jueves, 27 de agosto de 2020

NOTICIAS DE UN LICÁNTROPO (Abril de 2017)


"Queda algún diario de los vecinos de los suburbios de Charleston, sobre la biografía perdida que había escrito un pariente cercano, de Jim Wolf, aquel aciago estudiante de biología que fue licántropo. Para contrarrestar esa infeliz condición, Wolf se dedicó a hacer obras de bien: fue filántropo. En el ocaso de su dura y corta existencia, dado el miedo, desconfianza o rechazo que suscitaba su persona, empezó a manifestarse en el la tendencia a la soledad: fue misántropo.
Se dice que quedan algunos daguerrotipos de Wolf en estado de su inclemente metamorfosis. Algunos de sus deudos que se dice que los confeccionaron aseguran que se asemejaba a una chinche.
Muchos que podrían ser testigos de esta historia han evadido hablar de ella."






EL LOBIZÓN DE ITA CORA

 EL LOBIZÓN DE ITA CORA

Cuando éramos chicos, después de ver una película del hombre lobo con Lon Chaney, allá por los finales de los sesenta, mi amigo escolar, Díaz, que había venido de los montes de Corrientes con su familia y se había instalado en unos sórdidos conventillos allá en Villa Maipú, partido de San Martín, Provincia de Buenos Aires, me reveló con desusada gravedad que el lobizón existe.

Que hacía varias décadas, bastante al norte de Mercedes en un pueblo en medio del monte, había cundido mucho miedo porque un lobizón había matado varios animales y a un hombre que había ido a cazar al monte.

Y en las noches de luna llena se escuchaban aterradores y lúgubres aullidos que ponían los pelos de punta a todo el pobre pueblo aquel; de manera que nadie quería salir de sus casas por nada del mundo hasta el otro día.

Pero una tarde en que subía la luna llena se escucharon los lóbregos aullidos y luego los gritos de una chica del pueblo que se llamaba Berta, que había salido a buscar un poco de leña.

Cundió la alarma y el terror, pero también la indignación. Tal es así que se movilizaron hombres valientes armados con unos pocos rifles, revólveres, palos con punta y armas blancas y vino una dotación de soldados de Mercedes a tratar de dar cuenta del monstruo.

Después de larga y tensa recorrida por el monte, a eso de las tres de la mañana, dieron con el lobizón en un amplio claro, iluminado por la luz de la luna; en el centro del cual había un tala sobre el que había caído un rayo, y solo quedaba el tronco quemado y unas pocas ramas; el claro había sido rodeado silenciosa y eficazmente por los soldados, bastante atrás venían los pueblerinos; el desdichado monstruo estaba ebrio de sangre, comiéndose el cadáver de Berta, muy mutilado, al pie del tronco del tala.

El lobizón, sorprendido, se irguió desafiante con la boca chorreando sangre y los ojos de un rojo preternatural. Era un hombre lobo, de pelaje oscuro e hirsuto, largas patas traseras y caninos inverosímiles que podía adoptar a veces una posición enhiesta.

Aquellos sesenta y pico de soldados soltaron sobre él una balacera interminable que paralizó al licántropo, y tras ellos, un diácono de una Parroquia de Mercedes, decidido y audaz, se acercó unos diez metros delante de los soldados, los cuales le dieron lugar suspendiendo sus disparos, y descerrajó certeramente sobre él un tiro de carabina con bala de plata bendecida por Obispo, dando en la frente del monstruo; el cual levantó su cabeza hacia el cielo y con un aullido tan horroroso que pareció emerger del mismo averno, cayó al suelo en estertores agónicos.

Sobre él fueron clavados palos y estacas de madera bendecidas y cuchillos de plata también bendecidos en su pecho.

Finalmente fue atado al tronco del tala quemado, maldecido, bendecido y rociado con agua bendita. Se hicieron preces y jaculatorias y letanías.
Los soldados y los hombres del pueblo decidieron dejarlo allí hasta la mañana y volvieron al pueblo. No acordándose Díaz el motivo de esta particular decisión.

Cuando volvieron a la mañana, sobre el tronco del tala, encontraron el cuerpo desnudo, ensangrentado y casi destrozado por balas, palos y puñales, de un hombre joven, de pelo negro y algo largo; barba crecida; un mechón de pelo sangriento le tapaba la mitad de la cara; que conservaba aún cierta nobleza. Sus manos estaban atadas tras su espalda, tras el tronco, y su cabeza pendía, patética con la boca entreabierta y los ojos ahora si cerrados.

Había sido liberado de su cruel y trágico sino.


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