viernes, 31 de enero de 2020

SAN JUAN BOSCO, CONFESOR

Fiesta de San Juan Bosco - 31 de enero

ENERO 31, 2020
ORIGEN: FSSPX.NEWS
En la fiesta de Pascua, el domingo 1 de abril de 1934, el Papa Pío XI canonizó solemnemente a Don Bosco en presencia de una multitud inmensa.
Nacido el 16 de agosto de 1815 en la aldea de Becchi, en Piamonte, Juan Bosco ejerció rápidamente una gran influencia sobre los niños, gracias a sus virtudes y a su celo por los jóvenes pobres y sin rumbo. Comenzó su formación en el presbiterio de Castelnuovo y, posteriormente, en el seminario de Chieri. Fue ordenado sacerdote en 1841. Habiéndose establecido en Turín, se consagró a los niños pobres y abandonados de los barrios de la clase trabajadora. A pesar de las fuertes oposiciones y de obstáculos humanamente insuperables, llevó a cabo una obra colosal manifiestamente deseada por la voluntad de Dios.
Ayudado por su madre, Margarita Occhiena Bosco, fundó, en un lugar llamado Valdocco, un refugio para albergar a los más necesitados. Al poco tiempo, se inauguraron las clases nocturnas, las capacitaciones, una escuela y oratorios. En 1854, fundó la Congregación de los Salesianos, y en 1872 la de las Hijas de María Auxiliadora. En 1876, creó la Unión Piadosa de Cooperadores Salesianos, que le permitió brillar en los países de misión. Su celo por las almas y la propagación de la fe se extendió al mundo entero.
Padre de una multitud y maestro espiritual, dotado de una sabiduría profunda y de una prudencia sobrenatural, resplandecía gracias a su corazón, que el Papa Pío XI describió como "un corazón de oro verdaderamente maternal, y que era todo ternura para con los más pobres y los más pequeños entre los pobres."
A ejemplo de San Francisco de Sales, de quien tomó el nombre para su congregación, predicaba continuamente la alegría, la amabilidad, la dulzura y la humildad, siendo, al mismo tiempo, intrépido en sus métodos educativos.
Habiendo superado infinidad de obstáculos y dificultades, este infatigable apóstol y celoso defensor del Pontífice romano, murió el 31 de enero de 1888, a la edad de 72 años.

jueves, 30 de enero de 2020

SANTA MARTINA, VIRGEN Y MARTIR


Una tercera Virgen romana, con la frente ceñida por la corona del martirio viene hoy a compartir los honores con Inés y Emerenciana. Es Martina, cuyo nombre recuerda al dios pagano que presidía los combates. Su cuerpo descansa al pie del monte Capitolino, en un antiguo templo de Marte, convertido hoy en la Iglesia de Santa Martina. El deseo de hacerse digna del divino Esposo elegido por su corazón, la hizo fuerte contra los tormentos y la muerte, de suerte que pudo lavar su blanca vestidura con su propia sangre. El Emmanuel es Dios fuerte, poderoso en los combates (Salmo XXIII, 8): no necesita hierro para vencer, como el falso dios Marte. Le basta la suavidad, la paciencia, la inocencia de una virgen para derrotar a sus enemigos; y así, venció Martina con un triunfo mucho más duradero que los de los mayores capitanes de Roma.
Vida — No conocemos ningún documento antiguo que nos acredite la existencia de Santa Martina. Sólo en el siglo VII la hallamos mencionada; en esa época encontramos establecido su culto en una basílica del Foro. Sus Actas, completamente legendarias, dicen que fue martirizada en tiempo del emperador Alejandro, en 226, después de ser azotada con varas. Represéntasela de ordinario con los instrumentos de su suplicio: tenazas y espada.
Oh valerosa Virgen, la Roma cristiana continúa poniendo en tus manos el cuidado de su defensa; si tú la amparas, tendrá confianza y descansará tranquila. Atiende sus plegarias, y arroja muy lejos de la santa ciudad a los enemigos que la oprimen. Mas, acuérdate que no tiene sólo que temer a los batallones que lanzan fuego y destruyen muros; también en tiempo de paz se dirigen continuos y siniestros ataques contra su libertad.
Desbarata, oh Martina, esos pérfidos planes, y no te olvides de que fuiste hija de la Iglesia romana, antes de ser su protectora.
Pide para nosotros al divino Cordero la fortaleza necesaria para arrojar de nuestro corazón a los falsos dioses, a quienes a veces estamos tentados de ofrecer sacrificios. Ayúdanos con tu poderoso brazo, en los ataques que tenemos que sostener contra los enemigos de nuestra salvación. Fuiste capaz de destruir la idolatría en el seno de la Roma pagana; no lo has de ser menos contra este mundo que trata de invadirnos. Como premio a tus victorias, brillas ya junto a la cuna de nuestro Redentor; también a nosotros nos acogerá el Dios fuerte, si, como tú, sabemos luchar y vencer. El vino para someter a nuestros enemigos; pero exige de nosotros que tomemos parte en la lucha. Haznos fuertes, oh Martina, para que no retrocedamos nunca, y haz también que nuestra confianza en Dios vaya siempre acompañada de la desconfianza de nosotros mismos.

miércoles, 29 de enero de 2020

SAN FRANCISCO DE SALES, OBISPO, CONFESOR Y DOCTOR DE LA IGLESIA

29 de enero
SAN FRANCISCO DE SALES,
OBISPO, DOCTOR Y CONFESOR
P. Juan Croisset, S.J.


San Francisco de Sales, celebérrimo por su piedad y por su celo, apóstol de estos últimos tiempos, uno de los más bellos ornamentos de la dignidad episcopal, nació en el castillo y casa solariega de Sales, del ducado de Saboya y diócesis de Ginebra, el 21 de Agosto de 1567. Fueron sus padres Francisco, señor de Sales, de una de las casas más antiguas y nobles de Saboya, y Francisca de Sionas, de la ilustre casa de Charansonet.
Su virtuosa madre le consagró á Dios antes de que naciera, y nació á los siete meses de ser concebido, por lo que se crió de niño con gran cuidado. Apenas pronunció palabras, dijo éstas: Dios y mi madre me quieren mucho. Las buenas disposiciones de su espíritu hicieron eficaces la piadosa educación que recibió de sus padres. Y así, desde sus más tiernos años dio muestra de gran piedad y modestia, y de caridad excelente con los pobres, hasta el punto de que, según el P. La Riviére, uno de sus panegiristas, se asemejaba á un ángel.
Sus padres le encomendaron al cuidado de un sacerdote ilustrado y virtuoso, llamado Juan de Aage; é hizo Francisco los primeros estudios en el colegio de la Boche, pasando después á continuarlos en el de Annecy; y tal impresión causaban las virtudes del joven Francisco entre sus condiscípulos que, al verle llegar adonde ellos estaban, suspendían sus juegos y decían con respeto: Seamos juiciosos, que viene el Santo. Si alguno, en momento de cólera, decía alguna palabra fea, Francisco le rogaba con dulzura que se moderara en el lenguaje, y conseguía con esto la enmienda. Su caridad era tan grande, que un primo suyo cometió un día una falta por la que debía ser azotado, y Francisco se ofreció en su lugar para sufrir el castigo.
A los diez años, después de haber hecho la primera Comunión en la iglesia de los dominicos de Annecy, fue enviado á París para proseguir sus estudios. La ciencia, ó mejor, la sabiduría de Francisco de Sales, fue el resultado del asiduo estudio de buenos libros en que casi toda su vida se ejercitó su talento fecundo, claro y feliz. En París estudió las humanidades y la filosofía con los padres jesuitas; y la teología, parte con estos Padres y parte en la Universidad de la Sorbona,   entonces muy floreciente, teniendo por maestros al sabio P. Maldonado en teología, y al célebre Genebrardo en griego y hebreo, á cuyo estudio se dedicó principalmente  para poder   comprender bien las Sagradas Escrituras,   que eran su lectura ordinaria y su mejor delicia humana. Para librarse de los peligros de malas compañías, no salía de casa como no fuese para la iglesia ó para la universidad.
Aunque adelantaba mucho en las letras sagradas y humanas, eran mayores los progresos que hacía en todas las virtudes, siendo de notar su ardiente devoción á la Santísima Virgen, ante cuya imagen pasaba horas enteras en oración. Comulgaba cada ocho días; tres en la semana traía cilicio, y, queriendo consagrarse á más perfectamente, hizo voto de perpetua castidad delante de una imagen de la Santísima Virgen en la iglesia de San Esteban de los griegos, que se halla hoy en la capilla de las Hermanas de Santo Tomás de Villanueva, en la calle de Sevres, con la advocación de Nuestra Señora del Buen Socorro.
No podía sufrir el enemigo común tanta inocencia y tanto fervor en un joven de tan tierna edad, y le acometió con una tentación, que era la más capaz de trastornarle. Sugirióle con la mayor viveza que en vano se fatigaba, puesto que era del número de los réprobos; y que así, por mucho que hiciese, infaliblemente se condenaría. El espanto y la turbación que esto le causó le llenó de melancolía tan profunda, que poco á poco le iba consumiendo; hasta que, fijando un día los ojos en una imagen de la Santísima Virgen, le dijo con extraordinario fervor y ternura: «Señora y Madre mía, si es tanta mi desdicha que he de ser condenado, y he de estar en la desgracia de mi Dios después de mi muerte, á lo menos quiero tener el consuelo de amarle con todo mi corazón por todos los días de mi vida». Esta oración tan devota y tan ajena de los sentimientos que suele tener un alma réproba, disipó las nubes, confundió al demonio y restituyó la tranquilidad á su corazón.
Habiendo acabado sus estudios en París, pasó de orden de sus pa­dres á la ciudad de Padua á estudiar en aquella célebre Universidad la jurisprudencia, bajo el magisterio del famoso Pacirola. Escogió luego por director de su conciencia al P. Antonio Possevino; y conociendo este insigne jesuita en aquel joven un corazón según el de Dios, se aplicó con el mayor empeño á disponerle y habilitarle para las grandes empresas á que concibió tenía Dios destinada aquella alma verdaderamente grande.
Este virtuoso padre, además de guiarle por el camino de la perfección cristiana le explicó la Summa de Santo Tomás y las Controversias del cardenal Belarmino. Buscaba Francisco siempre lo mejor, lo más puro y perfecto, así en amigos como en libros y maestros, y, aun peregrinando y de viaje, nunca abandonaba la Biblia, la Moral de Reginaldo y la Suma de Santo Tomás.
Envidiosos los demás condiscípulos suyos de la universal estima­ción que se había adquirido Francisco por su singular virtud, armaron á su pureza un terrible lazo. Con pretexto que fingieron de visitar á una pobre indigente, le llevaron á presencia de una mujer impúdica, que á los principios se fingió muy virtuosa y muy devota, y le dejaron solo con ella. Lidió algún tiempo contra sus artificios y contra su desenvoltura, y fue tan violento el combate, que al fin no tuvo otro medio para salir del peligro que tirarle á la cara un tizón que encontró á mano y tomar la escalera con precipitada fuga.
Tomó precauciones contra semejantes peligros, y, reflexionando que la rebelión de la carne es el medio de que se valen los enemigos exteriores, redujo su cuerpo á tal grado de debilidad, y fueron tantas sus austeridades, que, junto con el estudio incesante, le acarrearon poco después una grave enfermedad que puso en grave riesgo su vida, llegando á disponer que su cuerpo, en siendo cadáver, se entregase á los alumnos de la clase de Anatomía con el fin de que, ya que durante su vida de nada útil había servido, sirviera de algo, después de muerto, á sus semejantes. Dios no permitió que se cumplieran los pronósticos de los médicos, y, restablecido de aquella enfermedad, prosiguió sus estudios, tomando la borla de doctor en aquella Universidad. Al salir de Padua para volverse á su casa, le aconsejó su director espiritual el P. Possevino que no se afanase tanto en aprender el derecho romano como en hacerse buen teólogo para gobernar una diócesis, pues tenía el presentimiento que había de ser obispo de Ginebra. Pasó por Roma, donde visitó el sepulcro de los Santos Apóstoles. De Roma fue á Loreto, donde veneró la Santa Casa de la Virgen; allí renovó el voto de castidad que había hecho en París, y sintió deseo de abrazar el estado eclesiástico. En Ancona quiso tomar pasaje en un barco para su patria; pero la Divina Providencia hizo que no se le admitiese para que no pereciera, porque, casi sin salir del puerto, aquel barco se fue á fondo con todos los pasajeros y tripulantes.
Después de descansar Francisco en su casa de Sales, adonde llegó con felicidad, su padre, al ver en su hijo un joven tan completo, formó dos proyectos para colocarle con brillo en el siglo. Le envió á Chambery para que se inscribiese como abogado en el Senado de aquella ciudad. Obedeció Francisco, y, en el camino, el caballo que montaba, y que iba al paso, resbaló y cayó tres veces, haciendo en cada una que la espada de Francisco saliera de su vaina, formando con ésta una cruz. Tomó éste aquel prodigio como manifestación de Dios, que le quería para Sí, y resolvió cumplir el deseo que le venía el Señor inspirando de ser sacerdote. Pero aun había que vencer otra dificultad. Su padre acariciaba el proyecto de casarle con la hija del señor de Vegy, rica y virtuosa.
De todos los obstáculos supo triunfar Francisco, confiado en Dios y en la Santísima Virgen. Manifestó á su padre el voto de castidad que había hecho y su evidente vocación al sacerdocio. Se conformó su padre, y en seguida se preparó Francisco á recibir con fervor las sagradas Ordenes, redoblando sus mortificaciones y penitencias; y el acto de su ordenación sacerdotal, que fue conmovedor, se verificó en Annecy el 18 de Diciembre de 1593.
Era obispo de aquella iglesia Claudio Granier, que amaba tiernamente á Francisco, y le miraba ya como á su sucesor. Mandóle que predicase; y lo hizo con tanta eficacia, que logró por fruto de su primer sermón trescientas conversiones grandes y ruidosas. No es ponderable el gusto con que le oían, ni el fervor y la eficacia con que predicaba. No había obstinación tan empedernida que pudiese resistir á su devoción en el altar, ni á su elocuencia en el pulpito. Andaba sin cesar de aldea en aldea y de choza en choza, instruyendo á innumerables pobres rústicos que vivían en el Cristianismo casi sin conocerle; y sus primeras excursiones apostólicas ganaron tantas almas para Jesucristo, que así el obispo de Genova como el duque de Saboya le hicieron misionero del Chablais, dominada por el protestantismo, no dudando que había de ser su apóstol.
Luego que Francisco recibió su misión, marchó á buscar al enemigo, sin más compañero que su pariente Luis de Sales, canónigo de Ginebra, y, sin acobardarle trabajos ni peligros, fue á atacar á la herejía calvinista en sus mismas trincheras. A vista de las iglesias arruinadas, de los monasterios asolados y de las cruces echadas por tierra, se llenó de dolor y se dobló el aliento de su celo. Lleno de aquella santa intrepidez y de aquella confianza, que hacen el carácter de los héroes cristianos, entró por Thonon, capital de la provincia, despreciando generosamente las befas, las irrisiones y los insultos de los protestantes. La paciencia, la modestia y la dulzura fueron las únicas armas de que se valió para resistir á los escarnios y á la malignidad de aquel furioso pueblo. Con esta moderación, y con los ejemplos de su vivísima virtud, se fueron domesticando aquellos ánimos feroces y aquellos corazones apostatas: habla, convence, mueve; óyenle, y se convierten. Se agita toda la secta protestante, y resuelven los ministros deshacerse de él. Avisado Francisco de sus intentos, no por eso se acobardó; antes bien se mostró mucho más celoso, y con sola su presencia desarmó á los asesinos que iban á matarle. Cerráronle las posadas, y se fue á dormir al campo. A las violencias sucedieron las calumnias: divulgaron de él que era mago, hechicero y brujo; adelantando que le habían visto en las juntas nocturnas que se dice celebran éstos en el sábado, danzando alrededor del demonio; pero nuestro Santo desarmó á todo el Infierno con su confianza en Dios y con su paciencia.
Teniendo noticia el varón de Hermence de las conspiraciones que se fraguaban contra su vida, quiso darle una escolta para su defensa; pero Francisco no la admitió, diciendo que había entrado en el Chablais como misionero, y como tal se había de mantener en él. A sus elocuentes predicaciones unía una caridad sin límites. Atravesó por un estrecho pontón todo cubierto de hielo, por ir á socorrer á unos pobres paisanos recién convertidos, que estaban de la otra parte de un arroyo bastante profundo, con grande admiración de todos, que se vieron obligados á confesar que sólo pudo atravesar Francisco sin sucumbir por especial milagro de Dios. Ningún peligro le detiene, ningún riesgo le acobarda; todos los arrostra por la salvación de aquel obstinado pueblo: de esta manera fueron excesivos sus trabajos, pero también fueron inmensas sus conquistas. Volvieron á entrar en el seno de la Iglesia los bailiajes de Ger, de Ternier y de Gaillard; todo el Chablais se convirtió, porque no había resistencia ni á la fuerza de sus discursos, ni á la virtud de sus ejemplos; y, por un milagro evidente, aquel cordero rodeado de lobos, en manifiesto peligro de ser despedazado por ellos, con su prudencia, con su mansedumbre y con su piedad convirtió á los mismos lobos en corderos. Siete católicos había en Thonon cuando llegó Francisco de Sales, y á los tres años de predicación pasaban de seis mil los convertidos en dicha ciudad, y de sesenta y dos mil en el resto de la comarca.
Tuvo varias controversias; ocho ó diez veces ofreció disputar ó conferenciar con los ministros sobre los puntos contestados; pero estuvieron tan lejos de aceptar la conferencia, que buscaron nuevos asesinos para quitarle la vida.
Extendióse por todas las cortes la fama de estas maravillas. El papa Clemente VIII le escribió un Breve laudatorio, en el que, después de haberse congratulado con él por los felices sucesos que lograba, le daba orden que pasase á Ginebra á disputar con Teodoro Beza, que recibió al apóstol Francisco con grandes muestras de atención; le oyó, con gusto al parecer, se confesó convencido, hasta derramar lágrimas; pero no se convirtió, porque dilató demasiado el convertirse, y, después de haber dado á nuestro Santo las más bellas palabras, al cabo murió apóstata en Ginebra.
Ciertamente, apenas se puede comprender cómo un hombre solo, y en tan poco tiempo, pudo hacer tantas maravillas y no rendirse al peso de tantos trabajos. Predicaba muchas veces al día, daba instrucciones particulares, tenía conferencias públicas, visitaba á los enfermos; buscaba á la gente más pobre y más desamparada en sus cabañas y en sus chozas; oía confesiones hasta muy entrada la noche; administraba los Sacramentos á los moribundos; asistía á los entierros. En fin, á ningún oficio perdonaba su cuidado, á todo se extendía su celo, y medía su caridad con las necesidades y no con la calidad de las personas, haciéndose todo á todos para ganarlos á todos.
Para asegurar el triunfo obtenido en el Chablais, fundó en Thonon una especie de universidad, con el título de la Santa Casa, destinada á la enseñanza de diferentes oficios manuales, y aun de las ciencias, juntamente con una sólida instrucción moral y religiosa.
La conversión de este país calvinista fue acompañada de milagros, uno de los cuales fue el siguiente: Una mujer calvinista, convencida, por los sermones de Francisco, del error en que estaba, difería su conversión y dejó que muriera sin el bautismo un hijo suyo. Al llevarle al cementerio, vio á nuestro Santo: se arrojó á sus pies la infeliz mujer, con el cadáver de su hijo en brazos, y exclamó entre sollozos: «¡Devolvedme mi hijo, Padre mío, siquiera el tiempo suficiente para ser bautizado! » Enternecido Francisco, se puso también de rodillas y pidió al Señor que despachase favorablemente la súplica de aquella madre. Oraba todavía el Santo, y el niño abrió los ojos y dio suspiros. Volvió á la vida, fue bautizado y vivió aún dos días más, con gran admiración de todos, sobre todo del médico qué certificó de la muerte del niño.
La santa empresa que en tres años llevó Francisco de Sales á feliz término, habiéndose tenido durante medio siglo por punto menos que imposible, extendió la fama de este santo apóstol por todas partes. Entre los que más le admiraban era el cardenal de Perron, que, hablando de Francisco, decía que, si no le pidiesen más que convencer á los hugonotes, no tendría inconveniente en hacerlo; mas, para convertirlos, sería necesario enviar á Francisco de Sales.
No es, pues, de extrañar que el obispo de Ginebra le eligiera para su coadjutor, no sin tener que vencer la resistencia de la humildad de Francisco. Para ser preconizado y dar cuenta al Papa de los resultados de su misión en el Chablais, fue á Roma, donde fue recibido con grande cariño por Clemente VIII, ante quien sufrió un examen teológico tan brillante, que el Papa declaró que ninguno de los examinados hasta entonces le había satisfecho por completo como Francisco de Sales. Le abrazó y le dijo después estas palabras de los Proverbios (cap. V, versículos 15 y 16): Bebe, hijo mío, de las aguas de tu cisterna y de la fuente de tu pozo. Haz que la abundancia de tus aguas se derrame por todas las plazas públicas, para que todos puedan beber y saciar su sed. Fue preconizado en 1599 obispo de Nicópolis in partibus infidelium, y auxiliar ó coadjutor del de Ginebra.
Apenas volvió Francisco á Saboya, cuando los negocios de la religión le precisaron á pasar á París. Allí fue recibido de Enrique IV y de toda la corte con respeto y veneración. La estimación y la confianza con que el rey le trató, y los públicos testimonios que dio de ella, fueron ocasión de que le levantasen una calumnia. Pretendieron hacerle sospechoso con el rey; pero presto se justificó plenamente, y la malignidad de los envidiosos sólo sirvió para que creciese el amor y el concepto que ya tenía aquel monarca de Francisco de Sales. Ofrecióle el rey beneficios y pensiones; llegó á brindarle con el obispado de París, pero todo lo agradeció cortesanamente y todo lo renunció con noble desinterés. Esta generosa prenda, su piedad, su dulzura y sus gratísimos modales encantaron á toda la corte. Predicó delante de ella; pero ¡con qué felicidad, con qué éxito! Las maravillosas conversiones que logró fueron fruto de los asombrosos ejemplos que dio en todo. Consiguió decreto del rey para que se volviese á establecer la religión católica en el bailiaje de Ger, cuya solicitud había sido el principal motivo de su viaje á la corte.
Durante su viaje de regreso á Ginebra recibió la noticia de la defunción de Claudio Granier, obispo de aquella diócesis. Como estaba ya designado Francisco para sucederle desde que fue preconizado obispo auxiliar, se preparó luego para tomar sobre sus hombros tan grave carga con oración y retiro. Consagrado obispo de Ginebra el 8 de Diciembre de 1603, visitó en seguida toda la diócesis á pie y sin ostentación alguna, consiguiendo numerosas conversiones y reforma en las costumbres.
Como ángel de paz, ajustó las disensiones que había entre el archiduque y el clero del Franco Condado; como legado de la Santa Sede, reformó las abadías de Taloires, de Abundancia, de Puitdorbe, de Santa Catalina y de Six; como buen pastor, apacentó sus ovejas con el pan de la divina palabra, y expuso cien y cien veces su vida por su salvación, mereciendo mil bendiciones del Cielo para toda su diócesis.
Crecía por instantes su fama. Los príncipes se competían unos á otros en darle los más ilustres testimonios de su alta estimación. No quiso admitir muchas ricas abadías con que le brindó Enrique IV, y renunció el capelo de cardenal que le ofreció el papa León XI. Sus relaciones con San Canisio, el Venerable cardenal Caesar Baronio, el de Perron, San Roberto Belarmino, Lessio y otros hombres célebres hicieron que el papa Paulo V le consultase sobre la cuestión famosa De auxiliis, y que la decisión que tomó el Papa lo fuese por consejo de San Francisco de Sales. No es extraño, pues, que se le compare con los antiguos doctores de la Iglesia. De todas partes le consultaban como á oráculo de su siglo; y lo que parecía increíble, si la experiencia no hubiera mostrado lo contrario, esta multitud de tantas y tan graves ocupaciones no le estorbaron predicar muchas Cuaresmas en Annecy, en Grrenoble, en Chambery, ni retirarse todos los años á ejercicios espirituales al Colegio de la Compañía.
Al mismo tiempo que el Santo obispo comunicaba á todas partes los ardores de su celo, supo que le habían acusado ante Su Santidad de poco vigilante en desterrar de su obispado los libros heréticos ó de doctrina sospechosa. Y el Santo, que siempre había manejado las armas de la invicta paciencia para rebatir los golpes de la calumnia, mostró en esta ocasión, por la vivacidad vigorosa con que se justificó, el horror con que miraba tan perniciosa negligencia.
No se contentó Francisco con que su celo fuese inmenso; quiso en cierta manera hacerle perpetuo componiendo aquel excelente libro de la Introducción á la vida devota, que él solo vale por cuantos libros espirituales se han escrito. Apenas salió á luz esta admirable obra, cuando cierto predicador indiscreto comenzó á declamar furiosamente contra ella, calificándola de perniciosa y de relajada, y llegó á quemar un ejemplar públicamente en el pulpito. Contaron al Santo este suceso, y todo su resentimiento se redujo á decir: que deseaba tan abrasado en el fuego del amor de Dios el corazón de aquel Padre, como su libro lo había sido de las llamas.
Pero ninguna empresa fue más digna de aquella grande alma, ninguna pudo ser más útil á toda la Iglesia, que la fundación de la Orden de la Visitación, uno de los más bellos ornamentos de la Iglesia.
El día 6 de Junio del año 1610, en que se celebraba la fiesta de la Santísima Trinidad, la célebre Santa Juana Francisca Fremiot, baronesa viuda de Chantal; la hija de Francisco Fabre, presidente del Senado de Saboya, y la noble doncella de la casa de Brechard de Nivernois, dieron principio á este nuevo instituto bajo la dirección de San Francisco de Sales, que había ido á predicar á Dijon la santa cuaresma. Después que el santo fundador confesó y dio la comunión á aquéllas sus nuevas hijas, les dio también unas reglas llenas de dulzura, de discreción y de prudencia, en las cuales viene á comprenderse como reducida á arte toda la perfección cristiana, siendo fruto de una vida dulce, tranquila y nada austera. Esta Orden religiosa es aquella grande obra de nuestro Santo, que con tanto esplendor está difundida por todo el Universo, y después de casi tres siglos conserva todo el fervor de su primitivo espíritu, contándose más de seis mil seiscientas esposas de Jesucristo que edifican á la Iglesia con sus ejemplos, y son digno objeto de la admiración de los pueblos con sus religiosas virtudes.
De esta Orden de la Visitación solía decir más tarde su santo fundador con santo gracejo: «Me llaman fundador de una Orden, y, sin embargo, hice lo que no he querido, y no he hecho lo que quería». Esto se explica sabiendo que el proyecto de Francisco era fundar una congregación de señoras, cuya vida, menos austera que la de los demás conventos, permitiera recibir en ella á viudas y señoras de edad é impedidas, sin clausura, para que salieran á visitar á los enfermos. De aquí su nombre de Visitadoras, y Visitación el de la Orden. Pero hubo obstáculos á este proyecto; y las consideraciones del cardenal arzobispo de Lyon le obligaron á desistir de él y á adoptar la forma que hoy tiene con aprobación del papa Paulo V.
Poco tiempo después compuso el admirable libro de la Práctica del amor de Dios, que el papa Alejandro VII llamaba libro de oro; del cual han hecho elevadísimos elogios los más ilustres prelados.
Otras muchas obras devotas dio á luz San Francisco de Sales, llenas todas de igual solidez, y de aquella divina unción que sólo el Espíritu Santo es capaz de derramar. Por eso el papa Alejandro VII, en la bula de su canonización, declara que los saludables escritos de este Santo son hachas brillantes y encendidas que introducen la luz y pegan fuego á todos los miembros del cuerpo místico de la Iglesia.
El año de 1622 recibió Francisco orden de su soberano, el duque de Saboya, para pasar á Aviñón á recibir al príncipe y á la princesa del Piamonte. Desde Aviñón pasó á Lyon, de Francia, donde á la sazón se hallaba el rey cristianísimo Luis XIII con toda la corte, de quien recibió singulares honras y especiales demostraciones de aprecio y de veneración. Por su parte correspondió también con nuevas pruebas de celo y de respeto. Aunque se hallaba con la salud bastante quebrantada, predicó en la iglesia del colegio de la Compañía, y se dedicó á todo género de ministerios, hallándole pronto cuantos le buscaban para su consuelo y para su alivio en las necesidades espirituales.
El día de Navidad dio el hábito de la Visitación á dos doncellas, predicó sobre el misterio del día, y le pasó todo en tiernas y piadosísimas conferencias con toda la comunidad. Al amanecer del día de San Juan sintió que se le debilitaba la vista y se le iban disminuyendo las fuerzas, mas no por eso dejó de celebrar aquel día. Luego que dio gracias fue á visitar al duque de Nemours para interceder por aquellos mismos ministros del ducado de Ginebra que tanto le habían dado en qué merecer, y no se retiró hasta que les consiguió el perdón. Por la noche cayó en una especie de delirio, que pronto se declaró en apoplejía.
Apenas se divulgó en la ciudad su peligro, cuando todos concurrieron á visitarle. Los primeros que llegaron fueron los jesuitas del Colegio de San José; y luego que los vio el Santo les dijo con el mayor agrado: Padres míos, ya ven que, en él estado en que me hallo, sólo tengo necesidad de la misericordia de mi Dios; implórenla por mí y para mi, que yo todo lo espero de su bondad. Mucho tiempo ha que tengo hecho al Señor sacrificio de mi vida. En fin, el día 28 de Diciembre del año 1622, este insigne prelado, reverenciado de los pueblos, honrado de los príncipes, amado de los vicarios de Jesucristo, y, lo que es más admirable, respetado hasta de los mismos herejes, de quienes era el mayor azote, rindió á Dios su espíritu inocente y puro con aquella misma tranquilidad con que había vivido. Murió á las ocho de la noche, en el cuarto del hortelano del convento de la Visitación, á los cincuenta y seis años de su edad, y á los veinte de su pontificado.
Luego que se extendió la noticia de su muerte, fue extraordinaria la conmoción y el concurso de todo el pueblo. Condújose el santo cadáver á Annecy, con pompa digna de su mérito y correspondiente á la celosa veneración con que todos le miraban. Diósele sepultura en la iglesia del primer convento de la Visitación; y su corazón, que hoy día se venera entero, engastado entre dos corazones de oro, se quedó en Lyon de Francia, en el convento de la Visitación que está en Belle-Cour, y fue fundación del mismo Santo y de la ilustre Santa Madre Chantal el año de 1615, poco tiempo después que se fundó el de Annecy, disponiendo la Divina Providencia que después de muerto se quedase su corazón con aquellas hijas á quienes había tenido más dentro de él cuando vivo.
Hallándose en Lyon el rey Luis XIII el año 1630, habiendo caído malo, deseó Su Majestad ver el corazón de San Francisco de Sales. Trájosele su confesor; y, habiendo recobrado al punto la salud, contribuyó mucho para que creciese la devoción que ya se tenía al Santo. Agradecido el piadoso monarca, mandó hacer, en testimonio de su reconocimiento, una urna de oro donde se reservase aquella preciosa reliquia. Algunos años antes de su canonización recibió por medio de ella semejante favor el duque de Mercurio; y su madre, la duquesa de Vandome, mandó fabricar otra grande caja de oro, donde estuviese cerrado todo el relicario.
Fue canonizado por Alejandro VII en 1666. El papa Beato Pío IX, por su breve Dives in misericordia, de 16 de Noviembre de 1877, le declaró doctor de la Iglesia, y, por último, León XIII le ha declarado recientemente patrono de la prensa católica.
La edición completa de las obras de San Francisco de Sales se publicó en 1892 por las religiosas del primer monasterio de la Visitación de Annecy, en ocho grupos, á saber: 1.° Las controversias. 2.°Defensa del estandarte de la Santa Cruz. 3.° Introducción á la vida devota. 4.° Tratado del amor de Dios. 5.° Coloquios. 6.° Ser­mones. 7.° Cartas; y 8.° Opúsculos.
SANTA RADEGUNDIS, VIRGEN
No constan su patria, padres, ni primera educación de Radegundis (ó Ridegundis ó Radegunda); pero, por la grande fama de santidad que ya tenía en su juventud, se puede inferir la conducta que observó en sus primeros años. Nació, según conjeturas, en la provincia de Burgos, en el pueblo de Villamayor, como algún escritor afirma. La historia nos la da á conocer por primera vez joven todavía, pero ya religiosa premonstratense en el monasterio de San Pablo, habiendo sido la última religiosa de él, pues se suprimió por pobreza, y se incorporó al de San Miguel, de Treviño, cerca de Villamayor, en el obispado de Burgos. Encendióse Radegundis en los más vivos deseos de visitar personalmente los Santos Lugares que se veneran en Roma, regados con la sangre de tantos mártires, y emprendió por devoción aquella laboriosa peregrinación, á pesar de la debilidad de su naturaleza. Satisfizo su devoción, y, redoblándola con la vista de aquellos sagrados monumentos, volvió á España enriquecida con muchas preciosas reliquias. Buscaba la ilustre virgen un retiro donde dedicarse enteramente al servicio del Señor, y, animada de este espíritu, se encerró en una humilde habitación que estaba á la parte exterior de la puerta de la iglesia de San Miguel, desde donde podía ver por una ventanilla la Misa y demás cultos que se celebraban en el templo. Negada así Radegundis á todo trato humano, sólo pensó en los rigores de la mortificación. Con esta idea, no es fácil explicar las excesivas austeridades que hizo en aquella clausura; sus ayunos, sus vigilias y su oración casi continua estremecieron el Infierno, que, lleno de furor, no omitió valerse de las más violentas tentaciones para separarla de su buen propósito; pero sólo sirvieron de materia para mayores triunfos de la amada esposa de Jesucristo, llegando á ser por lo mismo objeto de la admiración y de los más altos elogios de cuantos pudieron tener noticia de la prodigiosa conducta de una criatura tan singular. Así continuó algunos años, hasta que conoció, por la debilidad de sus fuerzas, que se acercaba el tiempo de pagar el tributo impuesto á los mortales; y, redoblando su fervor, hizo esfuerzos extraordinarios para purificar su inocencia, y, abrasada como preciosa víctima en divinos incendios, murió tranquilamente el día 29 de Enero del año 1152, á los treinta y tres de la fundación del Orden premonstratense.
Dióse sepultura al venerable cuerpo de la santa virgen en la iglesia de San Miguel, de Treviño; después de muchos siglos se ha encontrado el cadáver íntegro é incorrupto, cuya preciosa reliquia, con varios muebles que sirvieron para su uso, se colocaron en el altar antiguo de San Miguel, donde se venera con grande fervor.
La Misa es de San Francisco de Sales, y la oraoión es ésta:
¡Oh Dios, que quisiste que el bienaventurado Francisco, tu confesor y pontífice, se hiciese todo á todos por la salvación de las almas! Concédenos benignamente que, llenos de la dulzura de tu inmensa caridad, por los consejos y por los méritos de este gran Santo, consigamos la alegría eterna. Por Nuestro Señor Jesucristo, etc.
La Epístola es del capitulo 4º de la II de San Pablo á Timoteo (véase pág. 167).
REFLEXIONES
En cualquiera dignidad que se logre, en cualquiera estado en que se viva, en cualquiera empleo que se ocupe, en tanto es el hombre verdaderamente grande en cuanto agrada á Dios. Su aprobación es la medida justa de nuestra grandeza, y constituye, hablando con propiedad, todo nuestro mérito. Sea uno el primero ó el mayor hombre del mundo á los ojos de los hombres, ¿de qué le servirá toda esa fugaz y fantástica apariencia de gloria, si no lo es á los de Dios?
¡Oh, y cuánto sirve al Estado y á la Iglesia un prelado santo, sobre todo en los tiempos en que Dios está justamente irritado con nosotros! Por sus virtudes y por su ministerio, es el árbitro y mediador que reconcilia á Dios con los hombres.
Hízole el Señor, dice el Sabio, famoso, célebre, estimado de todo el pueblo, porque sólo se aplicó y trabajó en hacer al pueblo sujeto á la ley santa de Dios. ¿Queremos trabajar con fruto y felicidad en la viña del Señor? ¿Queremos hacer maravillas? Pues portémonos de manera que se pueda decir de nosotros lo que el Sabio decía de Aarón: No se encontró otro como él que observase la ley del Altísimo. Los grandes deben dar mayor ejemplo, porque á quien se halla en mayor elevación se le ve desde más lejos. Si los que están destinados para celadores de la ley se dispensan de su observancia; si las obras contradicen las palabras, en vano se predica reforma, porque se cree más á los ojos que á los oídos. Coepit Jesús faceré et docere: antes comenzó Cristo á obrar que á enseñar.
La verdadera grandeza y el mérito verdadero no consisten en ocupar grandes puestos, en poseer grandes títulos, en conseguir gran nombre, en lograr la gracia del príncipe, sino en gozar de la de Dios.
Se pierde y arruina un pobre hombre con gastos locos y excesivos para conseguir estimación, y sólo logra que todos le desprecien. Gasta inmensos caudales; y ¿para qué? para que se burlen de él. Desengañémonos, que sólo cumpliendo con su obligación y sirviendo á Dios de veras se consigue la verdadera gloria; y gloria que no depende de la inconstancia del tiempo ni del capricho de los hombres. Dios es, y sólo Dios es el que hace á los hombres gloriosos hasta con los mismos reyes; toda gloria que no deriva de Dios su estimación y su lustre, es gloria falsa y aparente. Sólo Dios reparte las coronas de gloria; pero las reparte únicamente entre los fieles siervos suyos que desempeñaron dignamente las obligaciones de su estado y ministerio.
El Evangelio es del cap. 5º de San Mateo.
MEDITACIÓN
De la dulzura cristiana.
Punto primero.— Considera que una de las virtudes más necesarias á un cristiano es la dulzura; porque encierra en sí, ó á lo menos supone, las demás virtudes.
La humildad del corazón, que es como la base de nuestra perfección, es inseparable de esta dulce tranquilidad del alma; esta calma sirve de abrigo á la pureza. La dulzura siempre es fruto de una constante mortificación; así como la paciencia lo es de una dulzura inalterable. Por lo que toca á la liberalidad, se puede decir que es en parte el carácter de esta amabilísima virtud; no hay otra más benéfica. Y, respecto á caridad, ¿puede haberla sin dulzura?
Pero ¿qué virtud hay más amable? No hay pasión que no dome; no hay natural tan áspero, tan desabrido y feroz que no le domestique; no hay genio tan agrio que no le endulce; no hay corazón tan duro que no le ablande, tan rebelde que no le rinda; todo lo avasalla, todo lo conquista, todo cede á la dulzura. Gran error es imaginar que la severidad sea siempre el mejor remedio. Más llagas ha curado el aceite que el fuego. ¿De dónde nace que se vean tan pocos niños bien disciplinados? ¿De dónde nace que se multipliquen los vicios y desórdenes en las comunidades y en las familias? No de otro principio sino de que, ó se descuida la corrección, ó, si se reprende, es siempre con desabrimiento, con pasión y con encono.
La dulzura cristiana es hija legítima de la caridad. El celo áspero y amargo siempre es celo falso. No era espíritu de Cristo el que deseaba que bajase fuego del Cielo para exterminar los corazones rebeldes. El caritativo Samaritano curaba á su pobre enfermo con óleo y con vino. ¡Oh Dios mío, y qué error es pensar que la pasión desordenada puede ser celo verdadero! La malignidad del corazón, el mal humor, la envidia, la emulación, el genio, y no pocas veces el maldito interés, son los que encienden el fuego que quema y no purifica. ¡Cuánto es de temer que el celo ardiente, sin compasión y sin dulzura, sea una pura pasión mal enmascarada! Jesucristo tenía celo; y ¿no tenía dulzura Jesucristo? ¡Oh qué error el no tener siempre á la vista este divino modelo! Hermanos míos, decía el Apóstol; si alguno de vosotros se deja engañar y cae en pecado, vosotros, que sois hombres espirituales, dadle buenos consejos, pero sea con espíritu de dulzura.
¡ Qué quietud y qué paz en las familias! ¡Qué dulzura en el trato de la vida civil! ¡Qué copioso fruto en los trabajos apostólicos, si reinara en todos esta importante virtud! ¿De dónde nacen las quejas, las disensiones y las enemistades? ¿De dónde nacen las tempestades, que tantas veces se resuelven en piedra y en granizo? ¿De dónde provienen tantos enconos y tantas pesadumbres sino del vicio opuesto á la dulzura?
¡Ah, Señor, y cuántas veces ha pasado por mí esta tristísima ex­periencia! ¿Será posible que no he de amar en adelante una virtud tan necesaria y tan ventajosa? ¿Será posible que, después de reflexiones tan concluyentes, no he de trabajar eficazmente, con el socorro de vuestra divina gracia, en adquirir una virtud tan amable?
Punto segundo. — Considera que la dulzura se puede llamar la virtud predilecta, la virtud favorecida de Jesucristo. No se contentó con enseñarnos esta amable virtud, sino que El mismo se nos propuso como ejemplar de ella: Aprended de Mi, que soy manso y humilde de corazón. Este es el ejemplo que os propongo. A vista de esto, ¿por qué se ha de admirar que la dulzura fuese una virtud tan familiar á todos los discípulos de Jesucristo? ¿Se podrá dejar de aprender esta importante lección en tan celestial escuela? Son inseparables la dulzura y la humildad, haciendo una y otra como el carácter de la verdadera devoción.
Busca un santo que no haya tenido este espíritu de dulzura. Siempre que se vaya á ver un sujeto que está en reputación de eminente santidad, se irá con la idea de encontrar á un hombre dulce, suave y apacible. La Sagrada Escritura dice que Moisés era el nombre más dulce de todos los mortales. David parece que sólo colocaba su confianza en su dulzura. Bienaventurados los mansos, dice el Salvador del mundo. Todo el Evangelio de hoy está respirando un carácter de dulzura que embelesa. ¿Cuándo ha de llegar el caso de que esta amabilísima virtud, que tanto celebramos, y que tanto nos agrada en los demás, tenga eficaz atractivo para trasladarla á nosotros?
La dulzura fue el carácter y el distintivo de San Francisco de Sales. Como estaba singularmente animado del verdadero espíritu de Jesucristo, no debe causar admiración que sobresaliese tanto en esta virtud. Y, siendo esto verdad, debe extrañarse mucho menos que hubiese convertido tantos pecadores y hecho tantas maravillas. La dulzura en San Francisco de Sales no fue virtud de temperamento, sino de religión. Necesitó vencerse, reprimirse y mortificarse mucho tiempo para conseguirla. Necesitó domar su natural ardiente y lograr tantas victorias como le presentó combates. ¡Pero, oh buen Dios, y qué delicioso es el fruto de estos sacrificios! ¡ Qué cosa tan dulce adquirir una virtud que trae consigo tantas otras!
Por el progreso que se hace en la dulzura cristiana, se reconoce el que se hace en la virtud. Los modales llenos de altanería y de desprecio; los ímpetus de un genio inquieto y enfadoso; los fuegos de arrebatamiento y de cólera siempre son efecto de una conciencia poco tranquila, y frecuentísimamente de un corazón atestado de pecados.
Pues Vos queréis, dulcísimo Jesús mío, que yo aprenda de Vos la dulzura y la humildad, dadme Vos mismo esta docilidad tan necesaria. Tiempo era ya de que la hubiese aprendido, desde que Vos me enseñasteis tan importante lección. Pero, al fin, esto es hecho; desde hoy en adelante estoy resuelto á declararme por discípulo vuestro, y quiero que singularmente se conozca en qué escuela estudio, por mi humildad y por mi dulzura.
JACULATORIAS
Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra.— San Mateo, 5.
Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios. — ídem.
PROPÓSITOS
1.    Hallándote bien convencido del mérito y de las ventajas de la dulzura cristiana, haz seria reflexión sobre ti mismo, sobre tu genio, sobre tus vivezas, sobre tus ímpetus, sobre tu conducta; y examina si esta amable virtud es tu carácter, ó si, por el contrario, solamente la conoces por el nombre. Trae á la memoria aquellos impetuosos movimientos de un natural vivo y ardiente; aquella enfadosa taciturnidad, hija de un humor adusto y extravagante; aquellas respuestas secas y desabridas; aquellos modales duros, agrestes y despreciativos; aquellas altanerías insoportables; aquellas palabras ásperas y llenas de hiel; aquel semblante oscuro, ceñudo y negativo; aquel tono de voz lleno de fiereza y de severidad; en fin, aquellos torrentes de injurias, aquellos fuegos, aquellas cóleras, aquellos arrebatamientos, que muchas veces tocan la raya del furor. Examínate, sin misericordia y con sinceridad, si estás sujeto á alguno de estos defectos, ó quizá á todos juntos. Después de haberte acusado amargamente de todo á los pies de tu Crucifijo, imponte alguna penitencia por cada vez que cayeres; como dar una limosna considerable en aquel día, hacer alguna mortificación que te sea algo sensible; pero mortificación tal, que la puedas hacer inmediatamente después de haber cometido la falta, y da cuenta de todo á tu confesor luego que puedas.
2.  Fuera de esta práctica, que es admirable, imponte desde este punto las leyes siguientes: Primera. Tengas el motivo que tuvieres para enfadarte ó para reprender, nunca lo hagas con términos injuriosos ni despreciativos. Se puede hablar algunas veces con sequedad y con entereza, pero nunca con cólera. La corrección más necesaria, la de mayor importancia,  es inútil, y aun perniciosa, cuando en ella se descubre pasión ó ira. Los que gruñen más, no por eso son los mejor servidos. No temas perder tu autoridad por hablar con dulzura, en tono moderado, con modo afable.  A los brutos se les doma con el miedo; pero á los hombres, aun á los menos dóciles, aun á los más incultos, se les gana por razón, por religión y por amor. Propón firmemente, desde este mismo instante, conservar siempre un aire sereno, un semblante risueño, unos modales gratos, urbanos, apacibles con todo ser humano. Nunca hables con enfado ni en tono áspero, altivo ó impaciente. La costumbre, el genio y tu poca virtud te representarán desde luego como impracticables estos consejos; tus continuas recaídas te persuadirán que es imposible esta reforma; pero no hay que desalentarse. Persevera siempre en tu propósito de corregir los modales, de observar perpetuamente los más gratos y apacibles, ya sea con los hijos, á quienes la aspereza pocas veces aprovecha; ya sea con los criados ó con los súbditos, á quienes la impaciencia siempre irrita; ya sea con los extraños, que sólo se ganan con el buen modo. De hoy en adelante has de renovar este propósito todas las mañanas, ó cuando ofrezcas las obras, ó al fin de la oración; y, cuando por la noche hagas el examen de conciencia, nota bien las faltas que hubieres cometido en este particular. Con el socorro de la divina gracia no hay genio ni costumbre que puedan resistir á la vigorosa resolución de una buena voluntad. San Francisco de Sales logró hacerse uno de los hombres más dulces que se han conocido en el mundo, a pesar de que por su naturaleza era colérico, como ya se ha dicho.
Segunda. Observa con particular atención á personas de virtud sobresaliente, y repara bien que por su dulzura inalterable han hecho muy amable á la virtud. Estudia sus modales, y advierte su serenidad constante, su afabilidad universal, su moderación, su tranquilidad, su tono de voz siempre igual, siempre apacible. Te encanta el verlos: pues ¿quién te quita imitarlos? El orgullo destierra la dulzura. Sé humilde y mortificado, porque nunca se falta á la dulzura sino porque se olvida la mortificación; resuelve trasladar á ti lo que te agrada en los demás. Con este importante estudio se endulza el genio más agrio, y el natural más desabrido se suaviza. Ten presente que ni ha habido ni habrá jamás virtud verdaderamente cristiana sin dulzura. 

FUENTE

martes, 28 de enero de 2020

SAN PEDRO NOLASCO, CONFESOR

San Pedro Nolasco fue francés, de una de las mejores casas de Languedoc. Nació el año de 1187 en el país de Lauregais, en un lugar del obispado de San Papoul, llamado Mas de Santas Puelas, á una legua dé Castelnau-Darri. A la edad de quince años perdió á su padre Guillermo Nolasch; siguió viviendo bajo el cuidado de su madre Teodora de Narbona, la cual no quiso contraer segundas nupcias para cuidar mejor de su hijo.                                         
Siguió algún tiempo al conde Simón de Monfort, general de la Cruzada contra los albigenses. Después de la famosa batalla de Murét, en que quedó muerto D. Pedro, rey de Aragón, compadecido el conde de la desgracia y de la poca edad del niño rey D. Jaime, que había quedado prisionero, y no tenía más que seis ó siete años, creyó no podía hacerle mayor servicio que darle por ayo y por gobernador á Pedro Nolasco. Desempeñó este importante empleo con feliz suceso, y mereció toda la estimación y toda la confianza del joven monarca; de la cual sólo se valió para reformar la corte, y para ir delante de todos con el buen ejemplo.
La devoción á la Reina de los ángeles, y la caridad con los cristianos cautivos que gemían en la esclavitud de los moros, fueron las dos virtudes características de Nolasco, que no paró hasta vender todos sus bienes para asistir y aliviar á aquellos pobres.
Se animó tanto con el buen éxito que tuvieron las primeras pruebas de esta ardiente caridad, que persuadió á muchos caballeros ricos y piadosos se juntasen con él para formar una congregación que tuviese por fin trabajar en la redención de los cautivos, bajo el título y protección de la Santísima Virgen.
Apenas comenzaba la caritativa congregación á derramar sobre aquéllos infelices los primeros efectos de su celo, cuando la Santísima Virgen se apareció á Nolasco el primer día de Agosto, y le declaró sería muy del agrado de su Hijo y suyo que fundase una congregación religiosa con el título de Nuestra Señora de la Merced, para la redención de los cautivos cristianos, prometiéndole su socorro y protección. Persuadido Pedro de la voluntad de Dios en virtud de esta visión, y no queriendo moverse á nada sin consultarlo con su confesor San Raimundo de Peñafort, fue á buscar al Santo, que había tenido la misma visión aquella propia noche. Confirmados ambos con la uniformidad de la revelación, pasaron á Palacio á comunicar con el rey sus intentos y darte parte de lo sucedido. Pero se hallaron sorprendidos y gustosamente admirados cuando el Rey se adelantó á contarles una visión, que había tenido, y era en todo conforme á la de los dos, sin faltar ninguna circunstancia. Por consecuencia se pensó desde luego en disponer todo lo necesario para la fundación de una orden religiosa tan ilustre y tan santa.
El día de San Lorenzo, el Rey, acompañado de toda su corte y de los magistrados y ministros de Barcelona, pasó á la catedral, donde San Raimundo subió al pulpito y declaró delante de todo el pueblo la revelación de la Madre de Dios que habían tenido el Rey, Pedro Nolasco y el mismo Raimundo, sobre la fundación de una nueva Orden con el título de Nuestra Señora de la Merced, para redención de cautivos. Después del ofertorio, el rey don Jaime y San Raimundo presentaron á Nolasco á D. Berenguer de la Palú, obispo de Barcelona, que le vistió el hábito blanco y el escapulario de la Orden; y poco antes de la comunión, después de los tres votos religiosos, el nuevo fundador añadió el cuarto, por el cual se obligan todos los de este sagrado instituto, no solamente á solicitar limosnas para la redención de las cautivos cristianos, sino también á quedarse ellos cautivos en caso necesario, cuando no tengan otro modo de rescatar á los demás. Juntamente con el Santo profesaron otros dos caballeros, y el Rey les cedió generosamente la mayor parte de su palacio de Barcelona para que fundasen en él el primer convento de la Orden; queriendo que llevasen en el escapulario el escudo de las armas de Aragón, á las que añadió el Santo, con beneplácito del Rey, las de aquella santa iglesia catedral.
Derramó el Señor tantas bendiciones sobre la nueva Orden, y fueron tantos los sujetos de la primera nobleza qué se declararon pretendientes del piadosísimo instituto, qué fue preciso hacer otro convento. Destinóse para éste la iglesia de Santa Eulalia, y en poco tiempo tuvo Nolasco el consuelo de ver dilatada su familia por todas las principales ciudades de Aragón y Cataluña.
Estando Pedro retirado de los negocios de la corte, se vio precisado á pasar á ella para sosegar las inquietudes que causaban en todo el reino los partidarios de D. Sancho, primo hermano del Rey y de D. Guillen de Moneada, vizconde de Bearne. Puso en libertad al Rey, á quien los sediciosos tenían como prisionero en el castillo de Zaragoza, y pacificó los alborotos con recíproca satisfacción de ambos partidos.
Cuando volvió á Barcelona manifestó á sus religiosos que, para satisfacer la obligación del cuarto voto, no bastaba hacer algunas redenciones sin salir de los países sujetos á los príncipes cristianos, y que su instituto los obligaba á ir personalmente á los dominios de los infieles, y á ofrecerse á quedar ellos por esclavos para librar á los cristianos cautivos. Todos se le ofrecieron para tan heroica expedición; pero el Santo, eligiendo algunos pocos, se puso al frente de ellos, y entró en el reino de Valencia, ocupado á la sazón por los sarracenos, donde, lejos de hallar los desprecios y las cadenas que ansiosamente buscaba, sólo encontró estimación y respeto. Libró de las mazmorras á todos los cautivos cristianos; y, habiendo hecho un viaje á Granada, redimió en las dos expediciones á cuatrocientos esclavos.
No se contentaba el celo de Nolasco con la redención de los cautivos; se ocupaba también en la conversión de los infieles, y nunca hacía rescate de cristianos que no convirtiese gran número de moros á la fe de Jesucristo.
El eco de tantas maravillas hizo famosa en toda la Europa la nueva Orden de la Merced. La aprobó Gregorio IX el año 1230, y, hallándose en Roma por penitenciario mayor el glorioso San Raimundo, que se puede llamar su segundo fundador, hizo que en 1235 la confirmase con sus reglas y constituciones,
Por este tiempo el rey D. Jaime, después de haber conquistado á Mallorca del poder de los infieles, entró con sus armas victoriosas por los reinos de Valencia y Murcia. Como este católico príncipe atribuía los felices sucesos de sus armas menos á sus fuerzas que á las oraciones de Nolasco, en todos los países que iba conquistando dejaba fundados conventos de la Merced. Concedió á la Orden el famoso castillo de Uneza, donde se fundó un convento, que en todos tiempos hizo célebre la devoción al milagroso santuario de Nuestra Señora del Puche ó del Puig. Cuando se abrían los cimientos de la obra se observó, en cuatro sábados consecutivos, que siete brillantes luces, á manera de astros resplandecientes, bajaban como del Cielo y ocultaban su luz en el mismo lugar donde se abrían los cimientos. Persuadido Nolasco á que algo quería decir este prodigio, mandó que se cavase más y más, hasta que al fin se encontró una campana de extraordinaria grandeza, debajo de cuya concavidad se halló una bellísima imagen de Nuestra Señora, que recibió el Santo como un precioso don con que Dios quería regalarle y enriquecerle. La colocó luego en un altar, y los continuos favores que la Reina de los ángeles dispensa á todos los que con fe la invocan en aquella santa capilla acreditan bien que son muy de su especial agrado los cultos que recibe en ella.
El año de 1238 se hizo dueño de Valencia el rey D. Jaime, y, después que hizo consagrar la mezquita mayor en iglesia catedral por el arzobispo de Narbona, concedió la segunda mezquita á la religión de la Merced.
Ya no tenía Nolasco cautivos que rescatar en todas las costas de España, porque su caridad había redimido á cuantos se hallaron en poder de los infieles; y para no descansar en el ejercicio de su voto y de su celo pasó á buscar en Berbería lo que no encontraba en España. Allí si que pudo satisfacerse su ardiente sed de padecer por Jesucristo, si ella no fuera insaciable; porque, además de las fatigas que padeció, fue metido en una mazmorra, cargado de cadenas, tratado con crueldad, y no pocas veces estuvo en evidente peligro de perder la vida. Pero como vieron los bárbaros que no deseaba otra cosa, y que, cuando no pudiese conseguir esta dicha, tenía por la mayor el quedarse cautivo por los cautivos, le enviaron á España con gran número de ellos.
Luego que volvió á Barcelona hizo cuanto pudo para renunciar el generalato; pero lo más que logró fue que le nombrasen un vicario, en quien el Santo cedió luego todo lo honorífico del empleo, reservándose para sí únicamente el cuidado de distribuir las limosnas á los peregrinos y á los pasajeros.
En vano le excitaba su humildad á vivir ignorado, cuando su reputación le hacía famoso por todo el mundo. Habiendo venido á la provincia de Langüedoc San Luis, rey de Francia, quiso ver á un hombre tan santo, de quien la fama publicaba tantas maravillas. Le llamó y tuvo en su corte algunos días, comunicándole el pensamiento que tenía de ir á conquistar la Tierra Santa, y á librar á tantos cristianos como gemían bajo el pesadísimo yugo de los sarracenos. Ofrecióse Nolasco á acompañarle en aquella sagrada empresa; pero se lo impidió una larga enfermedad, que al cabo le redujo á la sepultura.
Padeció por espacio de dos años vivísimos dolores en el cuerpo. Cuanto eran aquéllos más intensos, mayor alegría mostraba por poderlos unir con los que padeció el Niño Dios en su nacimiento. Llegó el día en que la Iglesia le celebra, y viendo Nolasco que con él se llegaba el que Dios había destinado para premiar su ardiente caridad, después de recibidos con nuevo fervor los Santos Sacramentos, y de haber protestado á sus hijos que era cosa muy dulce vivir y morir en el servicio de Dios y en la protección de la Santísima Virgen , en el momento de rezar el salmo Confitebor tibi Domine in toto corde meo, al llegar á las palabras redemptionem misit Dominus populo suo, le faltó aliento para seguir adelante, y rindió su alma al Creador, rodeado de sus religiosos, á los sesenta y nueve años de edad y cuarenta de haber fundado la Orden, en 1256. Fue canonizado este gran Santo por el papa Urbano VIII, el año de 1628, y Alejandro VII fijó su fiesta en este día con rito doble.
Misa
¡Oh Dios, que á ejemplo de tu caridad enseñaste á San Pedro Nolasco que enriqueciese tu Iglesia con la fundación de una nueva orden relgiosa para redención de los cautivos cristianos! Concédenos por su intercesión que, desprendidos de las cadenas de los pecados, gocemos de una libertad eterna en la patria celestial. Que vives y reinas, etc.
La Epístola es del capitulo 4º,versículos 9 al 14 de la de San Pablo á los Corinthios.
Hermanos: Servimos de espectáculo al mundo, á los ángeles y á los hombres. Nosotros somos reputados como unos necios por amor de Cristo; mas vosotros, vosotros sois los prudentes en Cristo; nosotros flacos, vosotros fuertes; vosotros sois honrados, nosotros viles y despreciados. Hasta la hora presente andamos sufriendo el hambre, la sed, la desnudez, los malos tratamientos, y no tenemos donde fijar nuestro domicilio. Y nos afanamos trabajando con nuestras propias manos; nos maldicen y bendecimos; padecemos persecución, y las sufrimos con paciencia; nos ultrajan, y retornamos súplicas; somos, en fin, tratados hasta el presente como la basura y las heces del mundo, como la escoria de todos. No os escribo estas cosas porque quiera sonrojaros, sino que os amonesto como á hijos míos muy queridos.
REFLEXIONES
La inocencia es manantial de consuelos y de felicidades. El pecador nunca está contento ni tranquilo. La paz que hace gustar al alma tantas dulzuras; la paz que sosiega y llena el corazón, siempre es fruto de la buena conciencia. Los sobresaltos, las inquietudes y los temores son cosecha del pecado y herencia del pecador.
Causa admiración que, creyéndose y experimentándose que no hay contento dulce, que no hay alegría pura y sólida sino en la vida inocente, todavía se insista y se haga empeño de buscarla en otra parte.
Los placeres del mundo son fugaces y amargos. Cristo comparó las riquezas á las espinas. Los honores no tienen más ser que la sombra y el humo. ¿Qué ha quedado hoy de los dichosos según el siglo, de los que brillaron por el resplandor de sus honores y riquezas más que por la luz de sus merecimientos? Pasaron como relámpago, y ni aun memoria ha quedado de sus nombres; su grandeza, su brillantez, su imaginada felicidad, todo se enterró con ellos en la sepultura; y si murieron en pecado, ¡qué desdicha y qué lamentable desgracia!
Bienaventurado el que fue hallado sin mancha; bienaventurado el que no corrió tras el oro, que no colocó su esperanza en sus tesoros; su gloria será eterna. Pero ¡qué gloria! No hay hombre justo, no hay hombre santo, que no pueda ser desenfrenado, y tan licencioso como el más libertino; es más piadoso y más circunspecto, porque es más prudente. Pudo hacer mal, y no lo hizo. ¿Y se arrepentirá jamás de no haberlo hecho? ¿Qué se pierde en servir á Dios? O, por mejor decir, ¿qué no se gana en servir á tan grande y tan poderoso Dueño? Teme á Dios y guarda sus Mandamientos, que en esto consiste toda la dicha del hombre.
El Evangelio es de San Lucas, capitulo 12, versículos 32 al 84.
En aquel tiempo dijo Jesús á sus discípulos: No tenéis vosotros que temer, mi pequeñito rebaño, porque ha sido del agrado de vuestro Padre Celestial daros el Reino eterno. Vended, si es necesario, lo que poseéis, y dad limosna. Haceos una bolsas que no se echen á perder; un tesoro en el Cielo que jamás se agota, adonde no llegan ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro, allí también estará vuestro corazón.
MEDITACIÓN
De la humildad.
Punto primero.—Considera que no hay virtud mejor recompensada que la humildad. A los humildes los salvará Dios, dice el Profeta. No tienes que temer, pequeña grey: con vosotros hablo, los que parecéis tan pequeñuelos á vuestros propios ojos y casi desaparecéis á los ajenos; porque vuestro Padre, que es el Padre de las miseri­cordias, ha querido escogeros con preferencia á todos los demás, para que pobléis el Reino de los Cielos. Para vosotros es este Reino, y ninguno entrará en él que no sea humilde; la soberbia precipitó de aquella Corte celestial á los ángeles rebeldes, y la humildad la poblará de espíritus humildes; éste es el título como primordial de su posesión. ¡Qué poco conocida es en el mundo esta verdad!
No hay en él cosa más rara ni más escasa que esta virtud; pero tampoco la hay más importante. Ninguna otra nos enseñó tanto Jesucristo con sus discursos y con sus ejemplos: Aprended de Mí que soy humilde de corazón. No quiso, por decirlo así, que tuviésemos otro maestro de la humildad más que á El mismo; ni tampoco podía haber quien nos la enseñase por modo más eficaz. La humildad es la virtud de Jesucristo y la de todos sus hijos verdaderos. ¿Es acaso tam­bién la nuestra? No se habla aquí de la humildad de entendimiento y de razón, que consiste sólo en conocer cada uno la pobreza de sus talentos: este conocimiento le tienen todos los hombres que estén en el uso de la razón, y solamente los necios pueden dejar de tenerle: hablase de la humildad cristiana, que es humildad de corazón. Esta no sólo abre los ojos del conocimiento propio, no sólo enseña el bajo concepto que cada cual debe tener de sí mismo, sino que se alegra de que los demás formen también el mismo bajo concepto de nos­otros. Bien puede uno estar humillado sin ser humilde; para ser humilde es menester complacerse en la humillación, y éste es el fundamento del edificio cristiano. ¿Lo es también del nuestro? ¿Poseemos esta virtud que tiene al Cielo por herencia? ¿Entramos en el número de aquella pequeña grey que no tiene por qué temer? Somos, á la verdad, pequeñuelos; pero ¿somos humildes á los ojos de Dios?
Con todo el corazón deseo ser humilde ¡oh Divino Maestro mío!, y es justo que siga á lo menos vuestro ejemplo. Un Dios humilde es verdaderamente gran remedio para curar mi soberbia.
Punto segundo — Considera que no hay virtud más á mano para todo género de personas que la humildad; ninguno hay que no se encuentre á sí mismo bien pequeño si se mira con ojos sanos. Los empleos, los títulos, el nacimiento, las dignidades tienen en sí algún valor, pero no lo comunican. El verdadero mérito siempre ha de ser personal. El hombre más perfecto es el que tiene menos faltas; el más grande es el más humilde, porque la soberbia y el orgullo siempre acreditan poca razón y poco espíritu. Basta haber pecado ó poder pecar, para que vivamos siempre humildes. La virtud, la inocencia, el mérito y la misma santidad ofrecen grandes materiales al ejerci­cio de esta virtud. Sean nuestros dictámenes y nuestras máximas en este punto la regla por donde debemos juzgar de nuestro verdadero mérito.
Nadie hay que no pueda ó no deba humillarse. El grande, conociendo su nada; el pequeño, amando su oscuridad y abatimiento. ¡Oh gran Dios, y qué amable sois! Si hubierais hecho dependiente de otra virtud nuestra salvación, muchos quizá se juzgarían excluidos de vuestro Reino; pero ninguno puede excusarse de ser humilde. Considera qué cosa tan fácil es ser uno santo, cuando el ser humilde le es tan natural. Y pregunto: ¿No es muy familiar una virtud que tenemos tan á mano? ¿De dónde nace la delicadeza y la sensibilidad tan inquieta, la falta de dulzura tan ordinaria y la inmortificación tan viva? ¿De qué otro principio provienen casi todas nuestras faltas?
Busca un solo santo que no haya sido humilde. San Pedro Nolasco, siendo de familia nobilísima, se tiene por tan poca cosa, que se obliga con voto solemne á quedarse él mismo por cautivo siempre que fuere necesario para librar á otros del cautiverio. Fue sin duda magnáni­ma esta caridad, pero su cimiento fue el de una humildad profundí­sima. Observando con reflexión nuestros sentimientos, ¿quién no dirá que hemos encontrado ó descubierto alguna otra senda para ir al Cielo? ¡Qué mayor prueba de que es bien corto el número de los escogidos que el ser tan limitado el número de los humildes!
Deseo, Dios mío, ser de este pequeño número, y por eso os pido con las mayores veras me concedáis esta amable virtud. Humilladme, Señor, cuanto fuese vuestro agrado, pero otorgadme la gracia de que sea verdaderamente humilde.
JACULATORIAS
Sí, Señor, cada día quiero ser más humilde á mis propios ojos; y por eso quiero ser cada día más humillado y más abatido á los ojos del mundo —Libro II de los Reyes, 6.
Muy provechoso me ha sido, Señor, el que me hayáis humillado; que de esta manera me habéis hecho dócil á vuestros preceptos, y sometido á vuestros mandamientos —Ps. 118.
PROPÓSITOS
1. En los demás se estima y alaba grandemente la virtud de la humildad; pero son pocos los que trabajan eficazmente de poseerla ellos mismos. Si se pudiera ser humilde sin ser humillado; si para serlo bastara conocer que hay sobra de pecados, falta de virtudes, escasez de méritos, pobreza de talentos, no sería tan rara en el mundo esta virtud. Un poco de entendimiento basta para que cada cual se haga justicia á sí mismo; pero nuestras sentencias en este particular jamás salen del secreto tribunal del entendimiento, y nunca se notifican, ni las consiente el corazón. Sin embargo, es cierto que sola la humildad de corazón es virtud cristiana. Para lograrla es menester, á pesar de la repugnancia natural, llevar á bien y aun desear ser humillado. Examina cuidadosamente los artificios y las ingeniosas salidas del amor propio, para evitar una humilla­ción. ¡Qué sensibilidad cuando se nos hace el más vivo menosprecio!
¡Qué empeño en justificar hasta nuestras mismas faltas! ¡Con qué frialdad miramos á los que nos son preferidos! ¡Qué indigestión, qué desafecto hacia aquellos que, á nuestro modo de entender, no nos estiman tanto! Toma eficaz resolución de reprimir todos esos dictámenes, todos esos ímpetus del orgullo, y por lo menos de no quejarte, de callar cuando se te ofrezcan ciertas pequeñas humillaciones, y de rogar á Dios por todos aquellos de quienes se vale su amorosa providencia para humillarte.
2. Haz hoy una visita á los pobres encarcelados; manifiesta con ellos tu liberalidad, usa de misericordia, haciéndoles una buena limosna; y á lo menos ofréceles tus servicios y tu crédito con el juez, tu protección y tus buenos consejos. Considera que no son como aquellos vagabundos cuya presencia importuna viene á inquietar tu devoción hasta en el mismo templo de Dios; son unos infelices, cuya desgracia los imposibilita de ir á buscarte á tu casa. Tienen cuanto han menester para excitar tu compasión, menos el poder ha­cerse presentes á tu vista. No son como aquellos holgazanes que ha­cen tráfico de su miseria y negocio de su necesidad; imposibilitados están de ganar su vida, ni un pedazo de pan para sus hijos, que no pocas veces hallan su temprana muerte en la prisión de sus padres. Acordaos sobre todo de los pobres encarcelados, escribía San Pablo. Ciertamente, si tuviéramos fe, no hubiera entre los cristianos gente más feliz que los pobres. Todos nos empeñaríamos á competencia en socorrerlos en sus necesidades, en aliviarlos en sus miserias; sabiendo que cuanto hacemos con ellos lo hacemos á la persona del mismo Jesucristo. Imponte como ley visitar dos veces por lo menos á los pobres de la cárcel, sin tener asco de sus miserias ni horror de sus calabozos, acordándote de este oráculo de Jesucristo: Yo estaba en la cárcel, y me vinisteis á visitar; porque de verdad os digo que á Mí mismo me visitasteis en aquellos lugares de llanto y de miseria, todas las veces que por mi amor visitasteis á los en­carcelados.
FUENTE

DE LA PRESUNCIÓN Y EL OPTIMISMO HISTÓRICO FALSAMENTE CATÓLICOS

  Cuando ocurre una manifestación sobrenatural que produce una revelación privada -y estamos hablando de aprobación sobrenatural por la Igle...