viernes, 12 de junio de 2020

SAN JUAN DE SAHAGUN, CONFESOR

LA PAZ DE CRISTO. — El reino que los Apóstoles deben establecer en el mundo, es el reino de la paz. Esta fué prometida, por los cielos a la tierra en la noche de Navidad; y en el curso de aquella noche que presenció la despedida del Señor, en la Cena, el Hombre-Dios fundó el nuevo Testamento sobre el doble legado que confió a la Iglesia de su sagrado Cuerpo y de la paz que habían anunciado los ángeles: paz que hasta entonces no había conocido el mundo, dice el Salvador: paz completamente suya porque de solo El procede, don sustancial y divino, que no es otro sino el Espíritu Santo en persona. Los días de Pentecostés derramaron esta paz, como levadura sagrada, por todo el mundo. Hombres y pueblos sintieron su influencia. El hombre, en lucha con el cielo y dividido contra sí, justamente castigado por su insumisión a Dios con el triunfo de los sentidos en su carne sublevada, ha visto que entraba de nuevo en su ser la admirable armonía. Además Dios se complace en tratar como a hijo al obstinado rebelde de los tiempos pasados. Los hijos del Altísimo formarán en el mundo un pueblo nuevo, el pueblo de Dios, que se extenderá hasta los confines de la tierra.
LA IGLESIA Y LA PAZ. — Antiguamente las naciones, empeñadas siempre en disputas y atroces combates que terminaban con la exterminación del vencido, una vez convertidas al cristianismo, se tratarán en adelante como hermanas en la filiación del Padre común, que está en los cielos. Súbditas fieles del Rey pacifico, dejarán que el Espíritu Santo modere sus costumbres; y si la guerra, consecuencia del pecado, hace, y con harta frecuencia, su aparición en el mundo para recordarle los desastres que siguieron al primer pecado, el azote inevitable reconocerá al menos otras leyes que la fuerza. El derecho de gentes, derecho completamente cristiano que no admitió la antigüedad pagana, la fidelidad en los tratados, el arbitraje del Papa, moderador supremo de la conciencia de los reyes, alejarán las ocasiones de conflictos sangrientos. En algunos siglos, la paz de Dios y la tregua de Dios, juntamente con otras mil industrias de la Iglesia, determinarán los días y años en que podrá desenvainarse la espada que mata el cuerpo; si traspasa los límites señalados, será quebrantada por el poderío de la espada espiritual, más temible que la del guerrero. De tal magnitud será la fuerza del Evangelio, que, incluso en nuestros tiempos de decadencia general, el respeto al enemigo desarmado detendrá a sus adversarios más enconados, y después del combate, vencedores y vencidos, como hermanos, prodigarán los mismos cuidados del cuerpo y del alma a los heridos de ambos campos: ¡energía vital del fermento del Evangelio, que transforma continuamente a la humanidad desde hace diez y ocho siglos, y que trasciende asimismo a los que se empefian en negar su poder!
UN MINISTRO DE LA PAZ. — Ahora bien, uno de los ministros de esta conducta admirable de la Providencia, y ciertamente uno de los más gloriosos, es el santo cuya fiesta celebramos hoy. La paz mezcla sus divinos destellos con la aureola que corona su frente. Noble hijo de la católica España, preparó las grandezas de su patria con no menor ardor que el que desplegaban los héroes que luchaban contra el moro, que sin remedio agonizaba. Cuando se acababa la cruzada, ocho veces secular, que arrojó a la Media Luna del suelo ibérico, y cuando los reinos de esta tierra magnánima se unían bajo un solo cetro, el humilde ermitaño de S. Agustín sembraba en los corazones esta poderosa unidad con que se inauguraban ya las glorias del siglo xvi. Cuando él apareció, las rivalidades que un honor mal entendido puede suscitar tan fácilmente en una nación armada, manchaban a España con la sangre de sus propios hijos, derramada por manos cristianas; la discordia, vencida por sus manos desarmadas, forma de pedestal glorioso en el cual recibe ahora los homenajes de la Iglesia.
VIDA. — Juan de Castrillo nació en Sahagún (León) hacia 1430. Ordenado sacerdote, estuvo primero al servicio del Obispo de Burgos, luego en 1450, fué a Salamanca, donde, después de cursados sus estudios en la Universidad, comenzó a enseñar y predicar. Después de una grave enfermedad, entró en los Agustinos, donde profesó el 28 de Agosto de 1464 y fué nombrado, al año siguiente, definidor de la provincia. La ciudad de Salamanca estaba entonces dividida en algunos partidos. Juan procuró devolverles la paz, lo que consiguió gracias a sus sermones y a su paciencia. Leía en los corazones, tenía el don de profecía, y, celebrando la Santa Misa, veía al Señor en su gloria. Murió el 11 de Junio de 1479. En 1601 el Papa Clemente VIII permitió celebrar la misa en su honor y Benedicto XIII extendió su fiesta a la Iglesia Universal.
LA BIENAVENTURANZA DE LOS PACÍFICOS. — Eres digno, glorioso santo, de aparecer en el cielo de la Iglesia en estas semanas que siguen inmediatamente a los días de Pentecostés. Con muchos siglos de anticipación, Isaías, al contemplar el mundo después de la venida del Espíritu Paráclito, describía en estos términos el espectáculo que en visión profética tenía ante sus ojos: "¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies de los que anuncian la paz, de los que llevan la salvación, clamando a Sión: Tu Dios• va a reinar!'" A los que admiraba el Profeta, eran los Apóstoles que tomaban posesión del mundo para Dios; ¿pero no fué también tu misión la que tan entusiastamente proclama el Profeta? El mismo Espíritu que los animaba, dirigía tus pasos; el Rey pacífico vió que por tu trabajo se aseguraba su cetro en una de sus más ilustres naciones que forman parte de su imperio. En el cielo donde tú reinas con él, la paz, que fué el objeto de tus fatigas, constituye ahora tu corona. Tú experimentas la verdad de aquellas palabras que profirió el Maestro pensando en los que se parecen a ti, y a todos aquellos que, apóstoles o no, establecen la paz, al menos en el terreno de su propio corazón: "Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios'". Estás en posesión de la herencia del Padre; el beatífico descanso de la Santísima Trinidad llena tu alma; y se derrama en estos días hasta nuestras heladas regiones.
PLEGARIA POR ESPAÑA. — Concede a España, tu patria, la ayuda que la fué tan provechosa. No ocupa ahora en la cristiandad el lugar eminente que ocupó después de tu muerte. Ha padecido rudos asaltos de parte de los enemigos de la Iglesia, pero ha guardado intacta la fe católica. Haz que se acuerde siempre que, el servicio de Cristo constituyó su gloria, y el apego a la verdad, su tesoro; no olvide nunca que únicamente la verdad revelada da al hombre la verdadera libertad y que sólo ella puede guardar indisolublemente unidas en una nación las inteligencias y las voluntades: lazo poderoso que asegura la fuerza de sus fronteras y la paz en el interior de la nación. Apóstol de la paz, protege a tu pueblo, y para confirmar su fe, recuérdale y enseña a los pueblos que lo han olvidado, que la fidelidad absoluta a las enseñanzas de la Iglesia es el único terreno en que los cristianos pueden buscar y hallar la concordia.
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