sábado, 21 de marzo de 2020

SAN BENITO ABAD, III CLASE

San Benito, tan célebre en todo el orbe cristiano, luz del desierto, apóstol del monte Casino, restaurador de la vida monástica en el Occidente, uno de los más ilustres y de los mayores santos de la Igesia, nació por los años de 480 en las cercanías de Nursia, del ducado de Espoleto. Su nobilísima casa, una de las más distinguidas de Italia, se hacía respetar en toda ella, así por sus enlaces como por su grande riqueza. El padre, que se llamaba Eupropio, se cree que fue de la casa de los Anicios, y su madre, llamada Abundancia, era condesa de Nursia. San Gregorio, que escribió la vida de nuestro Santo, dice que no sin misterio le llamaron Benito, por las grandes bendiciones con que le previno el Señor desde su nacimiento.
Nada hubo que hacer en inclinarle á la piedad, porque las primeras lecciones que se le dieron hallaron ya un corazón formado para la virtud. Desde luego se descubrió en él un buen ingenio, nobles inclinaciones, un natural tan dócil y tales señales de devoción, que á los siete años de su edad le enviaron sus padres á Roma para que se criase en aquella corte á vista del Papa Félix II, que también se cree haber sido de la misma familia.
Hizo asombrosos progresos en las ciencias humanas por espacio de siete años que se dedicó á ellas; pero fueron mucho más asombrosos los que hizo en la ciencia de la salvación. Ya desde entonces se miraba como especie de prodigio su frecuente oración, su inclinación al retiro, su circunspección y las penitencias que hacía en una edad que sólo toma gusto á las diversiones y á los entretenimientos.
Pero sobre todo sobresalía en Benito la tierna devoción que profesaba á la Madre de Dios. Venérase todavía en el oratorio de San Benito de Roma la imagen de la Santísima Virgen, en cuya presencia pasaba muchas horas en oración todos los días; y asegura el beato Alano que delante de ella recibió del Cielo extraordinarios favores.
Habiendo observado las licenciosas costumbres de los jóvenes de su edad y de su esfera, y conociendo los grandes peligros á que estaba expuesta su salvación quedándose en el mundo, resolvió buscar seguro asilo á su inocencia en el retiro del desierto, y, lleno del espíritu de Dios que le guiaba, salió de Roma, siendo de solo quince años; llegó cerca de una aldea llamada Afilo, donde, habiendo hecho un milagro con el ama que le había criado y no había querido apartarse de él, halló medio para escaparse secretamente de ella, y por sendas descaminadas se fue á esconder en el desierto de Sublago, á quince leguas de Roma.
Todo conspira á inspirar horror en aquella soledad: los peñascos escarpados, cuyas puntas se escondían á la vista; los precipicios espantosos, y un terreno seco, estéril é infecundo; pero el animoso Benito halló en ella dulces atractivos. Habiéndole encontrado cierto monje llamado Romano, le preguntó qué buscaba por aquellos desiertos, y respondióle Benito que un sitio donde sepultarse en vida para no pensar más que en Dios; admirado Romano, le enseñó cierta gruta abierta en una roca, parecida á una sepultura. En ella se enterró Benito, y Romano le trajo de su monasterio un hábito de monje, cuidando también de traerle algunos mendrugos de pan una vez á la semana.
No se pueden comprender las excesivas penitencias que hizo aquel esforzado joven, héroe de la religión cristiana, desde los primeros pasos de su penosa carrera. Su ayuno era continuo, su oración casi perpetua, y como si no bastase para mortificación de aquel cuerpecito tierno y delicado no tener más cama que la dura peña, ni apenas otro alimento que insípidas y agrestes raíces, se echó á cuestas un áspero cilicio, de que no se desnudó en toda la vida.
Estremecióse el Infierno al ver tantas virtudes en el joven solitario, y desde luego comenzó el enemigo común á valerse de todo género de artificios para desalentarle. Dio principio  á la batalla haciendo pedazos una campanilla pendiente de una cuerda larga, con que Romano prevenía á Benito para que acudiese á recoger los mendrugos de pan que le descolgaba; pero la caridad, que es ingeniosa, halló arbitrio para continuar en su ejercicio. A esto se siguieron ruidos, fantasmas y otras cien estratagemas, que, habiéndolos experimentado igualmente inútiles, acudió por último recurso á la tentación más vehemente, y también más peligrosa.
Burlábase Benito, lleno de confianza en Jesucristo, de todos los vanos esfuerzos del demonio, cuando la memoria ó la imagen de una doncella que había visto en Roma se le imprimió tan vivamente en la imaginación, le inquietó tanto y le apuró con tal vehemencia, que para librarse de ella se desnudó el santo joven con animoso denuedo, y, corriendo á arrojarse entre una espinosa zarza, en ella se revolcó hasta que el extremo dolor que sentía mitigó del todo los ímpetus del deleite con que el tentador había querido derribarle. Quedó para siempre vencido y avergonzado el espíritu impuro, y premió el Cielo la generosa fidelidad de su siervo concediéndole el singular privilegio de que no volviese á experimentar en adelante semejantes tentaciones.
Hacía tres años que Benito vivía en el desierto, más como ángel que como hombre, cuando quiso el Señor darle á conocer al mundo.  A legua y media de su gruta ó de su cisterna habitaba un santo clérigo que en la víspera de Pascua había hecho disponer comida algo más abundante para el día siguiente, en honor de tanta festividad. Aquella noche se le apareció el Señor en sueños, y le dijo que al otro día buscase á su siervo en el desierto y le llevase de comer; hízolo así el buen sacerdote, y quedó atónito cuando se halló con un mancebo tan delicado y vio la espantosa penitencia que hacía; y sin poderse contener, publicó lo que había visto; siendo ésta la ocasión de que comenzase la fama de Benito á divulgarse y hacer ruido en el mundo.
Murió por este tiempo el abad del monasterio de Vicovarre, entre Sublago y Tívoli; y habiendo nombrado los monjes á Benito por superior suyo, aunque se resistió cuanto pudo, alegando muchas razones, no fue oído y le obligaron á encargarse del gobierno del monasterio. Pero apenas comenzó el santo abad á querer enderezarlos por el camino estrecho de su profesión, cuando se arrepintieron de la elección que habían hecho, negáronle la obediencia y aun intentaron quitarle la vida con veneno que le echaron en la bebida; mas, al tiempo de sentarse el Santo á la mesa, echó la bendición como acostumbraba, y al punto se hizo pedazos el vaso que contenía el veneno.
Conociendo Benito la perversa intención de aquellos monjes, y pidiendo á Dios los perdonase, renunció la abadía y se volvió á retirar á su amada soledad, aunque no estuvo solo mucho tiempo; porque á la fama de su rara santidad, concurrió de todas partes tan prodigioso número de gente con deseo de entregarse á su dirección y gobierno, que sólo en el desierto de Sublago fundó doce monasterios, dándoles la regla que acababa de componer, dictada, digámoslo así, por el Espíritu Santo.
Creciendo cada día la reputación de su virtud, venían á verle y á consultarle los más autorizados senadores de Roma, entre los cuales Tertulo trajo consigo á su hijo primogénito Plácido, de edad de siete años, y Equicio á Mauro, que tenía doce, rogando á Benito que se encargase de educarlos. Aplicóse á ello con tanto cuidado, que en poco tiempo, de aquellos dos queridos discípulos suyos, hizo dos grandes santos, habiendo Plácido derramado su sangre por Jesucristo, y siendo Mauro como el segundo fundador de la religión benedictina en el reino de Francia.
No hay virtud sin persecución. Gobernaba la parroquia inmediata al desierto de Sublago un mal sacerdote llamado Florencio, que, no pudiendo sufrir tan heroicos ejemplos de virtud, como muda reprensión de los desórdenes secretos de su estragada vida, no contento con desacreditar cuanto podía el nuevo instituto, ni con perseguir al padre y á los hijos, intentó con diabólicos artificios armar infames lazos á la pureza de los monjes. Juzgó el Santo que dictaba la prudencia ceder á la tempestad; y desamparando el desierto de Sublago se fue al monte Casino, donde el Cielo le tenía prevenida una mies más abundante y donde, á título de fundador de una orden religiosa tan célebre entre todas las que ilustran á la Iglesia del Señor, había de añadir el de apóstol.
Habíanse como atrincherado entre las inaccesibles montañas del Casino algunas miserables reliquias de paganismo, adorando impune y públicamente al dios Apolo, en cuyo honor se conservaba un templo y algunos bosques sagrados á vista de la misma Roma cristiana. Encendido Benito de aquel espíritu que anima y forma los héroes del Evangelio, ataca á la idolatría en sus mismas trincheras, derriba el templo, hace pedazos el ídolo, abrasa los bosques consagrados á las mentidas deidades, levanta sobre las mismas ruinas del templo y del altar dos capillas, una en honra de San Juan Bautista y otra en la de San Martín, y en pocos días convierte á la fe á todos aquellos pueblos.
Armóse, dice San Gregorio, todo el Infierno junto para detener las rápidas conquistas de nuestro Santo. Espectros horribles, aullidos espantosos, terremotos, amenazas, incendio, granizo, piedra, de todo se valió el enemigo de la salvación; pero de todo inútilmente. Sobre la eminencia de aquella montaña fundó Benito el famoso mo­nasterio de Monte Casino, venerado siempre como solar y centro de aquella célebre religión que brilla tanto en la Iglesia de Dios más ha de mil doscientos años, habiendo dado á los altares más de tres mil santos, á las diócesis un número casi infinito de insignes prelados, al Sacro Colegio más de doscientos cardenales, á la Silla Apostólica cuarenta sumos pontífices, donde hasta el día de hoy se admiran y se veneran en las célebres congregaciones de Cluni, de Monte Casino, de San Mauro, de San Vanes, de San Columbano (sin que á ninguno ceda la de España é Inglaterra), tan grandes ejemplos de virtud y escritores tan hábiles y tan sobresalientes en todo género de letras.
Aun no se había acabado el nuevo monasterio, cuando fue menester levantar otros muchos, siendo éste el tiempo en que San Benito, compuso, ó á lo menos perfeccionó aquella santa regla, cuya prudencia, sabiduría y perfección alaba tanto San Gregorio, habiendo merecido no sólo la aprobación, sino el respeto de toda la Iglesia.
Movida Santa Escolástica, hermana de San Benito, así de los grandes ejemplos de virtud como de las maravillas que obraba el Señor por medio de su santo hermano, determinó dejar el mundo; y encerrándose con otras doncellas en un monasterio distante algunas leguas de Monte Casino, fue también, con la dirección de nuestro Santo, fundadora de la vida monacal en el Occidente, respecto de las mujeres.
No es fácil referir todo lo que hizo Benito los trece ó catorce años que vivió en Monte Casino, ni todos los prodigios que se dignó Dios obrar por su ministerio. No sólo poseía el don de milagros, sino que lo comunicaba á sus monjes, como lo experimentó Mauro, que se metió por una laguna, sin hundirse en ella, á sacar á San Plácido por orden de su maestro.
De todas partes concurrían tropas de gente á venerarle. Y deseando Totila, rey de los godos en Italia, conocer á un hombre de quien publicaba la fama tantas maravillas, vino á verle; pero al mismo tiempo, para probar si estaba dotado del don de profecía que tanto se celebraba, mandó á un caballerizo suyo que se vistiese de los adornos reales y de todas las insignias de la majestad; mas luego que Benito le vio con aquel equipaje, le dijo con dulzura: Deja, hijo mío, esas insignias que no te convienen, y no te finjas el que no eres. Asombrado Totila de la maravilla, corrió á arrojarse á los pies del Santo, á los que estuvo postrado hasta que Benito le levantó; y habiéndole reprendido respetuosamente los horribles estragos que había hecho en Italia, le pronosticó cuanto le había de suceder por espacio de nueve años, exhortándole á convertirse, y diciéndole que al décimo iría á dar cuenta á Dios de toda su vida. Verificó el suceso toda la profecía del Santo, y, procediendo Totila en adelante con mayor moderación y humanidad, no cesaba de publicar la virtud del siervo de Dios.
Siendo San Benito la admiración de todo el mundo, y respetándole los sumos pontífices, los emperadores y los reyes como el asombro de su siglo, vivía en el monasterio como si fuera el último de los monjes. Sólo se valía de su autoridad para ejercitarse en los oficios más humildes, y para exceder en mucho la austeridad de la regla. No obstante que el Señor parece había puesto debajo de su dominio á todo el Infierno, y que la misma muerte le obedecía, era, con todo eso, humildísimo, teniéndose por el más mínimo de todos los monjes, y acreditando con su proceder que así lo creía. Pronosticó el día de su muerte, y se dispuso para ella con nuevo fervor y ejercicios de penitencia. Seis días antes mandó abrir la sepultura; y, en fin, el sábado antes de la Dominica de Pasión, á los 21 de Marzo del año 543, siendo de solos sesenta y tres años no cumplidos, pero consumido de los trabajos y mortificaciones; lleno de méritos, y logrando el consuelo de ver extendida su orden religiosa en Sicilia por San Plácido, en Francia por San Mauro, y en España, Portugal, Alemania y hasta en el mismo Oriente por otros discípulos suyos, rindió tranquilamente el espíritu en manos de su Criador, en la misma iglesia de Monte Casino, donde se había hecho conducir para recibir el Santo Viático.
En el mismo punto que expiró, dos monjes que vivían en dos monasterios muy distantes vieron un camino muy resplandeciente que daba principio en Monte Casino y terminaba en el Cielo, y al mismo tiempo oyeron una voz que decía: Este es el camino por donde Benito, siervo amado de Dios, subió á la Gloria. El cuerpo del Santo estuvo por algunos días expuesto á la veneración de sus hijos y de todo el pueblo, y después fue enterrado en la sepultura que él mismo había mandado abrir, donde se conservó hasta el año 580, en que fue destruido el monasterio de Monte Casino por los lombardos, como lo había profetizado el mismo Santo, quedando sepultadas entre sus ruinas aquellas preciosas reliquias. Dícese que el año 660, habiendo pasado á visitar el Monte Casino San Algulfo por orden de San Momol, segundo abad del monasterio de Fleuri, llamado hoy San Benito sobre el Loyva, tuvo la dicha de desenterrar aquel tesoro, y, trayéndole á Francia, le colocó en su monasterio, donde se tiene con singular veneración, honrando el Señor las sagradas reliquias con los innumerables milagros que hace cada día.
La Misa es en honra de San Benito, y la oración es la que sigue:
Suplicámoste, Señor, que la intercesión de San Benito, abad, nos haga gratos á Vuestra Majestad, para conseguir por su patrocinio lo que no podemos por nuestros merecimientos. Por Nuestro Señor...
La Epístola es del cap, 45 del libro de la Sabiduría, y la misma que el día 19.
REFLEXIONES
Al que cree, dice el Salvador (Marc. 5), todas las cosas son po­sibles; y se pudiera añadir, que también fáciles. Mas que el amor propio se estremezca, mas que la razón se violente, mas que se asusten los sentidos, no temas, cree, y será tuya la victoria. Cier­tamente, cuando la fe nos representa con viveza aquellas verdades eternas; cuando nos desenvuelve aquellos misterios sobrenaturales; cuando nos pone á la vista con la mayor claridad aquellos objetos superiores á las limitadas luces de todo entendimiento criado, las nieblas del espíritu humano se disipan, las ilusiones caen y se des­vanecen. Entonces se conoce que las brillanteces del mundo son falsas, que sus flores son caducas, que casi todas son artificiales. Entonces se descubre como es la virtud, ó, por mejor decir, la santidad; aquella afortunada región que, lejos de devorar á sus habitadores, los sustenta, los enriquece, los colma de delicias, es una tierra por donde corren ríos de leche y miel. No es posible creer como se debe y no ser santo. Usa San Pablo de esta palabra cuando escribe á los fieles. Y, á la verdad, ¿cómo es posible creer la encarnación del Verbo, la vida y muerte del Salvador, todo lo que hizo y padeció por redimirnos, y tratarle con indiferencia? ¿Cómo es posible creer un Infierno eterno, aquellas llamas inextinguibles, aquellos tormentos infinitos en severidad y en duración, y encontrar amargura en la penitencia y deleite en el pecado? La fe, dice San Juan, es aquella victoria que triunfa del mundo. Ella es la que sujeta las pasones y la que hace pedazos las más dulces y las más fuertes prisiones. A la claridad de sus rayos se descubren los lazos que arma el tentador á la virtud; se quita al mundo la mascarilla, quedando á cara descubierta sus capciosos artificios; y, finalmente, se solicita un asilo á la inocencia, buscándole en los claustros y aun en los mismos desiertos. La fe hizo ingeniosos, hizo sabios á los santos; sea la nuestra tan viva como la suya, y con el auxilio de la divina gracia seremos tan dichosos y tan santos como ellos.
El Evangelio es del cap. 19 de San Mateo.
En aquel tiempo dijo Pedro á Jesús: He aquí que nosotros lo hemos abandonado todo, y te hemos seguido: ¿qué premio, pues, recibiremos? Pero Jesús le respondió: En verdad os digo: que vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se sentare en el trono de su gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, y juzgaréis á las doce tribus de Israel. Y todo aquel que dejare ó su casa, ó sus hermanos, ó hermanas, ó á su padre, ó madre, ó á su mujer ó hijos, ó sus posesiones por causa de mi Nombre, recibirá ciento por uno, y poseerá la vida eterna.
MEDITACIÓN
De la felicidad de los santos en el Cielo.
Punto primero.—Considera con qué energía promete el Salva­dor á los que le sirven magníficas recompensas; ciento por uno en esta vida; muerte preciosa, alegría exquisita, llena, colmada, eterna en la otra. ¿Has formado alguna vez concepto cabal, ó á lo menos no desproporcionado, de lo que es esta felicidad eterna? De ningún modo. Concibe, si es posible, qué dicha es la de los bienaventurados en el Cielo. Es tal, que nada de lo que se diga es bastante para explicarla, y nada de cuanto se haga es suficiente para merecerla.
No hay en el mundo cosa que nos pueda hacer comprender los bienes que gozan; pero hay demasiadas que nos hagan conocer los males de que están exentos. ¿Quieres comprender la felicidad de la otra vida? Pues sábete que está exenta de todas las miserias de ésta. Dolores, tristezas, enfermedades, miedos, inquietudes, sobresaltos, pesadumbres, todo está para siempre desterrado de aquella mansión feliz. Ninguna desazón, ninguna molestia tiene entrada en aquella Santa Ciudad. Reina en la Jerusalén celestial una alegría pura y llena, una calma inalterable. ¡Ah, Señor, qué entendimiento humano podrá comprender en la Tierra las inefables dulzuras que gustan vuestros escogidos en el Cielo!
No sólo se logra allí todo cuanto se desea, sino todo lo que es menester para no tener más que desear. El corazón está lleno, el alma satisfecha. Están como inundados los cortesanos del Cielo en un torrente, en un océano de purísimas delicias.
Punto segundo.—Considera qué alegría producirá aquella vista clara y distinta, aquella vista íntima de un Dios, y de un Dios amigo y de un Dios padre.
La posesión de los bienes criados cansa; porque, como todo cuanto hay en este mundo es limitado, apenas se posee, cuando ya fastidia; pero, siendo Dios de perfección infinita, cuanto más se posee más deleita. Los bienaventurados nunca se ven hartos; por una parte siempre satisfechos, por otra siempre ansiosos; pero una ansia que no es congoja, porque la misma saciedad excita, estimula el apetito.
Imagina todo cuanto puede hacer á un hombre perfectamente feliz en este mundo. Junta todos los tesoros del Universo; une todas las coronas de la Tierra; la muerte, sola su memoria, echa un jarro de agua en toda esta idea de felicidad.
En el Cielo es donde se logra la dicha de ser perfectamente feliz, allí es donde se asegura no dejar jamás de serlo. El mundo se aca­bará; pasaránse millones de millones de siglos después que ya no haya memoria de él, y no habrá pasado ni un solo momento de aquella dichosa eternidad. ¡Oh mi Dios, y qué cosa tan dulce es poseeros sin miedo de perderos jamás! ¡Qué recuerdo tan suave, qué pensamiento tan delicioso! Esto es lo que ahora piensa, y esto es lo que ahora dice San Benito con aquel infinito número de santos que ha dado al Cielo su sagrada religión. ¿Hallarán ahora por su cuenta que el Cielo les costó muy caro? ¿Se arrepentirán ahora de las pe­nitencias, de las amarguras de su dichosa soledad?
Dios mío, ¿es posible que yo puedo ser todo eso, y que no hago todo cuanto se puede hacer en el mundo para lograr algún día la dicha de poder gustarlo y poder decirlo? Vuestra gracia imploro, dulcísimo Jesús mío, vuestra gracia; porque desde este mismo punto comienzo á trabajar en este negocio sin intermisión y sin cobardía.
JACULATORIAS
¡Oh mi Dios, y cuántas dulzuras tenéis reservadas á los que os temen y os aman con fidelidad!—Ps. 30.
¡ Oh, Señor, cuándo llegará aquel dichoso día en que la ceniza se convierta en corona, las lágrimas en óleo de alegría, y en vez de luto esté vestido de gloria!—Isai., 61.
PROPÓSITOS
1. Cuando la generosa madre de los siete hermanos Macabeos exhortaba al menor de sus hijos á dar la vida valerosamente por la religión, á ejemplo de sus hermanos, le decía estas palabras: Ruégote, hijo mío, que pongas los ojos en el Cielo y te hagas digno de merecer la diadema que ya adorna las sienes de tus hermanos. Toma para ti este útilísimo consejo, sumamente provechoso en las diferentes disposiciones del cuerpo, del corazón y del ánimo. Es la Vida fértil en espinas, fecunda en mortificaciones, las que, al parecer, crecen con el riego de nuestro llanto. Aun cuando nos perdonaran la calumnia, la envidia y la persecución, nuestras mismas pasiones serian nuestros tiranos. En medio de esas adversidades, cuando estés más sitiado de trabajos, represéntate al mismo Salvador, que anima tú desaliento con la esperanza del premio.
2. Si quieres estar más desprendido de la Tierra, piensa frecuentemente en el Cielo. Imita lo primero la industriosa piedad de aquel gran príncipe que en los salones más ostentosos de palacio y en sus más deliciosas magníficas casas de campo mandó poner esta inscripción: No tenemos en este mundo mansión que sea estable; y así aspiramos á fijar nuestra habitación en el Cielo. Discurre y habla, lo segundo, como aquel fervoroso misionero que, consumido al afán de sus apostólicas fatigas y al rigor de sus rigurosas penitencias, exhortándole á que por lo menos, en la avanzada edad de ochenta años, descansase ó moderase algo sus penosos ejercicios, respondía: Trabajemos por el Cielo mientras estamos en este mundo; mortifiquémonos mientras vivimos, que harto lugar tendremos para descansar en la eternidad. Lo tercero, nunca celebres la festividad de algún santo ó santa sin hacer reflexión á la felicidad eterna que están gozando, y considera que te están diciendo: Nosotros fuimos lo que tú eres; en tu mano está, con la divina gracia, ser presto lo que nosotros so­mos; ten la misma fidelidad y gozarás la misma suerte.
FUENTE


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