SAN JERÓNIMO, CONFESOR Y DOCTOR DE LA IGLESIA
30 de septiembre
San Jerónimo, ornamento del sacerdocio, tan célebre por su eminente virtud, por su rara sabiduría, por su profunda erudición, oráculo del mundo cristiano, una de las mayores y más brillantes lumbreras de la Iglesia, fue de Estridón, ciudad de Iliria en los confines de la Dalmacia y de la Panonia. Nació el año de 332, y su padre por nombre Eusebio, celoso cristiano y hombre de conveniencias puso el mayor cuidado en dar a su hijo una cristiana educación. Habiendo observado en aquel niño cierto fondo de capacidad y cierta brillantes de ingenio, poco regular en otros de aquella edad, resolvió no perdonar a diligencia alguna para cultivarle. Después que le hizo tomar una ligera tintura de las lenguas en su país, le envío a Roma bajo la disciplina de Donato, célebre gramático, con cuyo magisterio hizo el niño Jerónimo asombrosos progresos en las letras humanas. Pasó después a otros maestros, en cuya escuela aprendió las bellas letras y las ciencias profanas en grado muy superior al que se podían esperar de un estudiante. Por la particular inclinación que profesaba a la retórica, y por su delicado gusto en ella, se hizo uno de los más elocuentes oradores de su tiempo; y por su rara facilidad en las lenguas se hizo admirar y ser tenido por uno de los hombres más sabios de su siglo. Así el violento amor con que le arrebataban los libros, como los piadosos afectos de religión que desde su niñez le habían inspirado, fueron el freno de sus fogosas pasiones, que desde la misma infancia eran muy vivas.
Recibió Jerónimo el Bautismo siendo ya de madura edad, y desde aquel dichoso día entabló una vida verdaderamente cristiana. Deseoso de conservar su inocencia, se desvío de todo aquello en que podía correr peligro, pareciéndole desde luego que los preservativos contra el contagio eran la abstinencia, la mortificación y la oración. Ocupaba todo el tiempo en el estudio y en ejercicios espirituales. No contento con leer y con observar, se dedicaba también a copiar libros, de que formó una librería para su uso. Todos los días iba con algunos compañeros suyos de los más virtuosos a visitar las catacumbas de Roma o las cuevas donde estaban sepultados los santos Mártires alrededor de la ciudad.
Para perfeccionarse en las ciencias y en la virtud emprendió el trabajo de viajar. Tomó el camino de las Gaulas, donde conoció y trató a muchos hombres sabios. Se detuvo particularmente en Tréveris, acompañado siempre de Bonoso, que se había criado con él y nunca se separó de su lado. Cuando volvió de las Gaulas se dirigió a Aquilea, donde hizo mansión algún tiempo disfrutando el trato del obispo Valeriano, uno de los más santos y más sabios prelados de aquel siglo, cuyo mayor gusto era hospedar y detener en su casa, lo más que le fuese posible, a cuantos hombres sabios y virtuosos podía conocer. En la misma ciudad estrechó amistad con el presbítero Cromacio, que después fue sucesor de Valeriano, con Jovino, Eusebio, Nicetas, Crisógono, Heliodoro y Rufino, que andando el tiempo fue su mayor contrario.
Como había renunciado ya por amor de Jesucristo todo lo que olía a carne y sangre, no pensó más en su país, antes tomó el partido de retirarse al Oriente, al campo más fecundo de hombres grandes que había en el mundo a la sazón. Abandonadas, pues, todas las cosas, emprendió su viaje con el presbítero Evagrio, Inocencio, y Heliodoro, con un criado para todos cuatro que conducía la carga de sus libros. Corrió la Tracia, el Ponto, la Bitinia, la Galacia, la Capadocia y la Cilicia, deteniéndose algunos días en Tarso, donde nació San Pablo, para aprender los idiotismos de la lengua materna del Apóstol. De allí pasó a Antioquía de Siria, donde trabó comunicación con el famoso Apolinario, cuya herejía aún no se había descubierto. Pero creciendo cada día nuestro Santo el amor a la soledad, se retiró a un desierto de la provincia de Calcida con su amado Heliodoro, Hilas e Inocencio. El consuelo que San Jerónimo experimentó en aquel dulce retiro se turbó presto con la muerte de sus dos compañeros Heliodoro e Hilas, y con haberse vuelto a Italia Inocencio. También acrisoló el Señor su virtud con otras pruebas. Le afligió con varias enfermedades; pero lo que más le acongojaba eran las violentas tentaciones de impureza con que le atormentaba la carne cuando le daban tregua sus dolores, representándole continuamente con la mayor viveza en la imaginación los objetos que había visto en Roma, y excitándole un involuntario pero vehemente deseo de las comodidades de la vida que había abandonado por medio de un generoso sacrificio.
San Jerónimo y las tentaciones
Viendo que no eran bastantes a librarle de estas molestas tentaciones ni sus ayunos ni otras penitencias corporales, emprendió un nuevo estudio mucho más penoso que los otros. Se dedicó al de la lengua hebrea, tomando por maestro a un judío convertido. A un hombre que solo hallaba gusto en la lectura de las obras de Ciceron de los mejores autores latinos, claro está que se le había de hacer muy duro volver a estudiar alfabetos, ejercitándose en broncas aspiraciones, escabrosas, ásperas y difíciles. Más de una vez lo quiso dejar todo, acobardado con el trabajo, y no contribuyó poco la violencia que se hizo a una enfermedad que padeció tan grave, que le redujo al último extremo de la vida. Tuvo un sueño por aquel tiempo en que le pareció que habiendo sido presentado ante el tribunal del soberano Juez, fue reprendido y castigado porque era más ciceroniano que cristiano. Entendió por este sueño ser la voluntad de Dios que se hiciese experto en la comprensión de las lenguas orientales, como absolutamente necesarias para la inteligencia de la Sagrada Escritura, teniéndole destinado la Divina Providencia para dejarnos una versión de toda ella, que es la que hoy usa la Iglesia.
Cuatro años permaneció San Jerónimo en aquel desierto macerando continuamente su carne con ayunos y con rigurosas penitencias. Pero ninguna cosa ejercitó tanto su paciencia en aquella soledad como la persecución de los monjes cismáticos, que viéndole inviolablemente adherido a la Iglesia de Roma, se valieron de todos los medios que pudieron para inquietarle. No pararon hasta que le pusieron en precisión de dejar su amado desierto. Se fue a Jerusalén, y vivió algún tiempo en la campaña del contorno, andando de una en otra soledad. Pero donde particularmente se detuvo fue en Belén, cuyo sitio tuvo tanto atractivo para él, que se determinó a fijar allí su mansión. No obstante se vio precisado a volver a Antioquía, donde el obispo Paulino, que tenía bien conocido el raro mérito de San Jerónimo y su eminente virtud, le pudo reducir a que se dejase ordenar de sacerdote, aunque con la condición de que no se le había de aligar a iglesia alguna particular; que no había de mudar el género de vida monástica que había abrazado, y que se le había de permitir, dejándolo a su arbitrio, vivir o no vivir en soledad. Bajo estas tres condiciones prestó su consentimiento. Con el sacerdocio se renovó su fervor, y la nueva dignidad dio mayor esplendor a su virtud. No era fácil imaginar sacerdote más sabio, más santo, más mortificado, ni más humilde.
Era de cuarenta y cinco años cuando se ordenó de sacerdote. El amor a la soledad le volvió a llevar a Belén, donde estuvo tres años, aplicado únicamente a la contemplación y al estudio de la Sagrada Escritura. Movido de la gran reputación de San Gregorio de Nazianzo [o Nacianceno], que gobernaba a la sazón la iglesia de Constantinopla, hizo un viaje a aquella capital del Oriente. Se mantuvo algún tiempo junto a aquel santo Doctor, a quien siempre trató y veneró como a maestro suyo. Se tiene por cierto que durante su residencia en aquella corte imperial compuso el pequeño tratado sobre la Visión de los Serafines de que habla Isaías, y tradujo en latín la crónica de Eusebio. Después que San Gregorio se retiró de Constantinopla renunciando aquel obispado en obsequio de la paz, San Jerónimo se restituyó a la Palestina; pero ofreciéndose a Paulino, obispo de Antioquía, y a San Epifanio hacer un viaje a Roma, quisieron absolutamente que nuestro Santo les acompañase. Luego que llegó a aquella cabeza del mundo, el Papa San Dámaso, que conocía su mérito, le detuvo cerca de sí para que le ayudase a responder a las consultas de las iglesias. En todas ellas se hicieron luego notorios sus talentos. Ya era muy conocido en aquella capital del universo por la penetración y por la delicadeza de su ingenio, por su profunda erudición, por su rara sabiduría en materia de religión, por su habilidad en la inteligencia de las Sagradas Escrituras y de todas las lenguas; pero cuando se observó más de cerca la santidad de sus costumbres, su modestia, su humildad, aquel género de vida tan austera, su recogimiento interior y aquella tierna devoción que a pesar de su cuidado mostraba en el altar por las copiosas lágrimas que continuamente derramaba en el santo sacrificio, todos a competencia se empeñaban en hacer con él las mayores demostraciones de estimación, de veneración y de respeto. Cada uno solicitaba llevarle a su casa, y como quizá nunca reinó más que entonces la virtud entre las señoras romanas, eran pocas las que no tenían en él una entera confianza. Pero bien persuadido el Santo de lo delicada que es la dirección de las mujeres, y no ignorando el desvelo que debe aplicar un director a evitar las ilusiones, todos los lazos y todos los peligros, se impuso una severa ley de no mirar jamás al rostro a mujer alguna, de no visitarlas, y de excusar con ellas toda frecuente conversación, aunque fuese de cosas espirituales y santas. Las oía con extraña modestia y compostura, les respondía en pocas palabras, y nunca en asuntos que no fuesen de conciencia y pertenecientes a la salvación. Pero ni su escrupuloso pudor, ni el continuo miedo de que se volviese a encender en su pecho el fuego de la tentación, le pudieron dispensar de encargarse de la dirección de las señoras más virtuosas por orden del Papa Dámaso. Entre las que se gobernaban por San Jerónimo, y se aprovechaban más de su doctrina y consejos, las que más principalmente se distinguían eran Santa Marcela viuda, Santa Asela virgen, Albina, madre de Santa Marcela, Santa Leta viuda, las santas Fabiola, Marcelina, Felicitas y algunas otras, cuyas virtudes y méritos canonizó la santa Iglesia. No obstante, las más célebres hijas espirituales suyas fueron Santa Paula, y sus dos hijas Santa Eustoquio y Santa Blesila, señora de raro mérito y virtud extraordinaria, en cuya muerte escribió San Jerónimo una bella epístola a Santa Paula su madre y a Santa Eustoquio su hermana para consolarlas en aquella pérdida.
Mientras tanto, aprovechándose el Papa Dámaso de la mansión que San Jerónimo hacía en Roma, le hizo continuar en sus obras sobre la Sagrada Escritura. Fueron recibidas del público con tanto aplauso, que en todo el mundo se hablaba de San Jerónimo con admiración. Pero en medio de este general aplauso se comenzó a descubrir poco a poco cierta especie de emulación, que tuvo principio en su celestial sabiduría, y la misma santidad de su vida la encendió más. La pureza de sus costumbres pareció a muchos eclesiásticos ser una muda censura del desorden de las suyas; y muerto el Papa Dámaso se desenfrenaron en maledicencias y en calumnias contra nuestro Santo. Se trataba de hipocresía su compostura, su austeridad y su virtud; se hacía burla de su dirección dándosela cierta interpretación maligna, y se ponía en disputa hasta la santidad de su doctrina y la pureza de su fe. Érale muy fácil a San Jerónimo, armado de su estilo, y mucho más de su inocencia, confundir a sus enemigos y disipar la calumnia; pero como solo suspiraba por su amado retiro, tomó el partido de ceder el campo a la envidia, y saliendo de Roma el año 385, se fue a embarcar en el puerto con su hermano menor Pauliniano para volverse a la Palestina. Aportó a la isla de Chipre, donde fue recibido con mucho gozo por San Epifanio en Salamina; después en Antioquía de Siria, donde vio a Paulino; de allí se encaminó a Jerusalén para pasar después a Egipto. Cuando llegó a Alejandría se hizo discípulo del famoso ciego Dídimo, que ya era venerado por uno de los más célebres doctores de la Iglesia. Por huir las contestaciones y disputas de los Origenistas se restituyó a su dulce retiro de Belén, donde ya habían llegado Santa Paula y su hija Santa Eustoquio. Santa Paula edificó dos grandes monasterios, uno para hombres, donde se retiró San Jerónimo, y otro para mujeres, dividido en tres comunidades.
Se encargó nuestro Santo de la dirección espiritual de las dos casas, y despachó a su hermano Pauliniano para que vendiese lo que hubiese quedado de la herencia de sus padres. Empleó el precio en aumentar el número de celdas en su monasterio para poder hospedar mayor número de peregrinos, especialmente religiosos que venían de todas partes del mundo a visitar la Tierra Santa. Pero estos ejercicios de virtud y de caridad de ningún modo le distraían del estudio a que particularmente le había llamado Dios. Después de haber enriquecido ya a la Iglesia con muchas obras sobre el Viejo y Nuevo Testamento, como también sobre diferentes asuntos morales, emprendió explicar la epístola de San Pablo a Filemón, a los gálatas y a los efesios. Al mismo tiempo que trabajaba día y noche en instruir y en edificar a los fieles con sus obras doctrinales, no se descuidaba en refutar los errores de los herejes. Escribió dos libros de la Virginidad contra Joviniano. Le acusaron sus émulos de que por defender la verdad había dado en el extremo contrario; y publicó una apología de su obra, que sirvió al mismo tiempo de defensa y de explicación. Poco tiempo después que salió a luz esta apología, publicó su catálogo de los Escritores eclesiásticos.
Habiendo venido en peregrinación a Jerusalén el año de 393 Alipio, obispo de Tagaste, quiso ver a San Jerónimo, cuya reputación se había extendido por toda el África. Creció su estimación y su concepto con la presencia y con el trato de aquel grande hombre. Lo que Alipio le refirió del mérito y talentos de San Agustín bastó para profesarle aquella inclinación y aquel concepto superior, que fue el fundamento de la estrecha amistad que unió después a los dos santos en tanta utilidad de toda la Iglesia.
Hacia entonces grandes progresos el origenismo en todo el Oriente; pero encontró en San Jerónimo un formidable defensor de la verdad. Por más que Rufino y Juan, obispo de Jerusalén, quisieron disfrazar sus errores con apariencias de celo y virtud, San Jerónimo les quitó la máscara, y descubrió en ellos los desvaríos de Orígenes. Quiso vengarse el Obispo; le persiguió a banderas desplegadas; le amenazó con la excomunión; le prohibió la entrada en el Santo Sepulcro, y le hubiera hecho desterrar, a no haberlo estorbado la autoridad de Santa Paula, a quien nuestro Santo se quejó amorosamente de que con su intercesión le había quitado la gloria de padecer destierro en defensa de la verdad.
Verdaderamente causa admiración que un hombre sepultado en la soledad, consumido de enfermedades, extenuado al rigor de los ayunos, de las vigilias y de las penitencias, pudiese bastar para dar expediente a tantas y tan penosas ocupaciones en que su celo por la Iglesia y su gran reputación le empeñaba cada día. Sus comentarios sobre la Sagrada Escritura; sus versiones de los Libros sagrados que adoptó después la Iglesia; sus tratados dogmáticos contra los herejes, singularmente contra Origenistas y Pelagianos; sus solas epístolas, que cada una vale un libro entero, en que se contiene el dogma más puro y la moral más sana de la religión cristiana, eran más que suficientes para absorber todo el tiempo de las más dilatada vida. Cobrando cada día más vuelo su reputación, era consultado de todas las provincias del universo; corrían todos a él como a oráculo de la cristiandad, y era generalmente buscado como uno de los más sabios y más santos doctores de la Iglesia. Las personas de más alto nacimiento le enviaban sus hijos, y los que venían en peregrinación a la Tierra Santa contaban en el número de sus principales devociones la visita de San Jerónimo en Belén.
San Jerónimo, Doctor de la Iglesia
Entre todas sus ocupaciones la principal era el estudio de la Sagrada Escritura. Ninguno conoció mejor que San Agustín el mérito de este trabajo y el importante servicio que hacía con él a la Iglesia. Le escribió su parecer, y le exhortó a que continuase una obra de tanta importancia. Tradujo, pues, del hebreo en latín todos los libros del Viejo Testamento; y los libros de Judit y de Tobías los tradujo del caldeo. A ruego del Papa San Dámaso había corregido el Salterio latino de la antigua versión itálica, sobre la edición de los Setenta hecha por San Luciano. También corrigió el Nuevo Testamento sobre la versión griega, y en fin publicó corregida de su mano la misma versión griega de los Setenta. No son menos admirables que sus versiones sus comentarios sobre la Sagrada Escritura; de manera, que con mucha razón dice la Iglesia en el oficio del día, que le escogió Dios para explicar la Escritura Sagrada.
No habiendo aprobado San Agustín el estilo, un poco más acre de lo justo, que usó nuestro Santo en su impugnación contra los errores del origenista Rufino, le escribió ingenuamente su sentir. La respuesta fue también un poco viva; pero la profunda humildad de los dos Santos terminó presto aquella leve oposición de dictámenes, y el efecto de aquella discordia pasajera fue renovarse entre los dos más estrechamente la amistad, que nunca padeció después la más mínima alteración en toda la vida.
Pelagio y su discípulo Celestino salieron de Roma, y se retiraron, el primero al África, y el segundo a Palestina, donde uno y otro comenzaron a sembrar sus errores. El primero que tuvo la honra de escribir contra esa herejía en su epístola a Cresifon fue San Jerónimo, y el año de 415 compuso un gran tratado en forma de diálogo, en que refutó los errores de Pelagio. Sintió tanto este heresiarca los mortales golpes que San Jerónimo descargaba contra su herejía en aquella obra, que aunque no se le nombraba en ella, determinó quitarse la máscara y no guardar ya más medidas con el Santo. Se vengó de él como hereje. Favorecido secretamente del obispo Juan, que siempre conservó en su corazón la levadura del antiguo odio que había profesado a San Jerónimo, comunicó Pelagio su furor a una tropa de forajidos, los cuales lo arrojaron en Belén sobre los dos monasterios que estaban a la dirección de nuestro Santo. Cometieron en ellos cuantos excesos se pueden imaginar; saquearon las dos casas, y degollaron muchas personas de uno y otro sexo. Fue comprendido un diácono en aquella mortandad, y desolándolo todo a fuego y sangre, San Jerónimo escapó de aquel peligro por milagro. Sobrevivió poco tiempo el obispo Juan a unos excesos en que había tenido alguna parte; pero Praylo, su sucesor, se portó muy de otra manera con nuestro Santo, cuya virtud y mérito tenía bien conocidos; más gozó poco tiempo San Jerónimo de esta quietud. Había días que experimentaba visiblemente la decadencia de sus fuerzas consumido de enfermedades y de penitencias cuyo rigor no remitió hasta la muerte. La vio venir con aquella tranquilidad y con aquella alegría, cuyo gusto solo se reserva a la virtud en aquella última hora. Habiendo recibido con extraordinario fervor todos los Sacramentos, lleno de días y de merecimientos entregó su alma al Criador el día 30 de septiembre del año 420, casi a los noventa de su edad, habiendo pasado cerca de cuarenta en su solitario retiro.
Sintió toda la Iglesia la pérdida de aquel grande hombre que la había enriquecido con tantas y tan sabias obras, y la había edificado con tantos y tan grandes ejemplos. El cuerpo de San Jerónimo, que a su muerte apenas era más que un esqueleto, fue sepultado en la gruta de su monasterio de Belén, y después trasladado a la iglesia de Santa María la Mayor de Roma junto al pesebre del Salvador, donde se erigió un altar en honor del Santo; pero su cabeza se adora en la magnífica iglesia de Cluny. Reconócele la Iglesia por uno de sus cuatros doctores principales, San Gregorio papa, San Ambrosio, San Agustín y San Jerónimo, cuyo culto se ha extendido en España más que en otras partes con motivo de la religiosa orden que hasta el día de hoy se honra con su nombre, y dedicada principalmente en la soledad y en el retiro al celestial ejercicio de las divinas alabanzas, hace tanto honor a la Religión y a la Iglesia, promoviendo con tanta devoción como magnificencia el culto divino en desempeño de su angelical instituto.
San Agustín, San Gregorio, San Jerónimo y San Ambrosio,
Los Cuatro Grandes Santos Doctores de la Iglesia
Los Cuatro Grandes Santos Doctores de la Iglesia
Propósitos
No digas ya que cuesta mucho el ser santo. Esta cantinela tan común entre los imperfectos y entre los mundanos es buena prueba de lo poco que se ama a Dios, y hace poca merced a los que usan este lenguaje. Las dificultades que se figuran en el servicio de Dios, no están en el mismo servicio, sino en el corazón de los que vanamente se lisonjean de que le quieren vivir. A un enfermo sin fuerzas y sin espíritu; a un hombre extenuado y consumido con una calentura, la menor carga se le representa peso enorme, al mismo tiempo que a un hombre sano y vigoroso le parece la cosa más ligera. El mismo enfermo que no puede dar dos pasos sin sofocarse, en sana salud anda una legua a pie sin la menor fatiga. Aprovéchate de estas reflexiones prácticas. Ama a Dios, y todo se te hará dulce, fácil y suave en su servicio. Ama a Dios, y se desvanecerán todas las dificultades que abulta tu aprehensión en el camino de la salvación. Pero si las máximas del Evangelio te parecieren demasiadamente amargas y demasiadamente duras, ten por cierto que no amas a Dios. Pídele sin cesar este amor: Jesucristo vino a encender en la tierra este divino fuego, y no desea otra cosa sino que el mundo se abrase en Él. Culpa tuya será si está apagado en tu corazón.
Fuente: Las historias de las vidas de los santos fueron transcritas del libro “Año cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del padre Juan Croisset (1656-1738) de la Compañía de Jesús; traducido al castellano por el padre José Francisco de Isla (1703-1781) de la Compañía de Jesús. Publicado en el siglo XIX.
FUENTE (https://www.vaticanocatolico.com/san-jeronimo/#.XZHtoG5uKP4)
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