viernes, 6 de enero de 2023

EPIFANÍA DEL SEÑOR - CON TEXTOS LITÚRGICOS

 


La palabra "Epifanía" significa "manifestación". La Santa Madre Iglesia, en esta Misa, conmemora una triple manifestación de Nuestro Señor Jesucristo: ante los Magos, esto es, ante los gentiles; en su Bautismo, cuando una voz desde los cielos declaró: "Éste es mi hijo muy amado"; y en el milagro de convertir el agua en vino, en las Bodas de Caná.

NOMBRE DE LA FIESTA

La fiesta de Epifanía es continuación del misterio de Navidad; pero se presenta en el ciclo litúrgico con una grandeza. Su nombre, que significa Manifestación, indica bien claramente que su objeto es honrar la aparición de un Dios en medio de los hombres.

Efectivamente, durante muchos siglos se dedicó este día a la celebración del Nacimiento del Salvador; y cuando los decretos de la Santa Sede obligaron a todas las Iglesias a celebrar en lo sucesivo con Roma, el misterio de Navidad el día 25 de diciembre, el 6 de enero no quedó del todo privado de su antigua gloria. Conservó el nombre de Epifanía con el glorioso recuerdo del Bautismo de Jesucristo, cuyo aniversario fija una tradición en este día.

La Iglesia griega da a esta fiesta el misterioso y venerable nombre de Teofanía, nombre célebre en la antigüedad para significar una Aparición divina. Se halla este vocablo en Eusebio, en San Gregorio de Nacianzo, en San Isidoro de Pelusa; es el nombre propio de esta fiesta en los libros litúrgicos de la Iglesia griega.

Los Orientales la llaman aún las Santas Luces, a causa del Bautismo que se administraba antiguamente en este día, en memoria del Bautismo de Jesucristo en el Jordán. Es sabido que los Padres llamaban al Bautismo, Iluminación y a los que lo recibían, iluminados.

Nosotros la llamamos familiarmente, Fiesta de Reyes, en recuerdo de los Magos, cuya llegada a Belén se conmemora de un modo particular en este día.

La Epifanía participa con las fiestas de Navidad, Pascua, la Ascensión y Pentecostés del honor de ser calificada de día santísimo, en el canon de la Misa; se la considera como una de las fiestas cardinales, es decir, una de las fiestas sobre las que descansa la economía del Año litúrgico. De ella toma su nombre una serie de seis Domingos, lo mismo que otras toman el título de Domingos de Pascua o Domingos de Pentecostés.

A consecuencia del Concordato hecho en 1801 entre Pío VII y el Gobierno francés, el legado Caprara, llegó a una reducción de fiestas, y la piedad de los fieles vio con gran pena suprimidas muchas de ellas. Fueron numerosas las que, sin ser suprimidas, se trasladaron al Domingo siguiente. Epifanía fué una de ellas, de manera que cuando el 6 de enero no cae en Domingo, nuestras Iglesias (el autor habla de Francia)[1] aplazan hasta el próximo domingo el esplendor católico. Esperemos que luzcan días mejores para nuestra Iglesia, y que un futuro más afortunado nos devuelva el gozo de que nos privó durante un tiempo la prudente condescendencia de la Santa Sede.

Es, pues, un gran día la fiesta de la Epifanía del Señor; la alegría causada por la Natividad del Niño Dios, debe seguir aumentando en esta fiesta. En efecto, los nuevos destellos de Navidad nos muestran con un nuevo esplendor; la gloria del Verbo Encarnado; y sin hacernos perder de vista los inefables encantos del divino Niño, manifiestan en todo el brillo de su divinidad, al Salvador que amorosamente se nos ha mostrado. Los pastores no son los únicos llamados por los Ángeles a reconocer al VERBO HECHO CARNE; también el género humano, y la naturaleza entera son invitados por la misma voz de Dios a adorarle y escucharle.

MISTERIOS DE ESTA FIESTA

Ahora bien, en medio de los misterios de su divina Epifanía, tres rayos del Sol de justicia descienden hasta nosotros. En el ciclo de la Roma pagana, este día, 6 de enero, estuvo dedicado a celebrar el triple triunfo de Augusto, autor y pacificador del Imperio; pero cuando nuestro Rey pacífico cuyo imperio es eterno y no tiene límites, decidió la victoria de su Iglesia por medio de la sangre de sus mártires, la Iglesia juzgó con la divina Sabiduría que la asiste, que un triple triunfo del Emperador inmortal, debía sustituir en el nuevo ciclo, a las tres victorias del hijo adoptivo de César. Así pues, la memoria del Nacimiento del Hijo de Dios quedó asignada al día 25 de diciembre; pero, en cambio, en la fiesta de Epifanía vinieron a juntarse tres manifestaciones de la gloria de Cristo: el misterio de los Magos venidos de Oriente, guiados por la estrella, para honrar la realeza divina del. Niño de Belén; el misterio del Bautismo de Cristo, proclamado Hijo de Dios en las aguas del Jordán, por la voz del mismo Padre celestial; y, por fin, el misterio del divino poder de Cristo, que convirtió el agua en vino en el banquete simbólico de las bodas de Caná.

¿Es también el aniversario de su realización, el día dedicado a la memoria de estos tres prodigios? Es cuestión debatida. Pero, bástales a los hijos de la Iglesia el que ella haya fijado en el día de hoy la conmemoración de estas tres manifestaciones para que sus corazones celebren con entusiasmo los triunfos del Hijo divino de María.

Si pasamos ahora a considerar en particular las varias facetas que ofrece el objeto de esta fiesta, observaremos al instante que, de los tres misterios que honra la Iglesia en este día, la adoración de los Magos es el subrayado con mayor complacencia. La mayoría de los cantos del Oficio y de la Misa están destinados a celebrarlo, y los dos grandes Doctores de la Sede Apostólica, San León y San Gregorio, en sus Homilías sobre esta fiesta, parece que han querido insistir únicamente en ese punto, aunque no dejen de reconocer con San Agustín, San Paulino de Nola, San Máximo de Turín, San Pedro Crisólogo, San Hilario de Arlés y San Isidoro de Sevilla, el triple misterio de Epifanía. El motivo de esta preferencia de la Iglesia Romana por el misterio de la vocación de los Gentiles, se funda en que es sumamente glorioso para Roma, la cual, de cabeza de la gentilidad, había pasado a ser Cabeza de la Iglesia cristiana y de la. humanidad, gracias a la celestial vocación que hoy, y en la persona de los Magos, llama a todos los pueblos a la admirable luz de la fe.

La Iglesia griega no hace hoy mención especial de la adoración de los Magos, sino que une este misterio al del Nacimiento del Salvador en sus Oficios de Navidad. Todas sus alabanzas, en la fiesta de hoy, tienen por objeto único el Bautismo de Jesucristo.

La Iglesia latina celebra el segundo misterio de la Epifanía junto con los dos restantes, el 6 de enero. En el Oficio de hoy se le menciona con frecuencia; pero, lo que más llama la atención de la Roma cristiana es la llegada de los Magos ante la cuna del nuevo Rey; por eso, era santificación de las aguas, para que fuese su memoria dignamente honrada. El día escogido por la Iglesia de Occidente para honrar de un modo especial el Bautismo del Salvador, fue la Octava de Epifanía.

Lo mismo ocurrió con el tercer misterio de Epifanía, un tanto eclipsado por el esplendor del primero, aunque recordado repetidas veces en los cantos de esta fiesta; su celebración particular, fue trasladada a otro día, es decir al segundo domingo después de Epifanía.

Muchas Iglesias asociaron al misterio de la; conversión del agua en vino, el de la multiplicación de los panes, que tiene muchas analogías con el primero, y en el que el Salvador manifestó también su poder divino; pero la Iglesia Romana, aunque toleró esa costumbre en los ritos Ambrosiano y Mozárabe, no lo admitió nunca en el suyo, con el fin de conservar el día 6 de enero, el número de tres que debe señalar en el ciclo los triunfos de Cristo; y también porque San Juan nos enseña en su Evangelio que el milagro de la multiplicación de los panes se. realizó en la proximidad de la Pascua, lo que de ningún modo podría convenir a la época del año en que se celebra la Epifanía. Démonos, pues, de lleno al regocijo en tan bello día, y en esta fiesta de la Teofanía, de las santas Luces, de los Reyes Magos, consideremos con amor el brillo deslumbrante de nuestro Sol divino que sube con pasos de gigante, como dice el Salmista (Salmo XVIII), y que derrama sobre nosotros sus oleadas de luz, dulce y esplendorosa. Los pastores que acudieron a la voz del Angel han visto ya reforzado su fiel grupito; el príncipe de los Mártires, el Discípulo amado, la virginal cohorte de los Inocentes, el glorioso Santo Tomás, San Silvestre, el patriarca de la paz, no son ya los únicos en velar ante la cuna del Emmanuel; sus filas se abren ahora para dar paso a los Reyes de Oriente, portadores de los votos y adoraciones de toda la humanidad. El humilde establo es ya estrecho para tan gran concurrencia; Belén aparece amplio como el universo. María, trono de la divina Sabiduría, acoge con su graciosa sonrisa de Madre y Reina a todos los miembros de esta corte; presenta a su Hijo a la adoración de la tierra y a las complacencias del cielo. Dios se manifiesta a los hombres porque es grande; mas se manifiesta por medio de María porque es misericordiosa.

RECUERDOS HISTÓRICOS

En los primeros siglos de la Iglesia, hallamos dos notables sucesos ocurridos en esta fecha memorable que nos reúne al rededor del Rey pacífico. El 6 de enero de 361, el César Juliano, apóstata ya en su corazón, se encontraba en Viena de las Galias, la víspera de subir al trono imperial que pronto iba a dejar vacante la muerte de Constancio. Necesitaba todavía del apoyo de aquella Iglesia cristiana, en la que se decía, había incluso recibido el grado de Lector, y a la que a pesar de todo se disponía a atacar con la astucia y ferocidad del tigre. Nuevo Herodes, astuto como el antiguo, quiso también en este día de Epifanía acudir a adorar al Rey recién nacido. Según el relato de su panegirista Amiano Marcelino, se vio al coronado filósofo salir del impío santuario donde consultaba secretamente a los arúspices, y entrar luego en los pórticos de la Iglesia, y en medio de la asamblea de los fieles ofrecer al Dios de los cristianos un homenaje tan solemne como sacrílego.

Once años más tarde, en 372, otro emperador penetraba también en la Iglesia, en esta misma fiesta de Epifanía. Era Valente, cristiano por el bautismo como Juliano, pero perseguidor, en nombre del arrianismo, de aquella misma Iglesia que Juliano atacaba en nombre de sus dioses impotentes y de su vana filosofía. La evangélica libertad de un santo Obispo derribó a Valente a los pies de Cristo Rey, el mismo día en que la diplomacia había obligado a Juliano a inclinarse ante la divinidad del Galileo.

Acababa de salir San Basilio de su célebre entrevista con el prefecto Modesto, en la cual había logrado salir vencedor de la violencia del mundo, gracias a la libertad de su temple de Obispo. Llega Valente a Cesarea, rebosando impiedad arriana su corazón y se dirige a la basílica donde el Pontífice está celebrando con su pueblo la gloriosa Teofanía. "Pero, como dice elocuentemente San Gregorio Nacianceno, apenas hubo pasado el emperador el umbral del sagrado recinto, cuando el canto de los salmos resonó en sus oídos como un trueno. Contempla con estremecimiento a la muchedumbre de los fieles semejantes a un mar. El orden y la belleza del santuario brillan a su vista con una majestad más angélica que humana. Pero lo que mayor impresión le causa, es aquel Arzobispo, de pie en presencia de su pueblo, con el cuerpo, los ojos y el alma tan serenos como si nada hubiera pasado, entregado por entero a Dios y al altar. Valente contempla también a los ministros sagrados, inmóviles en su recogimiento, invadidos por el santo respeto de los Misterios. Nunca había asistido el Emperador a un espectáculo tan augusto; su vista se nubla, se le inclina la cabeza y su alma se halla embargada de admiración y espanto."

El Rey de los siglos, Hijo de Dios e Hijo de María, había vencido. Valente observa que se desvanecen sus proyectos de violencia contra el santo Obispo; y si en aquel momento no adoró, al Verbo consusbtancial al Padre, al menos unió su homenaje externo al de la grey de Basilio. Al Ofertorio, se adelantó hacia el altar y presentó sus dones a Cristo en la persona de su Pontífice. Y estaba tan visiblemente nervioso ante el temor de que Basilio no los quisiese aceptar, que los ministros del templo tuvieron que sostenerle con sus brazos para que, en su azoramiento, no cayera al pie mismo del altar.

De este modo fue honrada en esta gran solemnidad la Realeza del Salvador recién nacido por los poderosos de este mundo a quienes se vio, conforme a la profecía del salmo, derribados y lamiendo la tierra a sus pies. (Salmo LXXI.)

No obstante, debían venir nuevas generaciones de emperadores y reyes que doblarían su rodilla y ofrecerían a Cristo Rey el homenaje de un corazón rendido y ortodoxo. Teodosio, Carlomagno, Alfredo el Grande, Esteban de Hungría, Eduardo el Confesor, Enrique II el Emperador, Fernando de Castilla, Luis IX de Francia fueron grandes devotos de este día; y tuvieron a gala presentarse con los Reyes Magos a los pies del divino Niño, para ofrecerle como ellos sus tesoros.

En la corte de Francia (según testimonio del continuador de Guillermo de Nangis) se conservó hasta el año 1378 y más adelante, la costumbre de que el Rey cristianísimo, al llegar el ofertorio, ofreciese como tributo al Emmanuel, oro, incienso y mirra.

COSTUMBRES

Mas la presentación de los tres místicos dones de los Magos no era costumbre exclusiva de la corte de los reyes; en la edad media la piedad de los fieles ofrecía también al sacerdote para que los bendijese en la fiesta de Epifanía, oro, incienso y mirra, conservándose en honor de los tres Reyes estas señales sensibles de su devoción para con el Hijo de María como prenda de bendición para las casas y familias. En algunas diócesis de Alemania se ha conservado esta costumbre.

Otra práctica inspirada también en la ingenua piedad de los tiempos de fe, ha subsistido durante más tiempo. Con el fin de honrar la realeza de los Magos llegados de Oriente para ver al Niño de Belén, se elegía un Rey a suertes en cada familia, al llegar esta fiesta de Epifanía. En un banquete animado de la más sana alegría y que recordaba el de las bodas de Galilea, se partía un pastel; una de sus partes servía para señalar al invitado sobre el que debía recaer la pasajera realeza. Las otras dos partes del pastel eran separadas para ofrecérselas al Niño Jesús y a María, en la persona de los pobres, los cuales de esta manera participaban también del triunfo del Rey pobre y humilde. Una vez más las alegrías familiares se mezclaban con las religiosas; los lazos naturales, de la amistad del vecindario, se estrechaban en torno a esta mesa de los Reyes; mas si algunas veces no se celebraba tal festín, con todo eso, la idea cristiana, permanecía viva en el fondo de los corazones.

Dichosas aún hoy las familias en cuyo seno se celebra la fiesta de Reyes con un sentido cristiano. Durante mucho tiempo, un falso celo clamó contra estas prácticas ingenuas en las que la seriedad de los pensamientos de la fe, iba unida a las expansiones de la vida doméstica; bajo pretexto de peligro de excesos se atacó a estas tradiciones de familia, como si los banquetes ajenos a toda idea religiosa estuvieran más libres de intemperancias. Merced a un descubrimiento, difícil tal vez de justificar, se llegó a pretender que el pastel de Epifanía y la inocente realeza que le acompaña, no eran más que una imitación de las Saturnales paganas, como si fuera la primera vez que las antiguas fiestas paganas sufrían una transformación cristiana. El resultado de esta imprudente táctica debía ser y fue en este punto, lo mismo que en otros muchos, el alejar de la Iglesia las costumbres familiares el desterrar de nuestras tradiciones las manifestaciones religiosas, y el contribuir a la llamada secularización de la sociedad.

Mas, volvamos ya a contemplar el triunfo del Real Niño, cuya gloria brilla en este día con tanto esplendor. La Santa Iglesia va a iniciarnos por sí misma en los misterios que vamos a celebrar. Revistámonos de la fe y de la obediencia de los Magos; adoremos con el Precursor al Divino Cordero sobre el cual se abren los cielos; tomemos asiento en el místico convite de Caná, presidido por nuestro Rey, tres veces manifestado, y tres veces glorioso. Mas, no perdamos de vista al Niño de Belén en los dos últimos prodigios; y no dejemos tampoco de ver en El al gran Dios del Jordán, y al Señor de los elementos.

MISA

En Roma, la Estación se celebra en San Pedro del Vaticano, junto a la tumba del Príncipe de los Apóstoles, a quien fueron dadas en Cristo y en herencia, todas las naciones de la tierra.

Iglesia comienza los cantos de la Misa solemne proclamando la llegada del gran Rey esperado por la tierra, y sobre cuyo nacimiento vinieron los Magos a Jerusalén a consultar los oráculos de los Profetas.

INTROITO

Aquí viene el Señor Dominador: y en su mano están el reino y la potestad, y el imperio. Salmo: Oh Dios, da tu juicio al Rey: y tu justicia al Hijo del Rey. — J. Gloria al Padre.

Después del cántico angélico, la Santa Iglesia, animada por el resplandor de la estrella que conduce a la Gentilidad a la cuna del Divino Rey, pide en la Colecta, la gracia de contemplar aquella luz viviente, a la que dispone la fe, y cuyos destellos nos han de iluminar eternamente.

ORACIÓN

Oh Dios, que por medio de una estrella, revelaste en este día tu Unigénito a las gentes: haz propicio que, los que ya te hemos conocido por la fe, seamos elevados hasta la contemplación de la imagen de tu alteza. Por el mismo Señor.

EPÍSTOLA

Lección del Profeta Isaías. (LX, 1-6.)

Levántate, ilumínate, Jerusalén: porque ha llegado tu luz, y la gloria del Señor ha nacido sobre ti. Porque he aquí que las tinieblas cubrirán la tierra, y la oscuridad los pueblos: mas, sobre ti nacerá el Señor, y su gloria será vista en ti. Y caminarán las gentes en tu luz, y los reyes al resplandor de tu astro. Alza tus ojos en torno, y mira: todos estos se han reunido, han venido a ti: tus hijos vendrán de lejos, y tus hijas surgirán de todas partes. Entonces verás y brillarás y se admirará y se dilatará tu corazón, cuando se hubiere vuelto a ti la multitud del mar y hubiere acudido a ti la fortaleza de las gentes. Te cubrirá una inundación de camellos y dromedarios de Madián y Efa: vendrán todos los de Sabá, trayendo oro e incienso, y tributando alabanza al Señor.

¡Oh inefable gloria de este gran día, en el cual comienzan su marcha las naciones hacia la verdadera Jerusalén, hacia la Iglesia! ¡Oh misericordia del Padre celestial que ha tenido a bien acordarse de todos esos pueblos sepultados en las sombras de la muerte y del pecado! He ahí que ha surgido la gloria del Señor sobre la ciudad santa, y los Reyes se ponen en camino para contemplarla. La angostura de Jerusalén no es capaz ya de albergar las oleadas de naciones; pero otra santa ciudad se ha levantado; y hacia ella se va a dirigir esa inundación de pueblos gentiles de Madián y de Efa. ¡Oh Roma, ensancha tu seno, con maternal alegría! Tus armas te habían conquistado esclavos; hoy son hijos los que llegan en tropel a tus puertas; levanta la vista y mira: todo es tuyo; toda la humanidad va a renacer en tu seno. Abre tus brazos de madre; acógenos a todos los que venimos del Aquilón y del Mediodía, llevando el incienso y el oro a Aquel que es Rey tuyo y nuestro.

GRADUAL

Vendrán todos los de Sabá, trayendo oro e incienso, y - tributando alabanzas al Señor. — J. Levántate e ilumínate, Jerusalén: porque la gloria del Señor ha nacido sobre ti.

ALELUYA

Aleluya, aleluya. — V. Vimos su estrella en Oriente, y venimos con dones a adorar.al Señor. Aleluya.

EVANGELIO

Continuación del santo Evangelio según San Mateo. (II, 1-12.)

Habiendo nacido Jesús en Belén de Judá, en los días del Rey Herodes, he aquí que unos Magos vinieron del Oriente a Jerusalén, diciendo: ¿Dónde está el Rey de los judíos, que ha nacido? Porque hemos visto su estrella en Oriente, y venimos a adorarle. Y, oyendo esto el rey Herodes, se turbó y toda Jerusalén con él. Y, convocando a todos los príncipes de los sacerdotes, y a los escribas del pueblo, les preguntó dónde había de nacer el Cristo. Y ellos le dijeron: En Belén de Judá: porque así está escrito por el Profeta: Y tú, Belén, de la tierra de Judá, no eres la más pequeña entre los príncipes de Judá: porque de ti saldrá el Caudillo que regirá a mi pueblo Israel. Entonces Herodes, llamando en secreto a los Magos, se enteró bien por ellos de la aparición de la estrella: y, enviándolos a Belén, dijo: Id, y preguntad con diligencia por el Niño; y, después que le halléis, decídmelo a mí, para que, yendo yo también le adore. Y ellos, habiendo oído al rey se fueron. Y he aquí que la estrella, que habían visto en Oriente, los precedía hasta que, llegando, se paró sobre donde estaba el Niño. Y, al ver la estrella, se regocijaron con grande gozo. Y, entrando en la casa, encontraron al Niño con su Madre María (aquí se arrodilla): y, postrándose le adoraron. Y, abriendo sus tesoros, le ofrecieron dones, oro, incienso y mirra. Y, avisados en sueños, para que no tornasen a Herodes, regresaron a su patria por otro camino.

Los Magos, primicias de la gentilidad, han sido presentados al gran Rey a quien buscaban, y nosotros los hemos seguido. Como a ellos, el Niño nos ha sonreído. Con esa sonrisa hemos olvidado todas las fatigas del largo camino que conduce a Dios; el Emmanuel permanece con nosotros, y nosotros con El. Belén que nos ha recibido, nos guarda ya para siempre; porque en Belén tenemos al Niño y a María su Madre. ¿En qué lugar del mundo podríamos hallar bienes tan preciosos? Supliquemos a la incomparable Madre que nos presente Ella misma a ese Hijo que es nuestra luz, nuestro amor, nuestro Pan de vida, cuando nos acerquemos al altar a donde nos dirige la estrella de la fe. Abramos nuestros tesoros en ese instante; llevemos en la mano el oro, el incienso y la mirra para el recién nacido. Seguramente que aceptará de buen grado nuestros dones, y no se hará esperar. Como los Magos, también nosotros entregaremos nuestros corazones al divino Rey, cuando nos retiremos; y también nosotros volveremos a entrar por otro camino, por una senda completamente nueva, en esta patria terrena, que nos albergará hasta el día, en que la vida y la luz eterna vengan a absorber en nosotros todo lo que tengamos de mortal y caduco.

En las Iglesias catedrales y otras de importancia, después del canto del Evangelio, se anuncia al pueblo el día de la celebración de la próxima fiesta de Pascua. Esta costumbre, que remonta a los primeros siglos de la Iglesia, nos recuerda el misterioso lazo que une a todas las grandes solemnidades del Año litúrgico y también la importancia que los fieles deben dar a la celebración de la fiesta de Pascua, que es la mayor de todas ellas y centro de la religión cristiana. Quédanos después de haber honrado al Rey de las naciones en Epifanía, honrar a su debido tiempo, al triunfador de la muerte. He aquí cómo se hace el solemne anuncio:

ANUNCIO DE LA PASCUA

Sabed, carísimos hermanos, que como por la misericordia de Dios, hemos saboreado las alegrías del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, así os anunciamos hoy el próximo gozo de la Resurrección de este mismo Dios y Salvador nuestro. El día... será Domingo de Septuagésima. El día... será el miércoles de Ceniza y el comienzo del ayuno de la santa Cuaresma. El día... celebraremos con entusiasmo la santa Pascua de Nuestro Señor Jesucristo. El segundo domingo después de Pascua tendremos el Sínodo diocesano. El día... se celebrará la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo. El día... la ñesta de Pentecostés. El día... la ñesta de Corpus Christi. El día... será el primer Domingo del Adviento de Nuestro Señor Jesucristo, a quien sea dado honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Al presentar a Dios en el Ofertorio los dones del pan y vino, la Santa Iglesia toma las palabras del Salmista y celebra a los Reyes de Tarsis, de Arabia y de Sabá, a todos los reyes de la tierra y a todos los pueblos que acuden con sus presentes ante el recién nacido.

OFERTORIO

Los reyes de Tarsis y de las islas ofrecerán dones: los reyes de Arabia y de Sabá llevarán presentes: y le adorarán todos los reyes de la tierra: todas las gentes le servirán.

SECRETA

Suplicámoste, Señor, mires propicio los dones de tu Iglesia, en los cuales se te ofrece, no oro, incienso y mirra, sino lo que con dichos dones se declara, se inmola y se consume: Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive.

El Prefacio de la Misa de Epifanía es propio de esta fiesta y de su Octava. La Iglesia canta en él la luz inmortal que aparece a través de los velos de la humanidad, bajo cuya envoltura amorosa ocultó su gloria el Verbo divino.

PREFACIO

Realmente es algo digno y justo, equitativo y saludable que, siempre y en todas partes, te demos gracias a ti, Señor santo, Padre omnipotente, eterno Dios: porque cuando tu Unigénito apareció en la sustancia de nuestra mortalidad, nos reparó con la nueva luz de su inmortalidad. Y, por eso, con los Angeles y los Arcángeles, con los Tronos y las Dominaciones, y con toda la milicia del ejército celeste, cantamos el himno de tu gloria, diciendo sin cesar: ¡Santo, Santo, Santo!

En la Comunión, la Santa Iglesia unida a su Rey y Esposo, canta a la Estrella, mensajera de tan gran dicha, felicitándose de haberse servido de su luz para hallar a quien buscaba.

COMUNIÓN

Vimos su estrella en Oriente, y venimos con dones a adorar al Señor.

Gracias tan insignes exigen de nosotros una extrema fidelidad; la Iglesia la pide en Poscomunión, implorando el don de inteligencia y la pureza que reclama un misterio tan inefable.

POSCOMUNIÓN

Suplicámoste, oh Dios omnipotente, hagas que, lo que celebramos con solemne culto, lo consigamos con pura inteligencia. Por el Señor.

También nosotros venimos a adorarte, oh Cristo, en esta regia Epifanía que reúne hoy a tus pies a todas las naciones. Nosotros seguimos la huella de los Magos; porque hemos visto también la estrella y hemos acudido. ¡Gloria a ti, Rey nuestro!, a ti que dices en el Cántico de tu abuelo David: "He sido entronizado Rey sobre Sión, sobre el monte santo, para anunciar la ley del Señor. El Señor me dijo que me daría los pueblos por herencia, y un Imperio hasta los confines de la tierra. Comprended, pues, ahora ¡oh reyes! ¡Enteraos los que gobernáis el mundo"! (Salmo II.)

Pronto dirás, oh Emmanuel por tu propia boca: "Todo poder me ha sido dado en el cielo y en la tierra" (San Mateo XXVIII); y algunos años más tarde, todo el universo te estará sujeto. Jerusalén se estremece ya; tiembla en su trono Herodes; y se acerca el momento en que los heraldos de tu venida, van a anunciar a toda la tierra, que acaba de llegar el que era esperado. La palabra que ha de someterte al mundo está ya para salir; como un vasto incendio se propagará por todas partes. En vano tratarán de detener su curso los poderosos de la tierra. Un Emperador, propondrá al Senado, como último recurso, colocarte con toda solemnidad entre los dioses que vienes a derribar; otros pensarán que es posible abatir tu dominio, asesinando a tus soldados. ¡Inútiles empeños! Día vendrá en que la señal de tu poderío adornará las banderas pretorianas, en que los Emperadores vencidos pondrán a tus pies sus diademas, en que la orgullosa Roma dejará de ser la capital del imperio de la fuerza, para convertise para siempre en el centro de tu imperio pacífico y universal.

Hoy vemos ya despuntar la aurora de este día maravilloso; tus conquistas comienzan hoy; ¡oh Rey de los siglos! Desde el fondo del Oriente descreído llamas a las primicias de esa gentilidad que tenías abandonada, y que en adelante va a formar parte de tu herencia. No habrá ya distinción entre el Judío y el griego, entre el Escita y el bárbaro. Durante muchos siglos, la raza de Abrahán fué tu predilecta; en adelante lo seremos nosotros, los Gentiles; Israel fué sólo un pueblo, y nosotros en cambio somos numerosos como la arena del mar y como las estrellas del cielo. Israel vivió bajo la ley del temor; la ley del amor fué reservada para nosotros.

Desde el presente día comienzas, oh divino Rey, a desechar a la Sinagoga que desprecia tu amor; hoy, en la persona de los Magos aceptas como Esposa a la Gentilidad. Pronto esta unión será proclamada en la cruz, desde la cual extenderás los brazos hacia la multitud de los pueblos, volviendo la espalda a la ingrata Jerusalén. ¡Oh alegría inefable la de tu Nacimiento, pero más inefable aún la de tu Epifanía, en la que nos es dado, a nosotros los hasta aquí desheredados, acercarnos a ti y ofrecerte nuestros dones, viéndolos aceptados, oh Emmanuel, por tu clemencia!

¡Gracias sean, pues, dadas a ti, oh Niño omnipotente, "por el inefable don de la fe" (II Cor., IX, 15) que nos traslada de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz! Mas, haz que comprendamos siempre la magnitud de tan magnífico presente, y la santidad de este gran día en que has hecho alianza con toda la raza humana, para llegar con ella a ese sublime matrimonio de que habla tu elocuente Vicario, Inocencio III: "matrimonio, dice, que fué prometido al patriarca Abrahán, jurado al rey David, realizado en María al hacerse Madre, y en el día de hoy, consumado, confirmado y publicado: consumado en la adoración de los Magos, confirmado en el Bautismo del Jordán, y publicado en el milagro de la conversión del agua en vino." En esta fiesta nupcial, en que tu Esposa la Iglesia a penas nacida, recibe ya los honores de Reina, cantaremos, oh Cristo, con el entusiasmo de nuestros corazones, esa sublime Antífona de Laudes, en donde los tres misterios se funden tan maravillosamente en uno solo, el de tu Alianza con nosotros:

Ant. Hoy se une la Iglesia al celestial Esposo: son lavados sus pecados por Cristo en el Jordán; acuden los Magos a las regias bodas, llevando consigo presentes; se cambia el agua en vino y se alegran los convidados. Aleluya.

Fuente: GUERANGER, Dom Prospero. El Año Litúrgico. Burgos, España. (1954) Editorial Aldecoa.

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario

EXCOMUNIÓN DE LA IGLESIA A LUTERO Y A CUALQUIERA QUE LO REIVINDIQUE A ÉL Y A SUS DOCTRINAS.

 https://www.papalencyclicals.net/leo10/l10decet.htm https://fsspx.mx/es/news/bula-exsurge-domine-del-papa-leon-x-16446