, de la facultad de
expresarse y, del único texto sobre el que pudo decir algo fue:
"¡Bendito el vientre que te concibió!" Cuando se le examinaba para el
diaconato, el obispo abrió el libro de los Evangelios a la ventura y,
quién sabe por qué casualidad, sus ojos cayeron precisamente sobre
aquella frase; de manera que el prelado examinador pidió al hermano José
que disertara sobre ella, lo que el joven hizo bien y con presteza.
Cuando llegó el momento del examen para el sacerdocio, los primeros
candidatos respondieron a las preguntas en forma tan completa y
satisfactoria, que los restantes, entre los que se encontraba José,
fueron aprobados sin haber pasado por el examen. Tras de haber recibido
las órdenes sacerdotales, en 1628, pasó cinco años sin probar el pan o
el vino, y las hierbas que comía los viernes, eran tan amargas o
desabridas, que sólo él las podía tragar. Sus rigurosos ayunos
cuaresmales le privaban absolutamente de todo alimento durante todos los
días, a excepción de los jueves y domingos, y pasaba sus horas
entregado a los trabajos manuales domésticos y de rutina que eran, bien
lo sabía, él, los únicos que podía desempeñar.
Desde el momento de su ordenación, la
existencia de San José fue una serie no interrumpida de éxtasis,
curaciones milagrosas y sucesos sobrenaturales, en una escala que no
tiene paralelo en ninguno otro de los santos. Todo lo que de cualquier
manera se refiriese particularmente a Dios o a los misterios de la
religión, podía arrebatarle los sentidos y tornarle insensible a lo que
sucedía a su alrededor; las distracciones y olvidos de su niñez y su
juventud tenían después un fin y un propósito claro y definido. A la
vista de un cordero en el jardín de los capuchinos en Fossombrone, quedó
arrobado en la contemplación del inmaculado Cordero de Dios, y se
afirma que en aquella ocasión, se elevó por los aires con el animalillo
en los brazos. En todo momento tuvo un dominio especial sobre las
bestias, semejante al que tenía San Francisco; se dice que las ovejas se
reunían en torno suyo y escuchaban atentas sus plegarias; una
golondrina del convento le seguía por todas partes e iba volando a donde
él le mandaba. Particularmente durante la misa o el rezo de los
oficios, tenía raptos que le elevaban del suelo. Durante los diecisiete
años que pasó en Grottella se registraron setenta casos de levitación, y
el más extraordinario de todos ellos ocurrió cuando los frailes
construían un calvario. Faltaba por colocar la cruz del medio que tenía
una altura de casi diez metros y era pesadísima, de manera que ni los
esfuerzos de diez hombres podían levantarla hasta su sitio. Se afirma
que entonces se asomó el hermano José por la puerta del convento, voló
los setenta y ocho metros que le separaban del lugar donde se hallaban
los otros frailes, tomó la pesada cruz en sus brazos, "como si fuera de
paja" y la levantó para dejarla en su lugar, sobre el simulado montículo
del Calvario. Fueron varios los testigos que dieron cuenta de este
sorprendente suceso, aunque lo mismo que ocurrió con muchas otras de las
maravillas obradas por el santo, sólo se dieron a conocer y se
registraron después de la muerte de José, cuando ya había transcurrido
el tiempo necesario para que no se exagerasen los acontecimientos y se
fabricasen las leyendas en base a ellos. Pero cualquiera que haya sido
la naturaleza y la realidad de aquellos sucesos, no cabe duda de que la
vida diaria de San José estuvo rodeada por tantos fenómenos
perturbadores y extraños que, por lo menos durante treinta y cinco años,
sus superiores le prohibieron oficiar la misa en público, tomar parte
en el coro, comer a la mesa con los hermanos y asistir a las procesiones
y otras ceremonias públicas. Algunas veces, cuando se hallaba en rapto y
sin sentido, los frailes trataron de volverlo en sí con golpes,
quemaduras y pinchazos con agujas, pero nada de eso le producía efecto
alguno y sólo despertaba, según se dice, al oír la voz de su superior.
Al recuperar los sentidos, sonreía a todos dulcemente y les pedía perdón
por lo que él llamaba "su ataque de mareos".
La levitación (nombre que se da a la elevación
del cuerpo humano desde el suelo que pisa, sin que intervenga ninguna
fuerza física) en una forma u otra, se registró en unos doscientos
sanios y beatos (y en oíros muchos que no lo fueron) y, en sus casos,
semejante fenómeno se ha interpretado como una marca especial del favor
de Dios, por el cual pone de manifiesto, aun para los sentidos físicos,
que la plegaria es una elevación de la mente y el corazón hacia Dios.
Tanto por la extensión como por el número de esas experiencias, San José
de Cupertino nos ofrece los ejemplos clásicos de levitación, porque si
bien algunos de los fenómenos que le ocurrieron en su juventud podrían
ponerse en tela de juicio, los que se registraron en sus últimos años
estuvieron bien atestiguados. Por ejemplo, uno de sus biógrafos declara:
"En 1645, el embajador de España en la corte pontificia, el Gran
Almirante de Castilla, pasó por ahí (por Asís) y visitó a José de
Cupertino en su celda. Luego de conversar con él un buen rato, bajó a la
iglesia y dijo a su esposa: 'Vengo de ver y de hablar con otro San
Francisco'. La señora manifestó entonces su gran deseo de gozar de un
privilegio igual y el padre guardián mandó decir a José que bajase a la
iglesia para hablar con Su Excelencia. El hermano respondió: "Obedeceré,
pero no puedo decir si podré hablar con la dama". En efecto, momentos
después apareció en la puerta de la iglesia, pero en el mismo instante
clavó los ojos en una imagen de la Virgen María que se hallaba en el
altar y, de pronto, se elevó del suelo y voló unos doce pasos por encima
de las cabezas de los que estaban en la nave, hasta quedar parado a los
pies de la estatua. Permaneció ahí un momento y oró en homenaje a la
Señora y, luego de emitir su grito peculiar, voló de nuevo hasta la
puerta de la iglesia y regresó de prisa a su celda, mientras el
almirante, su esposa y todos los miembros de su séquito que presenciaron
la escena, permanecían inmóviles en su sitio, cómo paralizados por el
asombro". Ese suceso que se relata en dos de las biografías del santo,
se presentó apoyado por numerosas referencias de los testigos oculares
durante las deposiciones en el proceso de canonización.
"Es todavía más digna de confianza", dice el
padre Thurston en "The Month" de mayo de 1919, "la evidencia de la
levitación del santo suministrada en Osimo, donde pasó los últimos seis
años de su vida. Ahí le vieron sus hermanos en religión elevarse por los
aires hasta una altura de tres metros y medio a cuatro metros para
besar la frente del Niño Dios que se hallaba en brazos de una imagen de
la Virgen, muy por encima del altar, y no se limitó a eso, sino que alzó
de los brazos de la Virgen la imagen del Niño, que estaba hecha de cera
y, como si la arrullara, voló con ella en sus brazos hasta su celda
donde continuó suspendido en los aires en todas las actitudes y posturas
imaginables. En otra ocasión, durante aquellos últimos años de su vida,
levantó a otro de los frailes y lo transportó en su vuelo alrededor de
una habitación y se afirma que ya había hecho lo mismo en varias
oportunidades previas. Durante la última misa que celebró, el día de la
Asunción de 1663, un mes antes de su muerte, tuvo un rapto que le
levantó más largo tiempo que todos los anteriores. Y para todos estos
sucesos contamos con la evidencia de numerosos testigos oculares que
hicieron sus deposiciones bajo juramento, como de costumbre, unos cuatro
o cinco años más tarde solamente. Sería irrazonable suponer que
aquellos testigos se engañaron en cuanto al hecho preciso de que el
santo flotaba en los aires, puesto que todos estaban convencidos de
haberlo visto así bajo todas las condiciones y circunstancias posibles".
Próspero Lambertini, el que después fue el Papa Benedicto XIV, suprema
autoridad en las evidencias y procedimientos de las causas de
canonización, estudió personalmente todos los pormenores en el caso de
San José de Cupertino. El escritor dice más adelante: "Cuando la causa
se presentó a discusión ante la Congregación de Ritos, (Lambertini) era
'promotor Fidei' (el personaje que vulgarmente se conoce con el nombre
de "Abogado del Diablo") y es cosa sabida que su animadversión hacia las
pruebas que se habían sometido a su consideración era firme y exigente.
Sin embargo, debemos creer que aquellos escrúpulos quedaron
completamente satisfechos, puesto que no sólo fue el propio Lambertini
quien, instalado ya en el trono de San Pedro, emitió el decreto de
beatificación en 1753, sino que en su obra magna, "De Servorum Dei Beatificatione",
dice lo que sigue: "Mientras yo desempeñaba el cargo de promotor de la
Fe, se sometió a la consideración de la Sacra Congregación de Ritos, la
causa del venerable siervo de Dios, José de Cupertino, causa ésta que,
después de mi retiro, fue llevada a una conclusión favorable. En el
curso del proceso, los testigos oculares de indiscutible integridad
suministraron evidencias sobre las famosas levitaciones o levantamientos
desde el suelo y vuelos prolongados del mencionado siervo de Dios
cuando se hallaba arrebatado en éxtasis". No cabe la menor duda de que
Benedicto XIV, un crítico apegado a normas estrictas que conocía el
valor de las evidencias y que había estudiado las deposiciones
originales con más detenimiento que cualquier otro de los miembros del
tribunal, creía a pie juntillas que los testigos de las levitaciones de
San José habían observado realmente lo que aseguraban haber visto".
Por supuesto, no faltaron las personas para
quienes aquellas manifestaciones eran piedra de escándalo. Cuando San
José recorría la provincia de Bari y atraía a las multitudes, las
autoridades eclesiásticas le denunciaron como a "uno que anda por los
caminos de estas provincias y que, como un nuevo Mesías, arrastra a las
muchedumbres en pos suya, a causa de ciertos prodigios realizados ante
unas cuantas de aquellas gentes ignorantes que están dispuestas a creer
cualquier cosa". El vicario general presentó la queja al inquisidor de
Nápoles y se hizo comparecer a José. Al examinarse los pormenores de las
acusaciones, no hallaron los inquisidores nada digno de censura, pero
no por eso levantaron los cargos al acusado, sino que le enviaron a Roma
para que se presentara ante el ministro general de su orden. Este le
recibió al principio con dureza, pero muy pronto quedó impresionado por
la evidente inocencia y el porte humilde de José y acabó por llevarle
consigo a ver al Papa Urbano VIII. A la vista del Vicario de Cristo, el
santo entró en éxtasis, y dijo el Pontífice Urbano que si José moría
antes que él, no dejaría de dar testimonio sobre el milagro que acababa
de presenciar. En Roma se decidió enviar a José de regreso a Asís, donde
nuevamente sus, superiores le trataron con una notable severidad y, por
lo menos, fingieron que le consideraban como un hipócrita. Llegó a Asís
en 1639 y permaneció ahí trece años. Al principio debió sufrir muy
duras pruebas, tanto internas como externas. Hubo temporadas en las que
le pareció que Dios le había abandonado; a sus ejercicios religiosos les
acompañaba una sequedad espiritual que le afligía en extremo, al tiempo
que las más terribles tentaciones le hundían en una melancolía tan
profunda, que apenas si levantaba los ojos del suelo. Al ser informado
de esto el ministro general, mandó llamar a José a Roma y, tras de
retenerlo ahí tres semanas, lo devolvió a Asís. Durante su viaje a Roma,
el santo experimentó un retorno de aquellos consuelos divinos que le
habían sido retirados temporalmente. Las noticias sobre la santidad y
los milagros de José sobrepasaron las fronteras de Italia, y personajes
tan distinguidos como el almirante de Castilla, a quien ya mencionamos,
se detenían en Asís para visitarlo. Entre estas personalidades se
hallaba también John Frederick, duque de Brunswick y Hanover. Aquel
noble señor, que era luterano, se conmovió tanto por lo que presenció,
que ahí mismo abrazó la religión católica. El santo solía decir a
ciertas personas escrupulosas que acudían a consultarle: "No me gustan
los escrúpulos ni la melancolía: si tus intenciones son buenas, no
tienes nada que temer". Siempre instaba a la plegaria. "Orad", decía.
"Si os turban la aridez o las distracciones, decid un Padre Nuestro y
eso basta, porque entonces habréis hecho oración vocal y mental". Cuando
el cardenal Lauria le preguntó lo que veían las almas en éxtasis
durante sus raptos, repuso: "Se sienten como transportadas dentro de una
galería maravillosa, resplandeciente con una belleza interminable y
ahí, con una sola mirada en un espejo, comprenden las visiones
maravillosas que Dios se complace en mostrarles". En el ir y venir de la
vida diaria andaba siempre tan preocupado por las cosas celestiales,
que si se cruzaba una mujer en su camino, él suponía, auténticamente y
con toda sinceridad, que veía pasar a Nuestra Señora, a Santa Catalina o
a Santa Clara y, si era un hombre desconocido el que se atravesaba, lo
confundía con alguno de los Apóstoles y muchas veces, al encontrarse con
otro fraile compañero suyo, creyó estar ante San Antonio o ante el
propio San Francisco.
Por razones que desconocemos, en 1653, la
Inquisición de Perugia recibió instrucciones para sacar a José de la
comunidad de su orden y ponerlo a cargo de los capuchinos en calidad de
fraile solitario en las colinas de Pietrarosa donde debía vivir en
estricta reclusión. "¿Será necesario que vaya prisionero?", inquirió, y
partió sin tardanza, con tanta prisa, que dejó su sombrero, su capa, su
breviario y sus anteojos. Y en efecto, había ido a una prisión. No se le
permitía abandonar la clausura del convento, hablar con alguien fuera
de los frailes, escribir o recibir cartas; quedó completamente aislado
del mundo exterior. Pero sin duda que, aparte de la inquietud y la
tristeza que necesariamente experimentaba al verse separado de los otros
conventuales y tratado como un criminal, aquella vida debe haber
resultado particularmente satisfactoria para San José. Por otra parte,
no duró mucho su aislamiento, porque no tardaron las gentes en descubrir
el escondite y los peregrinos poblaron el lugar antes desierto.
Entonces se le llevó subrepticiamente a otra reclusión igual en la casa
de los capuchinos en Fossombrone. Y así pasó el resto de su vida. En
1665 el capítulo general de los franciscanos conventuales pidió que les
fuera devuelto su santo a Asís, pero el Papa Alejandro VII respondió que
con un San Francisco de Asís había bastante. En 1657, se le permitió
residir en la casa de los conventuales en Osimo; sin embargo, ahí fue
más estricta su reclusión y sólo a muy contados religiosos se les
autorizaba a visitarle en su celda. En medio de todo aquel rigor y hasta
el fin de sus días, tuvo el consuelo cotidiano de las manifestaciones
sobrenaturales y se puede decir que, si bien los hombres le abandonaron,
Dios se estrechaba cada vez más íntimamente con él. El 10 de agosto de
1663, se sintó enfermo y supo que su fin estaba próximo: murió cinco
semanas después, a la edad de sesenta años. Fue canonizado en 1767.
Se halla impreso un summarium
preparado por la Congregación de Ritos en 1688, con los datos
principales de las deposiciones de los testigos en el proceso de
beatificación. Debe observarse, sin embargo, que actualmente no existen
más que dos copias de ese resumen y que, al parecer, los bolandistas no
tuvieron acceso a él. Por lo tanto, se. contentaron con imprimir en el Acta Sanctorum
sept. vol. v, los datos obtenidos en biografías publicadas
anteriormente, como las de Pastrovicchi (1753) y Bernino (1722). Las dos
vidas mencionadas fueron traducidas al francés y a otras lenguas. El
padre F. S. Laing escribió en 1918 una adaptación en inglés de la obra
de Pastrovicchi. La bula de canonización, un extenso documento que
contiene abundantes datos biográficos, se halla impresa en las
biografías italianas posteriores, así como en la traducción al francés
de la obre de Bernino (1856). En ese mismo libro se relata
destacadamente y con lujo de detalles, la historia de las levitaciones y
vuelos de San José. Cj. H. Thurston, en The Physical Phenomena of Mysticism (1952FUENTE
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