viernes, 2 de octubre de 2020

LIBERALISMO Y SUS GRADOS, LAICISMO, LIBERTAD RELIGIOSA LIBERAL, CONDENADOS POR LA TRADICIÓN DE LA IGLESIA

 «Lo que aflige a vuestro país y le impide merecer las bendiciones del Cielo es la confusión de los principios. Diré la palabra y no la callaré: lo que más temo para vosotros no son esos miserables de la Comuna, verdaderos demonios escapados del infierno, es el liberalismo católico, ese sistema fatal que siempre sueña en conciliar dos cosas imposibles: la Iglesia y la Revolución. Lo he condenado ya, pero lo condenaría cuarenta veces más si fuera necesario». (Beato Pío IX)

«Nos esforzamos por luchar contra el liberalismo, el modernismo, el progresismo… y no se nos escucha. Por eso vendrán las peores desgracias sobre la humanidad. Los hombres quieren que todo se les permita: libertad para todas las sectas, libertad de asociación, de prensa, de palabra… El mal no hará sino difundirse cada vez más y llegaremos a una sociedad en la que ya no se pueda vivir». (San Pío X)

Estractos de Libertas Praestantissimum, de Leon XIII:

<<Liberalismo de primer grado 

Naturalismo y racionalismo desaforados: principio de independencia humana absoluta respecto de Dios. La comunidad viene a ocupar el lugar de Dios; esto lleva a la Democracia divinizada. Pero es inconsecuente e irracional paradógicamente, al autonomizar al hombre y el Estado respecto de Dios. El Poder Político queda separado del Bien y la Verdad. Dios no regula ni al individuo ni a la sociedad. Non serviam!! (Nota nuestra)

12. El naturalismo o racionalismo en la filosofía coincide con el liberalismo en la moral y en la política, pues los seguidores del liberalismo aplican a la moral y a la práctica de la vida los mismos principios que establecen los defensores del naturalismo. Ahora bien: el principio fundamental de todo el racionalismo es la soberanía de la razón humana, que, negando la obediencia debida a la divina y eterna razón y declarándose a sí misma independiente, se convierte en sumo principio, fuente exclusiva y juez único de la verdad. Esta es la pretensión de los referidos seguidores del liberalismo; según ellos no hay en la vida práctica autoridad divina alguna a la que haya que obedecer; cada ciudadano es ley de sí mismo. De aquí nace esa denominada moral independiente, que, apartando a la voluntad, bajo pretexto de libertad, de la observancia de los mandamientos divinos, concede al hombre una licencia ilimitada. Las consecuencias últimas de estas afirmaciones, sobre todo en el orden social, son fáciles de ver. Porque, cuando el hombre se persuade que no tiene sobre si superior alguno, la conclusión inmediata es colocar la causa eficiente de la comunidad civil y política no en un principio exterior o superior al hombre, sino en la libre voluntad de cada uno; derivar el poder político de la multitud como de fuente primera. Y así como la razón individual es para el individuo en su vida privada la única norma reguladora de su conducta, de la misma manera la razón colectiva debe ser para todos la única regla normativa en la esfera de la vida pública. De aquí el número como fuerza decisiva y la mayoría como creadora exclusiva del derecho y del deber.

Todos estos principios y conclusiones están en contradicción con la razón. Lo dicho anteriormente lo demuestra. Porque es totalmente contraria a la naturaleza la pretensión de que no existe vínculo alguno entre el hombre o el Estado y Dios, creador y, por tanto, legislador supremo y universal. Y no sólo es contraria esa tendencia a la naturaleza humana, sino también a toda la naturaleza creada. Porque todas las cosas creadas tienen que estar forzosamente vinculadas con algún lazo a la causa que las hizo. Es necesario a todas las naturalezas y pertenece a la perfección propia de cada una de ellas mantenerse en el lugar y en el grado que les asigna el orden natural; esto es, que el ser inferior se someta y obedezca al ser que le es superior. Pero además esta doctrina es en extremo perniciosa, tanto para los particulares como para los Estados. Porque, si el juicio sobre la verdad y el bien queda exclusivamente en manos de la razón humana abandonada a sí sola, desaparece toda diferencia objetiva entre el bien y el mal; el vicio y la virtud no se distinguen ya en el orden de la realidad, sino solamente en el juicio subjetivo de cada individuo; será lícito cuanto agrade, y establecida una moral impotente para refrenar y calmar las pasiones desordenadas del alma, quedará espontáneamente abierta la puerta a toda clase de corrupciones. En cuanto a la vida pública, el poder de mandar queda separado de su verdadero origen natural, del cual recibe toda la eficacia realizadora del bien común; y la ley, reguladora de lo que hay que hacer y lo que hay que evitar, queda abandonada al capricho de una mayoría numérica, verdadero plano inclinado que lleva a la tiranía.

La negación del dominio de Dios sobre el hombre y sobre el Estado arrastra consigo como consecuencia inevitable la ausencia de toda religión en el Estado, y consiguientemente el abandono más absoluto en todo la referente a la vida religiosa. Armada la multitud con la idea de su propia soberanía, fácilmente degenera en la anarquía y en la revolución, y suprimidos los frenos del deber y de la conciencia, no queda más que la fuerza; la fuerza, que es radicalmente incapaz para dominar por sí solas las pasiones desatadas de las multitudes. Tenemos pruebas convincentes de todas estas consecuencias en la diaria lucha contra los socialistas y revolucionarios, que desde hace ya mucho tiempo se esfuerzan por sacudir los mismos cimientos del Estado. Analicen, pues, y determinen los rectos enjuiciadores de la realidad si esta doctrina es provechosa para la verdadera libertad digna del hombre o si es más bien una teoría corruptora y destructora de esta libertad.

Liberalismo de segundo grado

Se admite un límite a la libertad: debe quedar sometida al derecho natural y la Ley de Dios. Pero no se admite en los hechos algo mas que el naturalismo: no se admite obediencia a esfera sobrenatural. Pero es contradictorio e inconsecuente, porque pretende ponerse límites a la obediencia a Dios: los límites de la razón natural. Esto es autonomizar el Estado y la sociedad respecto de Dios. Es naturalismo fáctico y antropocentrismo. Sumisión a Dios pero méramente en el plano de la Ley natural. (Nota nuestra)

13. Es cierto que no todos los defensores del liberalismo están de acuerdo con estas opiniones, terribles por su misma monstruosidad, contrarias abiertamente a la verdad y causa, como hemos visto, de los mayores males. Obligados por la fuerza de la verdad, muchos liberales reconocen sin rubor e incluso afirman espontáneamente que la libertad, cuando es ejercida sin reparar en exceso alguno y con desprecio de la verdad y de la justicia, es una libertad pervertida que degenera en abierta licencia; y que, por tanto, la libertad debe ser dirigida y gobernada por la recta razón, y consiguientemente debe quedar sometida al derecho natural y a la ley eterna de Dios. Piensan que esto basta y niegan que el hombre libre deba someterse a las leyes que Dios quiera imponerle por un camino distinto al de la razón natural. Pero al poner esta limitación no son consecuentes consigo mismos. Porque si, como ellos admiten y nadie puede razonablemente negar, hay que obedecer a la voluntad de Dios legislador, por la total dependencia del hombre respecto de Dios y por la tendencia del hombre hacia Dios, la consecuencia es que nadie puede poner límites o condiciones a este poder legislativo de Dios sin quebrantar al mismo tiempo la obediencia debida a Dios. Más aún: si la razón del hombre llegara a arrogarse el poder de establecer por sí misma la naturaleza y la extensión de los derechos de Dios y de sus propias obligaciones, el respeto a las leyes divinas sería una apariencia, no una realidad, y el juicio del hombre valdría más que la autoridad y la providencia del mismo Dios. Es necesario, por tanto, que la norma de nuestra vida se ajuste continua y religiosamente no sólo a la ley eterna, sino también a todas y cada una de las demás leyes que Dios, en su infinita sabiduria, en su infinito poder y por los medios que le ha parecido, nos ha comunicado; leyes que podemos conocer con seguridad por medio de señales claras e indubitables. Necesidad acentuada por el hecho de que esta clase de leyes, al tener el mismo principio y el mismo autor que la ley eterna, concuerdan enteramente con la razón, perfeccionan el derecho natural e incluyen además el magisterio del mismo Dios, quien, para que nuestro entendimiento y nuestra voluntad no caigan en error, rige a entrambos benignamente con su amorosa dirección. Manténgase, pues, santa e inviolablemente unido lo que no puede ni debe ser separado, y sírvase a Dios en todas las cosas, como lo ordena la misma razón natural, con toda sumisión y obediencia.

Liberalismo de tercer grado

Se admite teóricamente la dependencia a Dios incluso en el plano sobrenatural, a la Ley de Dios, del individuo, pero se pretende autonomía para el Estado y la Sociedad. Separación de Iglesia y Estado; la religión queda confinada a la privacidad de los corazones...Es decir, dependencia sobrenatural respecto de Dios pero solo en la esfera privada; la ley de Dios no rige bajo la vida pública. Esto es lo que aprobó el II Concilio Vaticano en la Libertad Religiosa Dignitates Humanae, ya condenada por el Magisterio de la Iglesia en Quanta Cura, Libertas -esta encíclica- y otros Documentos. Es una abdicación al imperativo del establecimiento del Reino Social de Cristo. Su consecuencia es que el cristiano se ve en la situación de obedecer un Estado que legisla en contra de la Ley de Dios. Si lo resiste está en choque con lo que ha aprobado como principio rector religioso-filosófico político. Cfs. Quas Primas. (Nota Nuestra)


14. Hay otros liberales algo más moderados, pero no por esto más consecuentes consigo mismos; estos liberales afirman que, efectivamente, las leyes divinas deben regular la vida y la conducta de los particulares, pero no la vida y la conducta del Estado; es lícito en la vida política apartarse de los preceptos de Dios y legislar sin tenerlos en cuenta para nada. De esta noble afirmación brota la perniciosa consecuencia de que es necesaria la separación entre la Iglesia y el Estado. Es fácil de comprender el absurdo error de estas afirmaciones.

Es la misma naturaleza la que exige a voces que la sociedad proporcione a los ciudadanos medios abundantes y facilidades para vivir virtuosamente, es decir, según las leyes de Dios, ya que Dios es el principio de toda virtud y de toda justicia. Por esto, es absolutamente contrario a la naturaleza que pueda lícitamente el Estado despreocuparse de esas leyes divinas o establecer una legislación positiva que las contradiga. Pero, además, los gobernantes tienen, respecto de la sociedad, la obligación estricta de procurarle por medio de una prudente acción legislativa no sólo la prosperidad y los bienes exteriores, sino también y principalmente los bienes del espíritu. Ahora bien: en orden al aumento de estos bienes espirituales, nada hay ni puede haber más adecuado que las leyes establecidas por el mismo Dios. Por esta razón, los que en el gobierno de Estado pretenden desentenderse de las leyes divinas desvían el poder político de su propia institución y del orden impuesto por la misma naturaleza.

Pero hay otro hecho importante, que Nos mismo hemos subrayado más de una vez en otras ocasiones: el poder político y el poder religioso, aunque tienen fines y medios específicamente distintos, deben, sin embargo, necesariamente, en el ejercicio de sus respectivas funciones, encontrarse algunas veces. Ambos poderes ejercen su autoridad sobre los mismos hombres, y no es raro que uno y otro poder legislen acerca de una misma materia, aunque por razones distintas. En esta convergencia de poderes, el conflicto sería absurdo y repugnaría abiertamente a la infinita sabiduría de la voluntad divina; es necesario, por tanto, que haya un medio, un procedimiento para evitar los motivos de disputas y luchas y para establecer un acuerdo en la práctica. Acertadamente ha sido comparado este acuerdo a la unión del alma con el cuerpo, unión igualmente provechosa para ambos, y cuya desunión, por el contrario, es perniciosa particularmente para el cuerpo, que con ella pierde la vida. >>(Hasta acá Leon XIII)

MAGISTERIO:

Esto se puede complementar con Mirari vos, de Gregorio XVI, aquí Syllabus y Quanta Cura, de Pío IX, aquí. Con Pascendi, de San Pío X, aquí; con Inmortale Dei, de Leon XIII,  aquí; Con Libertas Praestantissimum, aquí; Con Quas Primas, aquí


Todo este Magisterio refuta y condena el liberalismo en general, y el de tercer grado, laicismo preconizado por la Masonería, adoptado en el II Concilio Vaticano en la Declaración de la Libertad Religiosa, Dignitates Humanae, aquí.


Reproducimos la casi totalidad de este aclarador artículo de David González (Alonso Gracian) : 

<<León XIII en su encíclica Libertas praestantissimum de 1888, n.14, define el liberalismo de tercer grado como aquel que afirma que «las leyes divinas deben regular la vida y la conducta de los particulares, pero no la vida y la conducta del Estado».

Este tipo de liberalismo, además, considera que es «lícito en la vida política apartarse de los preceptos de Dios y legislar sin tenerlos en cuenta para nada.»

El Pontífice califica estas afirmaciones de «absurdo error». Y da la siguiente razón:

 «Es la misma naturaleza la que exige a voces que la sociedad proporcione a los ciudadanos medios abundantes y facilidades para vivir virtuosamente, es decir, según las leyes de Dios, ya que Dios es el principio de toda virtud y de toda justicia. Por esto, es absolutamente contrario a la naturaleza que pueda lícitamente el Estado despreocuparse de esas leyes divinas o establecer una legislación positiva que las contradiga. »


El liberalismo de tercer grado se caracteriza, por tanto, por la relegación de los deberes religiosos a la vida privada.

Nos interesa la primera acepción de relegar que aporta el Diccionario de la RAE: «Entre los antiguos romanos, desterrar a un ciudadano sin privarlo de los derechos de tal.». Es decir, relegar es desterrar sin privación de derechos.

En el contexto que nos ocupa: apartar el deber religioso de la vida social y política pero sin negar a los ciudadanos su derecho a la religión que deseen, no a la que están vinculados por el hecho mismo de la Encarnación del Verbo, sino a la religión que deseen.


La afirmación de la libertad de cultos en sentido moderno, por eso, es connatural a la relegación tercer gradista. Entendida como la entiende el artículo 18 de la Declaración de 1948:

«Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así  como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y  colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia.» (Declaración de los derechos humanos, art. 18)


Lo que se afirma, en definitiva, es que los ciudadanos pueden profesar libremente aquella religión que no postule una obligación del Estado respecto a ella. Para tener derecho a profesar particularmente una religión, ésta debe acomodarse a esta relegación. Esta labor de acomodo de la religatio a las condiciones del liberalismo de tercer grado será llevada a cabo por el personalismo católico.

 
Definimos entonces el personalismo católico como la escuela filosófica y teológica que postula la no obligatoriedad de la religación revelada respecto a la sociedad y la comunidad política, y su retirada con derechos a la vida privada. Pero en un plano institucional de equivalencia jurídica con otras religiones y creencias y cosmovisiones. De lo contrario, no se podría hablar de neutralidad del Estado.


Relegación de la realeza social de Cristo.— Como consecuencia lógica de lo anterior, la doctrina de la realeza social de Cristo es doctrina relegada, en primer lugar, y necesariamente, bajo esta perspectiva, al ámbito privado, en este caso al doméstico. Cristo, Rey de los corazones, pero no de las instituciones, que pretenden legislar y ejercer sus funciones sin tenerla en cuenta para nada, o mejor dicho, con un fin: poder autodeterminarse.

Del derecho reclamado por el Estado de tercer grado a autodeterminarse en sus funciones, se deriva el derecho concedido a los particulares de hacer lo mismo pero en el plano religioso. Pero no en el plano institucional. Por tanto, la exclusión de la religión revelada de la vida política supone, indefectiblemente, su exclusión de la vida privada.

La contradicción, en efecto, estará siempre presente. Porque la religión revelada postula la existencia de un deber religioso que atañe a personas y sociedades. Por eso sólo será realmente admitida en su versión acomodada: aquella que, de ninguna manera, ponga en peligro la potencia absoluta estatal.

En definitiva, la libertad religiosa, entendida al modo personalista del art. 18 de la Declaración, como el derecho de los particulares a profesar la religión que prefieran o a no profesarla o cambiarla por otra, es connatural a la relegación de la religión sobrenatural al ámbito privado en orden a la neutralidad del Estado.>> Artículo en Infocatólica, acá.











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