martes, 26 de enero de 2021

SAN JUAN CRISÓSTOMO, ORA PRO NOBIS

 SAN JUAN CRISÓSTOMO

Culto, bien formado, piadoso, poseía el don de la elocuencia, la facundia en la Predicación. ("Boca de Oro")
No tenía pelos en la lengua; hablaba claro, diáfano, con virilidad y sin cobardía ni oscuridades, sin ambigüedades, sin circiterismos, sin vaguedades, sin eufemismos gelatinosos y difuminados, cual es la norma hoy en la estructura babilónica oficial de la jerarquía funcional al Nuevo Orden Mundial anticristiano; la cual habla el lenguaje de su Padre.
San Juan Crisóstomo era valiente y enrostraba verdades en la cara de cualquiera, sin cobardías ni ocultamientos; sin acepción de personas.
Es un hecho comprobado en la historia que el mundo -y aún la Iglesia en su faz humana y miserable, sobre todo durante y después del II Concilio Vaticano- no tolera a los hombres así.
La Verdad es un insulto; molesta, duele, a los que prefieren la Mentira.
Por esto fue desterrado dos veces y finalmente murió en el exilio.
Pero luego fue canonizado y finalmente declarado Doctor de la Iglesia por San Pío V.
Es un ejemplo y aliento hoy para los Católicos del Resto Fiel, segregados y calumniados -sobre todo los clérigos- por la estructura babilónica que parasita la jerarquía y la cúpula de la Iglesia desde hace tiempo.
SAN JUAN CRISÓSTOMO, ORA PRO NOBIS!!
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SAN JUAN CRISÓSTOMO, OBISPO, DOCTOR Y CONFESOR

 

27 de enero
SAN JUAN CRISÓSTOMO,
OBISPO, DOCTOR Y CONFESOR
P. Juan Croisset, S.J.



San Juan, llamado Crisóstomo, palabra griega que significa Boca de oro por su grande y singular elocuencia, fue uno de los hombres eminentes en ciencia y santidad en el siglo iv. Nació en Antioquia el año 344, y según algunos el 347, de padres distinguidos por su no­bleza y piedad. Su padre Segundo, capitán distinguido del ejército imperial en Siria, murió dejando de veinte años á su madre Ántusa con este hijo, todavía pequeño, y una hija mayor. Rehusó la joven viuda contraer segundas nupcias, desechando una buena ocasión que se le ofreció, porque deseaba terminar sus días en el servicio de Dios, y para atender mejor á la educación de sus hijos, en especial de Juan.

Le buscó los mejores maestros de su tiempo para las ciencias y le­tras humanas; pero ella tomó á su cargo instruirle desde la niñez en la ciencia más importante de la salvación eterna. Estudió retórica con Libanio, el maestro más celebre de su época, y filosofía con Andraganto, haciendo en breve tiempo tales progresos, que no solo sobresalía de todos sus condiscípulos, sino que igualaba á sus profeso­res, dejando á todos admirados cuando, á los veinte años de edad, pronunció sus primeros discursos en el Foro, que le valieron el sobrenombre honroso que lleva y con el que es conocido.

Dados los cristianos sentimientos de sus padres, sorprende á pri­mera vista que el joven Juan, considerado ya como uno de los más hábiles maestros y por una de las lumbreras más brillantes del Foro romano, no estuviera aún bautizado; pero así era, por efecto del abu­so lamentable, y muy frecuente en aquellos tiempos de relajación que siguieron á la paz de la Iglesia, de que se dejaron arrastrar tan­tas familias cristianas por abandono y error material. Era entonces Juan un joven de singulares dotes, pero seducido por la vanidad de las grandezas humanas y alucinado por los aplausos de las gentes, á quienes apasionaba su elocuencia.

Pero Dios le deparó en su íntimo amigo Basilio el instrumento para comenzar su vida de santificación. Con el ejemplo y las exhortacio­nes de Basilio, se decidió á estudiar la religión cristiana seriamente, y, cuando estuvo bien dispuesto, á la edad de venticinco años fue bautizado por San Melecio, obispo de Antioquía. Rápidos fueron los progresos que desde entonces hizo Juan en el camino de la per­fección. Con objeto de hacer penitencia y de recibir santas inspiraciones en los sagrados lugares en que nació, vivió, padeció y murió Nuestro Señor Jesucristo, fue en pere­grinación á Jerusalén, donde renovó con abundancia de lágrimas y el cora­zón contrito las pro­mesas y renuncias hechas solemne­mente en el bau­tismo.

Pasó luego á la Universidad de Ate­nas para perfeccio­narse en las letras humanas, donde fue recibido con grande honor, al extremo de excitar la envi­dia del maestro pa­gano Antemo, quien dijo que, sólo por ser Crisóstomo cristiano, era indigno de ocupar lugar preferente entre los filósofos. Con este motivo hizo delante del prefecto una elocuente profesión de fe declarando, ante muchos filósofos paganos, que no existía otro Dios que Jesucristo, que, con el Padre y el Espíritu Santo, era adorado por los cristianos por un solo Dios, creador de Cielos y Tierra; y como Antemo, poseído por el espíritu infernal, se desgarrase sus propias carnes en Un acceso de furor, nuestro Santo oró fervorosa­mente, logrando curarle, no sólo en el cuerpo, sino en el alma. Recibió Antemo el bautismo, y con él otros paganos y el mismo pre­fecto , testigos de aquel milagro.

Pero ni este triunfo, ni otras obras de piedad en que se ejercitaba Crisóstomo, satisfacían su espíritu. Su inclinación mayor era el retiro de la vida anacoreta. A este efecto, determinó irse á un de­sierto; pero las conmovedoras súplicas de su madre, acompañadas de lágrimas, le hicieron desistir de tal propósito, mientras ella vi­viese, resignándose á abrazar el estado sacerdotal, á cuyo fin reci­bió las sagradas Ordenes, hasta el diaconado, de manos del santo obispo Melecio, á cuyo lado estuvo cinco años sirviendo de secre­tario.

Pasado este tiempo, la muerte de su madre le desligó de los lazos que aun le unían al mundo, y puso por obra su proyecto de reti­rarse al desierto, como lo realizó yéndose á reunir con los solitarios del monte Casiano, no sin vencer antes muchas preocupaciones que le sugería el enemigo tentador. Desde la primera noche de su en­trada en el monasterio fue favorecido por Dios con celestiales con­suelos. Fortalecido con ellos, creció en Crisóstomo el amor á la vida austera, de lo cual es testimonio el tratado que se titula Compara­ción de un rey con un monje, en que canta las excelencias de la vida monástica.

Sus mortificaciones y austeridades le hicieron caer enfermo del estómago, lo que le obligó á volver temporalmente á Antioquía para curarse. Cuatro años llevaba siendo el modelo de todos los monjes, cuando murió el abad y quisieron sus hermanos que lo fuera él; pero Crisóstomo se negó totalmente, y se refugió en una cueva pró­xima al monasterio, de donde sólo salía los días festivos. Allí se de­dicó con tal ahínco al estudio de la Sagrada Escritura, que acabó por aprendérsela toda de memoria. En los seis años de aquella vida cenobítica, compuso, además del tratado antes mencionado, tres libros Contra los impugnadores de la vida monástica, en los que está incluido aquel tratado; dos libros Acerca de la compunción, en los que manifiesta la necesidad y las condiciones del verdadero dolor de los pecados, y seis libros Del sacerdocio, en diálogo, que son de los más excelentes entre sus escritos.

Aun no era sacerdote. Flaviano, sucesor de San Melecio en la Sede de Antioquia, recibió orden de Dios, por conducto de un ángel, para que fuese al monasterio del monte Casiano, y, sacando de allí á Crisóstomo, le consagrase sacerdote para su iglesia. Así lo hizo el prelado; y en el momento de imponerle las manos para conferirle el carácter sacerdotal, una paloma, blanca como la nieve y con alas doradas, después de revolotear por el templo, fue á posarse sobre la cabeza del nuevo presbítero, con grande admiración de toda la ciudad de Antioquíaque por este prodigio coligió cuan ilustre llegaría á ser en la Iglesia. Tenía entonces cuarenta y dos años, y re­unía eminente ciencia y virtud consumada. Con tan rico caudal empezó su apostolado.

El clero y el pueblo todos experimentaron lo mucho que puede un orador que es elocuente y santo; porque el Crisóstomo, con su ejem­plo y con su arrebatadora palabra, conmovía y convertía los cora­zones de los pecadores más endurecidos. Durante doce años fue el apóstol de Antioquía, como de ello dan testimonio, entre otras obras, todas de gran mérito, sus Homilías sobre el Evangelio de San Mateo y las Epístolas de San Pablo, que compuso en aquel pe­ríodo.

Exponía con firmeza y caridad en sus sermones los puntos más difíciles de la palabra evangélica; pero no era menor la decisión con que atacaba sin debilidad ni contemplaciones el orgullo, el lujo y la molicie de la sociedad frívola y ávida de goces de aquellos tiempos, como lo demuestra el siguiente episodio de su santa vida.
Había el emperador Teodosio impuesto un nuevo tributo á la ciu­dad de Antioquía, que sus naturales se resistieron á pagar, y, de­clarándose en abierta rebelión, maltrataron á los oficiales del Tesoro imperial y arrastraron por las calles las estatuas del emperador y de su esposa Flaccilla. Se extendió el pavor por todo el pueblo ante los preparativos que el emperador hacía para castigar á los revol­tosos; y el santo obispo Flaviano fue en persona á Constantinopla para implorar clemencia de la corte imperial, dejando en su lugar á Crisóstomo, que en tan críticas circunstancias se condujo como tierno padre de los atribulados habitantes de Antioquía. Diariamente los exhortaba en la iglesia al arrepentimiento de sus excesos y á la conformidad con el castigo que el emperador les impusiera, consiguiendo apaciguar por completo la sedición, predicando enton­ces los veintiún sermones notables sobre el tema de Las estatuas.

Regresó el obispo Flaviano con la noticia del perdón del empe­rador, y, entusiasmados los habitantes de la ciudad, llevaron en triunfo por todas las calles, después de una función religiosa en ac­ción de gracias, al santo prelado y á San Juan Crisóstomo, á cuya poderosa intercesión cerca de Dios atribuyeron la feliz mudanza de Teodosio.

Vacó en el año 397 la Silla patriarcal de Constantinopla, por muerte del arzobispo Nectario; y como la elocuencia y las virtudes de Cri­sóstomo eran conocidas en todo el imperio, fue unánimemente designado por nobles y pueblo, y elegido canónicamente para ocupar dicha Sede, no obstante la oposición de Teófilo, patriarca de Alejan­dría, que se interesaba por otro. Pero la humildad de nuestro Santo rechazaba tan alta dignidad: ni el obispo ni el clero ni el pueblo de Antioquía consentían en desprenderse de tan sabio y ejemplar sa­cerdote. Fue preciso usar de la astucia, y una noche el gobernador de dicha ciudad, instruido por el emperador, avisó á Crisóstomo que le esperaba en las afueras para comunicarle un asunto urgente. Acu­dió nuestro Santo á la cita, y, así que el gobernador lo tuvo al al­cance de su mano, le hizo subir por fuerza á una carroza que tenía preparada de ex profeso para conducirle al buque que debía trans­portarlo á Constantinopla.

Al llegar cerca de esta ciudad salieron al encuentro de Crisóstomo el Senado, el clero y la nobleza de la capital, con los obispos que á la sazón se hallaban en la corte, seguidos de numeroso pueblo que aclamaba á su nuevo prelado con entusiasmo indescriptible. El acto de su consagración, verificado el 26 de Febrero del 398, fue solem­nísimo, y en ella ofició el patriarca Teófilo, que antes se había opuesto asu elección. Al día siguiente fue á visitarle el joven emperador Arcadio, que el año 395 había sucedido á su padre el gran Teodosio, para pedirle su bendición, y, al dársela, le habló con la santa liber­tad cristiana que demuestran estas palabras: «Sabed, príncipe, que, aunque mis fuerzas son muy pequeñas para la carga que V. M. ha echado sobre mis hombros, comoquiera que Dios, cuyos juicios son profundamente infinitos, ha permitido que sea pastor de este gran rebaño, sólo tengo que deciros con el gran Bautista: Haced peniten­cia. A todos he de decirles libremente aquello á que mi cargo me obligue, y si escucháis mis exhortaciones tendré suma alegría, por­que de este modo contentaréis á Dios y adelantaréis en la piedad. Pero si, desgraciadamente, mis exhortaciones fueran inútiles para vuestras almas, os perderéis miserablemente; y, en cuanto á mí, rogaré á Dios que me consuele en alivio del disgusto que esto me proporcionará». El joven emperador, lejos de ofenderse por la santa libertad con que le habló Crisóstomo, prometió con respeto seguir fielmente sus consejos.

Comenzó San Juan el gobierno de su diócesis por la reforma de su propia casa, cortando desde luego muchos gastos y las profusio­nes que sus predecesores habían creído necesarias para mantener el decoro de la dignidad, é invirtiendo las cantidades que por estos conceptos se gastaban, en limosnas para los pobres. La mesa esplén­dida, los muebles y vestidos preciosos no tuvieron entrada en la casa episcopal de Crisóstomo. Tratábase como el más austero ana­coreta; su comida se reducía á una al día, compuesta de vegetales; no probaba el vino sino por prescripción facultativa en los grandes calores. Dormía tres ó cuatro horas cada noche, pasando el resto de ella orando ante el Santísimo Sacramento, objeto de su predilecta adoración. Este procedimiento dejó asombrada á aquella corte, no acostumbrada á ver semejantes ejemplos. Y como éstos son el ser­món más elocuente, comenzó en seguida por la reforma del clero, en el que introdujo la austeridad y las virtudes que él ya practicaba. . Eran casi insuperables las dificultades con que tenía que luchar un obispo en la capital del imperio de Oriente. El paganismo no se había extinguido aún; el arrianismo había contaminado con sus erro­res á no pocos del clero y de la nobleza; la corrupción de costum­bres imperaba en la sociedad de Constantinopla, todo lo cual eran otros tantos obstáculos que tenía que vencer el nuevo patriarca. Y lo consiguió. Prohibió á los eclesiásticos que tuviesen en sus casas á cier­tas mujeres que solían mantener con el nombre de beatas. Estable­ció en las iglesias el Oficio de la noche, exhortando á los seglares aque concurriesen á orar con los clérigos. Quiso que se cantasen los salmos hasta en las casas particulares; apartó á muchos de la ociosidad, de los teatros y espectáculos públicos, donde peligra la ino­cencia y se pierde el vigor de la vida cristiana. Reprendió libre­mente la avaricia, el fausto y la soberbia de los grandes. Reorganizó la piadosa asociación de las viudas consagradas al Señor con el nombre de diaconisas, dedicadas principalmente á los actos de devo­ción y de caridad, poniendo al frente de ellas á Santa Olimpia. No sabía mentir ni adular. A todos hablaba sencillamente. Hizo, en fin, revivir la devoción y el fervor en todos los fieles, y renovó la disci­plina monástica, de manera que en poco tiempo mudó de semblante la corte de Constantinopla.

No se limitó su caridad á los limites de la corte, porque hubo po­cas provincias en todo el Oriente adonde no se extendiesen los ardo­res de su santo fervor. En la Fenicia destruyó un templo gentílico, abolió los restos del paganismo y fundó iglesias y monasterios. Lo mismo hizo en los pueblos escitas y en los celtas. Arrojó y exterminó de todo el imperio á los eunomianos y montañistas; declaró guerra cruel á los arríanos, consiguiendo del emperador que no quedase uno solo dentro de la ciudad; y si su pontificado hubiera durado más tiempo, es casi seguro que hubiera acabado con todos los herejes del Universo. Causa admiración que un hombre solo, extenuado por las penitencias, pudiese á un mismo tiempo dar á luz tantas y tan ex­celentes obras; gobernar con tanto celo y prudencia una de las dió­cesis más vastas del mundo; predicar casi todos los días, lo cual ha­cía con tan felices resultados, que las gentes abandonaban los circos y los teatros para oírle, llegando á veces á tal grado el entusiasmo de sus oyentes, que le interrumpían con aplausos y aclamaciones; atender á las necesidades espirituales y corporales de tantos pobres  huérfanos y viudas; y, sobre todo, dedicar parte de su cuidado á las veintiocho provincias eclesiásticas sujetas al patriarcado de Constantinopla. En medio de tanto trabajo, ningún día dejó de decir Misa que celebraba con tal devoción y ternura, que siempre derramaba el Señor en su bella alma mil consuelos celestiales.

La influencia que á causa de sus extraordinarias virtudes llegó nuestro Santo á adquirir sobre los fieles de Constantinopla, fue tal, que en varias ocasiones se bastó por sí solo para aplacar las iras de la muchedumbre. Entre otros casos está el del ministro Eutropo, que, desposeído de sus honores y á punto de ser arrastrado por el pueblo; se refugió en la iglesia, donde Crisóstomo le salvó la vida sin más que arengar á los que le perseguían.

Esta fortaleza apostólica, que tan respetable le hizo á los buenos, provocó el odio de los descontentos, entre los cuales había algunos obispos de los no ejemplares, varios clérigos de la corte, que no po­dían sufrir el orden de vida á que el Santo los obligaba, diferentes abades de los que frecuentaban la corte más que el monasterio, y sobre todo la emperatriz Eudoxia, que estaba irritada contra el Cri­sóstomo por lo que después se dirá. Todos estos elementos entra­ron en la conspiración, de que era cabeza el ambicioso y violento Teófilo.

Ávida de riquezas Eudoxia, no perdonaba medio de confiscarlas a sus súbditos con cualquier pretexto fútil. Entre los despojados injus­tamente estaba la viuda Teognosta, á quien privó de una villa fue­ra de la ciudad. Teognosta y las demás víctimas recurrieron á la intercesión de Crisóstomo, quien, con libertad cristiana y valor santo, reprendió á la emperatriz por su injusto proceder. Se irritó el orgu­llo de la princesa, y desde este momento juró la perdición de nues­tro Santo cuando hubiera ocasión. Esta se presentó con motivo de haber acogido fraternalmente nuestro Santo á los cuatro abades de los monasterios de Nitria, perseguidos y arrojados de sus abadías por el avaro Teófilo.

A consecuencia de este hecho dispuso el papa Inocencio I que se convocase un concilio en Constantinopla, bajo la presidencia de sus legados asistidos por San Juan Crisóstomo, al que fue citado Teófilo para responder de su conducta con los monjes de Egipto. En virtud de lo cual, unidos Teófilo y Eudoxia contra Crisóstomo, comenzaron su obra de iniquidad con una orden del emperador para arrestar y desterrar á los legados del Papa, apenas desembarcasen. Después ganaron con dinero á los ministros de Arcadio, y consiguió Teófilo licencia para celebrar un concilio ó junta de treinta y seis obispos parciales suyos. Y se celebró un conciliábulo en Chesme, pequeña villa cerca de Calcedonia, de donde era obispo Cirino, enemigo jurado de nuestro Santo, año 403. Citó Teófilo á Crisóstomo á esta junta para que respondiese á una serie de acusaciones calumniosas. Se negó Crisóstomo á asistir á tal conciliábulo, y entonces Teófilo y sus cómplices condenaron á nuestro Santo, declarándole indigno del episcopado. En su virtud fue depuesto de su silla patriarcal, obte­niendo del emperador que fuese desterrado. Estos hechos injustos y atroces llenaron de dolor y de escándalo á todos los buenos.

La noticia del destierro excitó la indignación del pueblo, que á viva fuerza se opuso durante tres días al cumplimiento de tal orden, y estaba resuelto á verter su sangre en defensa de su obispo, cuan­do Crisóstomo, para evitarlo, optó por entregarse á los soldados del emperador. Estos le condujeron durante la noche, sin saberlo el pueblo, con el rostro cubierto con una capa, al barco que había de transportarle á Bitinia, en el Asia.

Pero, al día siguiente, el furor del pueblo, al saber la partida de su santo prelado, no reconoció límites. Como desbordado torrente co­rrió al palacio imperial, y ya sus puertas iban á ser derribadas por la muchedumbre, cuando la emperatriz, poseída de terror, corrió desolada al lado de su marido diciendo estas palabras: ¡Que vuelva Juan, porque, si no, el imperio se nos escapa! Al mismo tiempo, una tempestad horrible con temblores de tierra estalló sobre la ciudad, llevando la consternación á todas partes. Entonces la emperatriz es­cribió de su puño y letra una carta á San Juan Crisóstomo supli­cándole que volviera á su sede, y diciendo que ella ignoraba lo que había sucedido, siendo inocente de todo; que la conspiración estaba formada por hombres perversos y corrompidos; y añadía: «Testigo es Dios de las lágrimas que he derramado y que le he ofrecido en el sacrificio de la Misa. Tengo muy presente que mis hijos están bautizados por vuestras manos».

Duró este destierro muy poco tiempo; y al pisar Crisóstomo el suelo de su amada sede, todo el pueblo corrió á su encuentro, besan­do las franjas de sus vestiduras y hasta las huellas de sus plantas, en medio de públicas aclamaciones. Así que llegó ala iglesia, ocupó el pulpito, al cual subió en brazos de la muchedumbre, y dirigió en­tonces á sus fieles una de aquellas pláticas suyas que arrebatan los corazones; y las bóvedas del templo resonaron con los ecos del in­menso llanto que arrancaba de todos los ojos lágrimas de enterneci­miento y santo júbilo.

Uno de los primeros cuidados de Crisóstomo, al ocupar de nuevo su sede, fue escribir al Papa para que declarase nulos el concilio y la sentencia del conciliábulo, llamado Ad quercum, presidido por Teófilo, contra todo derecho. Teófilo escribió en sentido contrario. El Romano Pontífice, después de haber examinado los alegatos de am­bas partes y oído el informe de cuatro obispos de Oriente que fue­ron á Roma á este fin, declaró nulo todo lo hecho por el conciliábulo, y así se lo comunicó á San Juan Crisóstomo y al clero de Constantinopla.

Pero esta feliz noticia no halló á nuestro Santo en su amada dió­cesis. La calma duró poco, porque no desistió Crisóstomo de repren­der las malas costumbres. Se había colocado una estatua de plata de la emperatriz en la plaza inmediata al templo de Santa Sofía, y se celebró su inauguración con bailes, espectáculos y juegos públicos que perturbaban el sosiego y el decoro con que se debe celebrar el Oficio divino; juegos que eran restos del gentilismo, que veinte anos después abolió el emperador Teodosio el Joven. El santo patriarca clamó contra estos juegos paganos y los prohibió, dirigiendo su dis­curso contra el director de ellos, que era un maniqueo. Es apócrifo el sermón que se supone predico contra Eudoxia. Pero ésta se dio por injuriada, por creer que estaba retratada en los discursos del prelado, bajo el nombre de Jezabel, y, sin más que esto, hizo que se diera un decreto para que volviera al destierro. Protestó Crisós­tomo del error en tales suposiciones, y de que sólo violentado dejaría su grey. Los conjurados no desistieron de su intento de hacer que padeciese hasta morir en el destierro ó en el camino.                   

El pueblo estaba conmovido, sin consentir la partida de su querido pastor. Para salir del paso, dio el emperador orden al gentil Lucio, oficiar del ejército, para que con una cohorte invadiese la iglesia á fin de contener al pueblo, y los soldados cometieron atropellos execrables. Se alborotó la ciudad, y los fieles acuden al palacio del patriarca y le cercan para que no se le violentase. Pero Crisóstomo, dispuesto á dar la vida por sus ovejas en defensa de la doctrina de Jesucristo, queriendo evitar más derramamiento de sangre, salió secretamente del palacio, se presentó á los ministros imperiales, é in­mediatamente; salió para el destierro, en medió de un diluvio de lágrimas de los pobres, de los enfermos y de las viudas, de quie­nes era su padre común. Con fortaleza de mártir escribió á Santa Olimpia estas palabras: «Mi corazón goza de inexplicable alegría en los sufrimientos, pues en ellos encuentro un tesoro escondido. De­béis, por lo tanto, regocijaros conmigo y bendecir al Señor que me concede hasta este punto la gracia de padecer por El».

A pie, y sufriendo fatigas y privaciones, fue conducido á Cucuso, ciudad de Armenia, en los confines de la Cilicia, en los desiertos del monte Tauro, adonde llegó enfermo y maltratado, pues ni agua clara le dieron para apagar la sed. Pero en Cucuso le recibieron el obispo y el pueblo como correspondía, y Crisóstomo no estuvo ocioso en el destierro: predicaba, socorría á los pobres con lo poco que tenía, consolaba á los desgraciados; no cesaba, en fin, en sus tareas apostólicas. Viendo sus enemigos este resultado, contrario á sus deseos, consiguieron que fuese trasladado á otro punto peor: á Pitionte, lu­gar desierto en lo último del imperio, junto al mar Negro, en la fron­tera de los sármatas, gente salvaje. Encargaron su conducción á dos oficiales, ofreciéndoles nuevos grados si con malos tratamientos le daban lentamente la muerte. El uno, compadecido, favorecía al Santo sin verlo el otro; pero éste, bárbaro y ambicioso, le obligó á andar á deshoras al agua y al sol. De esta suerte llegó enfermo y desfallecido á Comana, donde hubo necesidad de detenerse para pasar la noche, y el Santo la pasó en el oratorio dedicado al obispo San Basi­lisco. Allí se le apareció este santo mártir, y le anunció la feliz nue­va de su subida al Cielo con estas palabras: «¡Valor, hermano mío! ¡ Mañana estaremos juntos! »

En efecto, luego que amaneció, pidió que difiriesen la salida hasta las once, lo que no le fue concedido. Partieron, y, apenas habían andado legua y media, se sintió el Santo tan exánime, que fue nece­sario volverle al mismo templo. Luego que se vio en él, hizo que le mudasen el traje, pidió un vestido blanco, repartió entre los circuns­tantes lo poco que le quedaba, y en ayunas todavía recibió el Viáti­co, hizo un poco de oración, concluyéndola con estas palabras, que repetía con frecuencia: En todo sea Dios alabado: al decir Amén, se santiguó y entregó su espíritu al Señor el 14 de Septiembre del año 407, á los sesenta y tres años de edad, y nueve y medio de su glorioso pontificado. Celebradas sus exequias, con el concurso mayor posible, su cuerpo fue enterrado junto al de San Basilisco, donde permaneció por espacio de treinta y un años.

Después de muerto Crisóstomo, cayó en Constantinopla un horrible granizo. Eudoxia había muerto antes con reputación deplorable, y Arcadio murió al siguiente año, sin que nadie sintiese su muerte, y dejando pésimos recuerdos á sus súbditos. Respecto á sus enemigos, su odio al santo prelado le persiguió aun después de muerto, no queriendo que se escribiera su nombre en el catálogo de los obispos de Constantinopla. ¡Hasta dónde llega la perversidad del humano corazón! Le sucedió en la Sede el obispo Ático, á quien el Papa no quiso reconocer mientras el nombre ilustre de Juan Crisóstomo no quedase inscrito en los dípticos de su iglesia, entre los obispos legí­timos.

Su cuerpo fue trasladado á Constahtinopla con grande pompa, por disposición de San Proclo, y colocado en la iglesia de los Santos Após­toles, el 27 de Enero del 438. A esta ceremonia asistieron el empe­rador Teodosio y su hermana Pulquería, hijos de Arcadio, y aquél se postró delante de las reliquias y pidió perdón al Santo, en nombre de sus padres, de lo mal que le habían tratado. Posteriormente se lle­varon las reliquias á Roma, depositándose en la basílica del Vatica­no, donde se veneran, excepto algunas que quedaron en Constantinopla. Del retrato de este Santo doctor hay uno precioso en los fres­cos de Fra Angélico, en la capilla de San Nicolás, en el Vaticano. Es general la admiración del Crisóstomo, por la multitud de obras que dejó escritas; por la piedad y el esplendor que brillan en todos sus sermones y escritos; por el modo de interpretar y exponer el sen­tido de las Sagradas Escrituras, en lo cual parece que el apóstol San Pablo, de quien era amantísimo devoto, le dictaba al escribir y al predicar. Sus obras ocupan trece volúmenes en folio en la edición del P. Montfaucon, llamada de los Benedictinos. El abate Maigne las ha publicado en 1845, en ocho volúmenes. Por último, el profesor Fessler dividió sus obras en cuatro clases: Exposición de la Sagrada Escritura; Homilías; Opúsculos, y Cartas. Es de lamentar que perso­nas competentes, conocedoras del griego, no traduzcan directamente al castellano, para utilidad y consuelo del pueblo, aunque sólo fuese sus hermosos sermones y las exposiciones de la Sagrada Escritura.


FUENTE

jueves, 21 de enero de 2021

SANTA INÉS, VIRGEN Y MÁRTIR

21 de enero
SANTA INÉS, VIRGEN Y MÁRTIR
El Año Litúrgico - Dom Próspero Gueranguer

 



No hemos agotado aún el magnífico cortejo de Mártires que nos sale al paso en estos días del año. Sebastián ayer; mañana Vicente, que lleva la victoria hasta en el nombre. En medio de estos grandes santos aparece hoy la jovencita Inés. Es una niña de trece años a quien ha dado el Emmanuel la intrepidez de ser Mártir; marcha sobre la arena con paso tan firme como el oficial romano o el diácono de Zaragoza. Si aquellos son soldados de Cristo, esta es su casta esposa. Tales son las victorias del Hijo de María. Apenas se ha revelado al mundo, cuando todos los corazones nobles corren hacia El, conforme ya lo había anunciado: "Donde estuviere el cuerpo, allí se juntarán las águilas." (S. Mateo, XXIV, 28.)

Es el fruto admirable de la virginidad de su Madre, la cual estimó en más la fecundidad del alma que la del cuerpo, abriendo un nuevo camino por el que las almas escogidas se lanzan rápidamente hacia el Sol divino, para contemplar con mirada virginal y sin celajes, sus divinos destellos; El habla dicho: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (S. Mat., V, 8.)

Gloria Imperecedera de la Iglesia católica, única que posee en su seno el don de la virginidad, origen de todas las grandezas, porque nace exclusivamente del amor. Honor sublime de la Roma cristiana el haber engendrado a Inés, ángel terreno, ante cuya presencia palidecen aquellas antiguas Vestales, cuya virginidad colmada de favores y riquezas, no sufrió nunca la prueba del hierro ni del fuego.

¿Existe alguna fama que se pueda comparar con la de esta joven, cuyo nombre se leerá hasta el fin del mundo en el Canon de la Misa? Después de tantos siglos, aun quedan en la ciudad santa, huellas de sus pasos inocentes. Aquí un templo levantado sobre el antiguo circo Agonal, que nos introduce bajo bóvedas envilecidas en otro tiempo por la prostitución, y ahora embalsamadas con el perfume de la Santa. Más allá, en la Vía Nomentana, fuera de los muros de Roma, una elegante Basílica, construida por Constantino, que guarda el casto cuerpo de la virgen, bajo un altar revestido de piedras preciosas. Alrededor de la Basílica, bajo tierra, comienzan y se extienden amplias criptas, en cuyo centro descansó Inés hasta el día de la paz, junto a muchos miles de mártires que la daban guardia de honor.

Tampoco debemos pasar por alto el gracioso homenaje que todos los años tributa a la joven virgen la Santa Iglesia Romana en el día de su fiesta. En el altar de la Basílica Nomentana son colocados dos corderos, que recuerdan a la vez la mansedumbre del Cordero divino y la dulzura de Inés. Después que los bendice el Abad de los Canónigos regulares que están al servicio de aquella Iglesia, son llevados a un monasterio de religiosas, que los crían con esmero; su lana sirve para tejer los Pallium que envía el Soberano Pontífice a todos los Patriarcas y Metropolitanos del mundo católico, como símbolo esencial de su jurisdicción. De esta manera con el ornamento de lana que estos Prelados deben llevar sobre sus hombros como imagen de la oveja del buen Pastor, y que el Papa toma de la tumba de San Pedro para enviárselo, llega hasta los confines de la Iglesia el doble sentimiento de la fortaleza del Príncipe de los Apóstoles y de la virginal dulzura de Inés.

Vamos ahora a citar las páginas admirables que dedicó San Ambrosio a Santa Inés, en su libro de las Vírgenes[1]. La mayor parte de ellas las lee la Iglesia en el Oficio de hoy; no podía aspirar la virgen de Cristo a más dulce panegirista que el gran obispo de Milán, el más elocuente y el más persuasivo de los Padres por lo que se refiere a la virginidad; pues nos dice la historia que, en las ciudades en que él predicaba, las madres encerraban a sus hijas por miedo a que renunciasen al matrimonio, inflamadas de ardiente amor a Cristo por las sugestivas palabras del prelado.

"Al ponerme a escribir un libro sobre la Virginidad, dice el gran obispo, me considero feliz comenzándole por el elogio de la virgen cuya festividad nos reúne. Celebramos la fiesta de una Virgen: tratemos de ser puros. Celebramos la fiesta de una Mártir: sacrifiquemos víctimas. Celebramos la fiesta de Santa Inés: maravíllense los hombres, no pierdan ánimo los niños, pásmense las esposas, Imiten las vírgenes. Pero ¿podríamos hablar dignamente de aquella cuyo nombre encierra ya su elogio? Fue su celo mayor que su edad, su virtud superior a su naturaleza, de manera que su nombre no parece un nombre humano, si no más bien el ánuncio de su martirio." Hace aquí alusión el santo obispo a la palabra cordero, de donde deriva el nombre de Inés. Dice luego que viene del griego agnos, que significa puro, y continúa así su discurso:

"El nombre de esta virgen es también un título de pureza: la celebraré, pues, como Mártir y como Virgen. Es suficiente alabanza la que no necesita ser rebuscada, porque existe por si misma. Retírese el rector, y cállese la elocuencia; una sola palabra, basta su nombre para alabar a Inés. Cántenla los ancianos, los jóvenes y los niños. Todos los hombres celebran a esta mártir, pues no pueden pronunciar su nombre sin alabarla.

Refiérese que tenía trece años cuando sufrió el martirio. Crueldad inaudita la de un tirano que no respeta una edad tan tierna, pero aun más maravilloso el poder de la fe, que encuentra testigos en esa edad. ¿Había lugar para heridas en un cuerpo tan pequeñito? A penas encontró la espada un sitio para herir en aquella niña; con todo eso, supo Inés vencer a la espada.

Es la edad en que la joven tiembla ante el mirar airado de su madre; un simple alfilerazo hace brotar sus lágrimas, como si fuera una herida. Inés, en cambio, intrépida entre las manos sangrientas de los verdugos, permanece inquebrantable en medio de sus pesadas cadenas; desconocedora aun de la muerte, pero dispuesta a morir, presenta todo su cuerpo a la punta de la espada de un ñero soldado. A su pesar, trasládanla a los altares: tiende su brazo a Cristo a través del fuego del sacriñcio, y hasta en medio de las sacrilegas llamas, su mano hace la señal de la cruz trofeo de su Señor victorioso. Ofrece su cuello y sus dos manos a los hierros que la presentan, pero no son a propósito para apretar miembros tan pequeños.

¡Nuevo género de martirio! No tiene la Virgen aún la edad del tormento, y ya está madura para la victoria; no está madura para el combate, y ya es capaz de corona; tiene en contra suya el prejuicio de la edad y ya es maestra en virtudes. No camina la esposa con tanta prisa hacia el lecho nupcial, como avanza esta virgen gozosa y con paso ligero, hacia el lugar de su suplicio; ataviada no con una cabellera artificiosamente dispuesta, sino con el mismo Cristo; coronada, no de flores, sino de pureza.

Todos lloran; ella es la única que no lo hace; maravíllanse de que tan fácilmente desprecie una vida que no ha gustado todavía, que la sacrifique como si la hubiera ya agotado. Todos se admiran de que sea ya testigo de la divinidad, cuando por su edad no dispone aún de sí misma. Su palabra no tendría valor en una causa humana; pero se la cree cuando da testimonio ante Dios. Efectivamente, una fortaleza que está muy por encima de la naturaleza, sólo podría venir del autor de la naturaleza.

¡Qué de amenazas empleó el juez para intimidarla! ¡cuántos halagos para ganarla! ¡Cuántos hombres la pidieron por esposa! Pero ella exclamaba: La desposada injuria al esposo, si le hace esperar. El primero que me escogió es el único que ha de poseerme. ¿Por qué tardas, verdugo? Muera este cuerpo que puede ser amado por ojos que no me agradan.

Preséntase, ora, dobla el cuello. Hubierais visto temblar al verdugo como si fuera él el condenado. Movíase su mano, y su rostro estaba pálido ante el peligro ajeno, mientras la doncella veía sin temor su propio peligro. Ved, pues, un doble martirio en una sola víctima: el martirio de la castidad y el de la religión. Inés permaneció Virgen y obtuvo el martirio."

Canta hoy la Iglesia Romana unos magníficos responsorios, en los cuales declara Inés de una manera encantadora su ingenuo amor, y la dicha que tiene de ser la prometida de Cristo. Están formados con frases sacadas de las antiguas Actas de la mártir, atribuidas durante mucho tiempo a San Ambrosio.

R. Mi esposo ha adornado mi cuello y mi mano con piedras preciosas; ha puesto en mis orejas inestimables margaritas: * Y me ha embellecido con perlas finas y deslumbrantes. — V. Ha impreso su sello en mi rostro, para que no admita a otro amante. * Y me ha embellecido...

R. Amo a Cristo, seré la Esposa de Aquel cuya Madre es Virgen, cuyo Padre le engendró de un modo espiritual, de Aquel que hizo ya resonar en mis oídos sus armoniosos acordes: * De Aquel a quien amando soy casta, a quien tocando soy pura, y poseyendo soy virgen. — V. Me dio un anillo como prenda de su amor, y me adornó con un rico collar. * De aquel a quien amando...

R. Probé la leche y la miel de sus labios: * Y su sangre colorea mis mejillas. — V . Me enseñó tesoros incomparables, cuya posesión me prometió. * Y su sangre colorea mis mejillas.

R. Su carne está ya unida a la mía por medio del manjar celestial, y su sangre colorea mis mejillas: * El es quien tiene por Madre a una Virgen y cuyo Padre le engendró de un modo espiritual. — V. Estoy unida a Aquel a quien sirven los Angeles, y cuya belleza ea admirada por el sol y la luna. * El es quien tiene...

¡Cuán dulce y fuerte es el amor de tu Esposo Jesús, oh Inés! ¡De qué manera se apodera de los corazones inocentes, para transformarlos en corazones intrépidos! ¿Qué te importaba a ti el mundo y sus goces, el suplicio y sus tormentos? ¿Qué tenías que temer de la espantosa prueba a que te sometió la crueldad del perseguidor? La hoguera, la espada no significaban nada para ti; tu amor te decía bien alto, que ninguna violencia humana sería capaz de arrebatarte el corazón de tu divino Esposo; tenías su palabra y conocías muy bien su fidelidad.

¡Oh niña, purísima en medio del cenagal de Roma, libre en medio de un pueblo esclavo! ¡qué bien se manifiestan en ti las virtudes del Emmanuel! El es Cordero, y tú eres sencilla como El; es el León de la tribu de Judá, y como El eres tú invencible. ¿Cuál es, por tanto, esa nueva raza bajada del cielo que va a poblar la tierra? ¡Oh! ¡Cuántos siglos ha de durar la vida de esa familia cristiana nacida de los Mártires y que cuenta entre sus antepasados, héroes tan valientes, vírgenes y niños al lado de pontífices y guerreros, inflamados todos de un ardor celestial y que no pretendiendo otra cosa que salir de este mundo, después de haber depositado en él la semilla de las virtudes! de esta manera ha llegado a nosotros los ejemplos de Jesucristo por la cadena de sus Mártires. De suyo eran tan frágiles como nosotros; tenían que vencer las costumbres paganas que habían viciado la sangre de la humanidad, y no obstante eso, fueron fuertes y puros.

Vuelve a nosotros tus ojos, oh Inés, y ampáranos. El amor de Cristo languidece en nuestros corazones. Tus luchas nos conmueven; hasta lloramos al oír contar tu heroísmo, pero somos débiles contra el mundo y los sentidos.

Enervados por el ansia de comodidades y por una absurda atención a eso que llamamos sensibilidad, no tenemos valor frente al deber. ¿No es verdad que la santidad no es comprendida? Causa extrañeza y escandaliza; la consideramos imprudente y exagerada. Y sin embargo de eso, oh Virgen de Cristo, ahí estás tú, con tus renuncias, con tu fervor celestial, con tu sed de padecer que te lleva a Cristo. Ruega por nosotros, pecadores; crea en nosotros el sentimiento de un amor generoso y activo. Cierto que existen almas valerosas que te siguen; pero son pocas; auméntalas con tu intercesión para que el Cordero pueda tener en el cielo un cortejo numeroso.

Te presentas a nosotros, oh Virgen inocente, en los días en que nos acercamos a la cuna del divino Niño. ¿Quién sería capaz de expresar las caricias que tú le dedicas, y las que de El recibes? Deja también que se acerquen los pecadores a ese Cordero que viene a redimirles; recomiéndales tú misma a ese Jesús que tanto amaste siempre. Condúcenos a María, la tierna y pura oveja que nos dio al Salvador. Tú que eres un fiel reflejo del suave brillo de su virginidad, alcánzanos de ella una de esas miradas suyas que hacen puros los corazones.

Ruega, oh Inés, por la Santa Iglesia, que es también la Esposa de Jesús. Ella fue la que te hizo nacer a su amor; de ella tenemos también nosotros la luz y la vida. Haz que sea cada vez más fecunda en vírgenes fieles. Ampara a Roma, donde tu sepulcro es tan glorioso. Bendice a los Prelados de la Iglesia: pide para ellos la dulzura del cordero, la solidez de la roca y el celo del buen Pastor por la oveja perdida. Ayuda, por ñn, a todos cuantos te invocan; enciéndase tu amor hacia los hombres en la hoguera que abrasa al Sagrado Corazón de Jesús.


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miércoles, 20 de enero de 2021

SAN FABIÁN PAPA Y MÁRTIR, SAN SEBASTIÁN MARTIR

 

20 de enero
SAN FABIÁN, PAPA Y MÁRTIR
Y SAN SEBASTIÁN, MÁRTIR
El Año Litúrgico - Dom Próspero Gueranguer



Los honores de este día recaen sobre dos grandes Mártires: el uno, Pontífice de la Iglesia de Roma; el otro, hijo de esta Iglesia Madre. Fabián recibió la corona del martirio el año 250 bajo la persecución de Decio; Sebastián en la de Diocieciano el año 288. Consideraremos por separado los méritos de ambos atletas de Cristo.

Imitando a sus predecesores San Clemente y San Antero, el Papa Fabián tuvo especial empeño en hacer redactar las Actas de los Mártires; pero la persecución de Diocieciano que hizo desaparecer un gran número de estos preciosos monumentos, nos privó del relato de sus sufrimientos y de su martirio. Sólo han llegado hasta nosotros algunos rasgos de su vida pastoral; pero podemos hacernos una idea de sus virtudes por el elogio que de él hace San Cipriano, llamándole varón incomparable, en una carta que escribió al Papa San Cornelio, sucesor de Fabián. El Obispo de Cartago alaba también la pureza y santidad de vida del Pontífice que supo dominar con frente serena las tempestades que agitaron a la Iglesia de su tiempo. Nos complacemos contemplando aquella cabeza digna y venerable, sobre la que se posó una paloma para señalar al sucesor de Pedro, el día en que se reunió el pueblo y el clero de Roma para la elección de Papa, después del martirio de Antero. Esta semejanza con el hecho de la manifestación de Cristo en el Jordán por medio de la divina paloma, hace todavía más sagrado el carácter de Fabián. Depositario del poder de regeneración que existe en las aguas después del bautismo de Cristo, fue celoso propagador del cristianismo, y la Iglesia de las Galias tiene que reconocer en muchos de sus principales fundadores, a los Obispos que él consagró para anunciar la fe en distintos países.

De esta manera transcurrieron, oh Fabián, los días de tu Pontificado, largos y tempestuosos. Presintiendo la futura paz que Dios reservaba a su Iglesia, no consentiste que se perdieran para los siglos venideros los grandes ejemplos de la era de los mártires, y por eso trató, tu solicitud de conservarlos. Gran parte de los tesoros por ti reunidos para nosotros, fueron pasto de las llamas; apenas si nos es dado reunir algunos detalles de tu propia vida; pero sabemos lo suficiente para alabar a Dios por haberte escogido en tan difíciles tiempos, y para celebrar hoy el triunfo glorioso logrado por tu constancia. La paloma que te señaló como elegido del cielo al posarse sobre tu cabeza, te eligió por Cristo visible de la tierra, preparándote para las solicitudes y el martirio, e indicando a toda la Iglesia que debía reconocerte y escucharte. ¡Oh Santo Pontífice, ya que en esto fuiste semejante al Emmanuel en su Epifanía, ruégale por nosotros para que se digne manifestarse más y más a nuestras almas y corazones!

* * *

Coloca Roma a la cabeza de sus glorias y después de los Apóstoles Pedro y Pablo, a dos de sus valientes mártires, Lorenzo y Sebastián, y a dos de sus más ilustres vírgenes, Cecilia e Inés. Pues bien, el tiempo de Navidad reclama una parte de esta noble corte para hacer los honores a Cristo recién nacido. Lorenzo y Cecilia aparecerán a su vez acompañando a otros misterios; el día de hoy, Sebastián, el jefe de la guardia pretoriana es llamado a prestar servicio junto al Emmanuel; mañana será admitida Inés al lado del Esposo a quien dedicó todas sus preferencias.

Imaginémonos a un joven, rompiendo todos los lazos que le ataban a Milán su patria, por el único motivo de que allí no arreciaba la persecución con tanta fiereza, mientras que en Roma la tempestad bramaba violentamente[1]. Teme por la constancia de los cristianos, y sabe que en distintas ocasiones los soldados de Cristo, cubiertos de la armadura de los soldados de César, se introdujeron en las prisiones y animaron el valor de los confesores. Es la misión que ambiciona, en espera del día en que él mismo pueda alcanzar la palma. Acude, pues, en ayuda de aquellos a quienes habían quebrantado las lágrimas de sus padres; los carceleros afrontan el martirio, cediendo al imperio de su fe y de sus milagros, y hasta un magistrado romano solicita ser instruido en una doctrina que comunica tanto poder a los hombres. Colmado de distinciones por Diocleciano y Maximiano Hércules, dispone Sebastián en Roma de una influencia tan favorable al cristianismo, que el Papa Cayo le proclama Defensor de la Iglesia

Por fin, después de haber enviado innumerables mártires al cielo, el héroe consigue también la corona, objeto de sus deseos. Cae en desgracia de Diocleciano por su valiente confesión, pero prefiere la gracia del Emperador celestial a quien únicamente servía bajo el casco y la clámide. Entréganle a los arqueros de Mauritania, quienes le despojan, encadenan y traspasan con sus flechas. Y aunque le devuelven a la vida los piadosos cuidados de Irene, es sólo para expirar bajo los golpes, en un hipódromo contiguo al palacio de los Césares.

Así son los soldados de nuestro Rey recién nacido; pero, ¡con qué esplendidez son por El recompensados! La Roma cristiana, capital de la Iglesia, se levanta sobre siete Basílicas principales, como la antigua Roma sobre siete colinas: uno de estos siete santuarios se honra con el nombre y la tumba de Sebastián. La Basílica de Sebastián se asienta en la soledad, fuera de las murallas de la ciudad, sobre la Vía Apia; guarda también el cuerpo de San Fabián, pero el honor principal de este templo es para el soldado que quiso ser enterrado en este lugar, como fiel guardián de los cuerpos de los Santos Apóstoles, junto al pozo donde fueron ocultados durante muchos años para sustraerlos a las pesquisas de los perseguidores. Como recompensa al celo de San Sebastián por la salvación de las almas que con tanto cuidado trató de preservar del virus del paganismo, Dios le concedió ser abogado del pueblo cristiano contra el azote de la peste. Este poder del santo Mártir se experimentó en Roma desde el año 680, en el Pontificado de San Agatón [2].

Oh valeroso soldado del Emmanuel, ahora descansas a sus plantas. Mira desde lo alto del cielo a la cristiandad que celebra tus triunfos. En este período del año apareces como fiel guardián de la cuna del Niño divino; el cargo que ejercías en la corte de los príncipes de la tierra lo desempeñas ahora en el palacio del Rey de reyes. Dígnate elevar hasta allí y presentar nuestros votos y oraciones.

¡Con cuánto agrado acogerá el Emmanuel tus peticiones, pues con tanto fervor le amaste! En tu ardor por derramar tu sangre en su servicio, no te bastó una palestra ordinaria; necesitabas ir a Roma, aquella Babilonia ebria de la sangre de los Mártires, como diría San Juan. Y no es que quisieras solamente subir rápido al cielo; tu celo por tus hermanos te tenía preocupado por su constancia. Complacíaste penetrando en las mazmorras, donde entraban todos destrozados por los tormentos, y allí acudías a animar su generosidad vacilante. Diríase que tenías orden de formar la milicia del Rey celestial, y que no debías entrar en el cielo si no en compañía de los guerreros escogidos por ti para la guardia de su persona. Por fin ha llegado el momento de pensar en tu propia corona; ha sonado la hora de la confesión. Pero, para un atleta como tú, oh Sebastián, no basta un solo martirio. En vano han gastado sus flechas los arqueros en tus miembros; la vida no se va de tu cuerpo; la víctima queda dispuesta para el segundo sacrificio. Así eran los cristianos de los primeros tiempos, y nosotros somos hijos suyos. Atiende, pues, oh guerrero del Señor, a la extremada flaqueza de nuestros corazones, donde languidece el amor de Cristo; ten piedad de tus últimos descendientes. Todo nos asusta, todo nos abate, y con mucha frecuencia somos enemigos de la cruz, aun sin darnos cuenta. No debemos echar en olvido, que no podremos habitar al lado de los Mártires si nuestros corazones no son generosos como los suyos. Somos cobardes en la lucha con el mundo y sus vanidades, con las inclinaciones de nuestro corazón, y el instinto de los sentidos, y después que hacemos con Dios una paz fácil, sellada con la garantía de su amor creemos que ya no tenemos otra cosa que hacer, sino caminar suavemente hacia el cielo, sin pruebas y sacrificios voluntarios. ¡Oh Sebastián, líbranos de semejantes ilusiones! despiértanos de nuestro letargo; y para lograrlo aviva el amor que duerme en nuestros corazones.

Protégenos contra la peste del mal ejemplo y contra el influjo de las ideas mundanas que se deslizan bajo la falsa apariencia de cristianismo. Haznos celosos de nuestra santificación. Cautos contra nuestras malas inclinaciones, apóstoles de nuestros hermanos, amigos de la cruz, y despegados de nuestro propio cuerpo. En virtud de las flechas que atravesaron tus miembros, aleja de nosotros los dardos que nos lanza el enemigo en la oscuridad.

Ármanos, oh soldado de Cristo, con la armadura que nos describe el gran Apóstol en su Epístola a los Efesios (VI, 13-17); coloca sobre nuestro pecho la coraza de la justicia, que le protegerá contra el pecado; cubre nuestra cabeza con el casco de la salud, es decir, con la esperanza de los bienes futuros, esperanza que dista igualmente de la desconfianza y de la presunción; pon en nuestro brazo el escudo de la fe, duro como el diamante, contra el que vengan a chocar las tentaciones del enemigo, cuando trate de invadir nuestro espíritu para seducir nuestro corazón; pon, finalmente, en nuestra mano la espada de la palabra divina, con la que venceremos todos los errores y cortaremos todos los vicios; porque el cielo y la tierra pasan, pero la Palabra de Dios queda como regla y esperanza nuestra.

Defensor de la Iglesia, llamado así por boca de un santo Papa mártir, levanta también ahora tu espada para defenderla. Derriba a sus enemigos, descubre sus pérfidos planes; dános la paz que tan raras veces disfruta la Iglesia, y que le sirve para prepararse a nuevos combates. Bendice a las armas cristianas cuando tengan que entrar en lucha contra enemigos externos. Ampara a Roma que venera tu sepulcro; salva a Francia que durante mucho tiempo se glorió de poseer una parte de tus sagrados restos. Aleja de nosotros el azote de la peste y las enfermedades contagiosas; escucha la voz de los que, todos los años, te solicitan la conservación de los animales que el Señor dio al hombre para que le ayuden en sus trabajos. Finalmente, asegúranos por tus oraciones, el descanso de la vida presente, pero sobre todo, los bienes eternos.

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martes, 19 de enero de 2021

SAN CANUTO, REY Y MÁRTIR

 

19 de enero
SAN CANUTO, REY Y MÁRTIR
El Año Litúrgico - Dom Próspero Gueranguer



Como hemos dicho ya, a los Reyes Magos siguieron en la cueva del Señor otros santos Reyes cristianos; es, pues justo que aparezcan en este tiempo dedicado al misterio de su Nacimiento. Entre los muchos que dio a la Iglesia y a la sociedad europea el siglo XI, tan fecundo en toda clase de maravillas de la religión católica, Canuto IV en el trono de Dinamarca se destaca sobre los demás, por la aureola del martirio [1]. Apóstol fervoroso de la religión cristiana, legislador prudente, intrépido guerrero, piadoso y caritativo, tuvo todas las virtudes que deben adornar a un príncipe cristiano. El pretexto que le ocasionó la muerte violenta, fue su celo por la Iglesia, cuyos derechos se confundían entonces con los del pueblo; murió en una revuelta, con el sublime carácter de víctima sacrificada en aras de su nación. Su tributo al nuevo Rey nacido fue el tributo de la sangre, trocando la corona pasajera por la otra con que adorna la Iglesia la frente de sus mártires, y que jamás se marchita. La historia de Dinamarca en el siglo XI no es muy conocida de la mayoría de los habitantes de la tierra, pero en cambio el honor que tuvo este país dando un Rey mártir, es conocido en toda la Iglesia, y la Iglesia abarca al mundo entero. Uno de los mayores espectáculos que se observan debajo de la capa del cielo, es sin duda este poder que tiene la Esposa de Jesucristo para honrar el nombre y los méritos de los siervos y amigos de Dios; pues los nombres que proclama llegan a hacerse inmortales entre los hombres, bien hayan sido llevados por reyes, bien servido para distinguir a los últimos de sus hijos.

El Sol de justicia había aparecido ya sobre tu tierra, oh santo Rey, y tu más completa dicha consistía en verlo brillar sobre tu pueblo. Como los Magos de Oriente, te complacías en poner tu corona a los pies del Emmanuel, y un día llegaste hasta ofrecer tu propia vida en su servicio y en aras de la Iglesia. Pero tu pueblo no era digno de ti; derramó tu sangre como el ingrato Israel derramará la sangre del Justo que nos ha nacido y cuya tierna infancia honramos estos días. Ofrece una vez más por el reino que ennobleciste, aquella muerte violenta que sufriste por tu pueblo, aplicándola por sus pecados. Hace tiempo que Dinamarca olvidó la fe verdadera; ruega para que la recobre cuanto antes. Alcanza para los príncipes que gobiernan los Estados cristianos, la fidelidad a sus deberes, el celo por la justicia, y el respeto por la libertad de la Iglesia. Pide también al divino Niño para nosotros, el celo que tuviste por su gloria; y si no podemos poner como tú una corona a sus pies, ayúdanos a dejarle nuestros corazones.

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sábado, 16 de enero de 2021

SAN MARCELO PAPA Y MÁRTIR

 

16 de enero
SAN MARCELO, PAPA Y MÁRTIR
El Año Litúrgico - Dom Próspero Gueranguer



Gobernó San Marcelo la Iglesia en vísperas de los días en que iba a hacerse la paz. Unos meses más y caía Majencio, derribado por Constantino, y la cruz triunfadora brillaba en lo más alto del Labarum de las legiones. Quedaba ya poco tiempo para los mártires; pero Marcelo será uno de ellos, y merecerá ser asociado a Esteban, y llevar como él la palma junto a la cuna del divino Infante. Sabrá mantener firme la soberanía del supremo Pontificado frente al tirano, en medio de aquella Roma que ha de ver pronto traspasada su corte a Bizancio, para dar lugar a Cristo en la persona de su Vicario. Han transcurrido tres siglos desde el día en que el emperador Augusto ordenó el empadronamiento universal que condujo a María a Belén, donde dió a luz un humilde niño; hoy, el imperio de ese niño ha sobrepasado las fronteras del imperio -de los Césares, y su triunfo está ya próximo. Después de Marcelo vendrá Eusebio; después de Eusebio Melquíades, quién verá ya el fin de las persecuciones[1].

¡Oh Marcelo, tu triunfo fué como el del Niño de Belén, debido a tus humillaciones! Acuérdate de tu querida Iglesia; bendice a esa Roma que visita con tanto cariño el lugar de tus combates. Bendice a todos los fieles cristianos que en estos días solicitan les alcances la gracia de ser admitidos a formar parte de la corte del nuevo Rey. Pide para ellos la obediencia a tus ejemplos, la victoria sobre su orgullo, el amor de la cruz, y el valor para permanecer fieles en medio de toda clase de pruebas.


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DE LA PRESUNCIÓN Y EL OPTIMISMO HISTÓRICO FALSAMENTE CATÓLICOS

  Cuando ocurre una manifestación sobrenatural que produce una revelación privada -y estamos hablando de aprobación sobrenatural por la Igle...