miércoles, 8 de marzo de 2023

EL ACOMODAMIENTO POST CONCILIAR AL PARADIGMA CULTURAL MODERNO Y AL FEMINISMO - IOTA UNUM, ROMANO AMERIO

 La Iglesia y la mujer

9.1. Iglesia y feminismo

La acomodación de la Iglesia al mundo manifestada en la idolatrización

de la juventud es patente también en el apoyo al feminismo, planteado desde

sus inicios como un sistema de emancipación e igualación integral de la mu-

jer respecto al hombre. Sin embargo, por razones estrictamente dogmáticas,

dicho apoyo no ha podido llegar hasta la igualdad en el sacerdocio, excluida

desde siempre por la Tradición (que es una fuente dogmática), y siendo esta

exclusión de derecho divino positivo.

El mensaje del Concilio a las mujeres del 8 de diciembre de 1965 había

sido muy reservado sobre la cuestión de la promoción de la mujer. Aunque

aseguraba que ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en

plenitud (n. 3), esta vocación era descrita al modo tradicional como la guarda

del hogar, el amor a las fuentes de la vida, el sentido de la cuna (n. 5). El

mensaje exhortaba además: transmitid a vuestros hijos y a vuestras hijas las

tradiciones de vuestros padres (n. 6).

Quedaban muy claros los méritos de la Iglesia, que está orgullosa de haber

elevado y liberado a la mujer, de haber hecho resplandecer, en el curso de los

siglos, dentro de la diversidad de los caracteres, su innata igualdad con el

hombre (n. 2).

El desarrollo postconciliar se salió en general de estos términos, alaban-

do no ya la conservación de los valores tradicionales, sino los impulsos de

emancipación y de igualdad.

Como todos los demás principios de la fe y de las costumbres, la imposibi-

lidad del sacerdocio de las mujeres fue firmemente confirmada por Pablo VI

en la carta al Primado anglicano (OR, 21 agosto 1971); pero a causa de dicha

breviatio manus característica, como hemos dicho, de su Pontificado (§6.8),

165

166 9. La Iglesia y la mujer

las reivindicaciones feministas no fueron contradichas ni contenidas eficaz-

mente. El III Congreso mundial para el apostolado de los laicos (Roma, oc-

tubre de 1967), entre otras instancias doctrinalmente erróneas y disimuladas

por el diario de la Santa Sede como constatación de facto del sentimiento de

los laicos, formuló un voto para que un estudio doctrinal serio determine la

situación de la mujer en el orden sacramental (OR, 21 octubre 1967).

En Francia, una asociación llamada Juana de Arco persigue como objetivo

el sacerdocio de la mujer, mientras en los Estados Unidos subsiste y opera

sin escándalo del episcopado una Convención nacional de religiosas norteame-

ricanas que exige la ordenación de mujeres. La osadía de este movimiento se

hizo evidente, para estupefacciòn del mundo, con ocasión de la visita de Juan

Pablo II a dicho país, cuando sor Teresa Kane (presidenta de la Convención)

se enfrentó de improviso al Sumo Pontífice reivindicando el derecho de la

mujer al sacerdocio e invitando a los cristianos a abandonar toda ayuda a la

Iglesia mientras tal derecho no fuese reconocido (ICI, n. 544, 1979, p. 41).

También en la Conferencia internacional de la mujer reunida en Copen-

hague, el obispo Cordes, delegado de la Santa Sede, declaró que la Iglesia

Católica se alegra ahora de la sed de una vida plenamente humana y libre

que está en el origen del gran movimiento de liberación de la mujer, dando a

entender que después de dos mil años de cristianismo esta vida plenamente

humana le había sido negada demasiado a menudo. De hecho, todavía no

puede decirse que la mujer es acogida como el Creador y Cristo la han queri-

do, es decir, por sí misma como una persona humana plenamente responsable

(OR, ed. francesa, 12 agosto 1980). La tendencia feminista circula por la

Iglesia incluso con ostentaciones clamorosas, como la de la presidenta le la

Juventud católica de Baviera, que durante la visita de Juan Pablo II renovó el

gesto de la norteamericana (Rl, 1980, p. 1057).

Dos rasgos del pensamiento innovador se dibujan claramente en el movi-

miento: primero, la adopción del vocabulario propio del feminismo; segundo,

la denigración de la iglesia histórica. Con ocasión de dirigirse a un vasto

auditorio femenino, Juan Pablo II ha compartido la visión histórica propia

del feminismo: Es triste ver como la mujer en el curso de los siglos ha sido

tan humillada y maltratada (OR, 1 mayo 1979). Y puesto que estas palabras

incluyen también (parece) a los siglos cristianos, el OR del 4 de mayo in-

tentaba hacer una distinción a la defensiva, atribuyendo a la incoherencia de

los cristianos, y no a la Iglesia, las citadas injusticias y vejaciones contra la

mujer.

Pero este subterfugio no es válido, ya que en tiempos en los cuales toda

la civilización estaba informada por el esp´ıritu y las prescripciones de la Igle-

sia, no se puede quitar a ´ esta la responsabilidad de los acontecimientos (me

refiero a los acontecimientos en general) de aquellos siglos; s´ı, puede quit´ arse-

9.2. Cr´ıtica del feminismo. El feminismo como masculinismo 167

le, sin embargo, hoy d´ıa, cuando la sociedad en su conjunto ha apostatado

de la religi´ on y la rechaza. Y es curioso que mientras se pretende disculpar

a la Iglesia de las cosas malas del pasado, se la culpe de una crisis nacida

precisamente de la defecci´ on el mundo moderno respecto a ella (§5.9)

La verdad histórica impide secundar la denigración de la Iglesia histórica;

más bien obliga a refutarla. El primer gran movimiento femenino organizado

fue, en nuestro siglo, Acci´ on católica femenina suscitada por Benedicto XV,

quien en audiencia concedida en 1917 delineaba sus motivos y fines: Las

nuevas condiciones de los tiempos han alargado el campo de la actividad de

la mujer: un apostolado en medio del mundo ha sucedido para la mujer a

aquella acci´ on m´ as ´ıntima y restringida que ella desenvolv´ıa antes entre las

paredes dom´ esticas.

Frente a las civilizaciones antiguas, que manten´ıan a la mujer en la abyec-

ci´ on mediante el despotismo masculino, la prostitución sagrada, y el repudio

casi ad libitum, el cristianismo la emancip´ o de esas servidumbres execrables:

santificando y haciendo inviolable el matrimonio, estableciendo la igualdad

sobrenatural de hombre y mujer, enalteciendo a un tiempo la virginidad y

el matrimonio, y en fin (cumbre inalcanzable para el hombre), coronando e

incorporando a la especie humana por encima de s´ı misma exaltando a la

mujer madre de Dios.

El derecho perpetuo e inviolable de la mujer en el matrimonio (derivado

de la indisolubilidad) fue defendido por los Romanos Pont´ıfices contra el

despotismo masculino en ocasiones famos´ısimas. No voy a negar que en las

c´ elebres causas del emperador Lotario, Felipe Augusto (es memorable el grito

de Ingeburga: ¡Mala Francia, mala Francia! Roma, Roma!), de Enrique IV de

Francia, de Enrique VIII de Inglaterra, o de Napoli, junto a la principal razón

religiosa de la indisolubilidad imperasen de modo concurrente y subordinado

(o contraoperasen) aspectos pol´ıticos.

Pero eran s´ olo concausas secundarias, siempre superadas por el principio

firm´ısimo de la paridad de los sexos en el matrimonio. No hay en la historia

ejemplo alguno, fuera de la Iglesia romana, de un sacerdocio alz´ andose con

toda su fuerza moral en defensa del derecho de la mujer.

9.2. Cr´ıtica del feminismo. El feminismo co-

mo masculinismo

Hay una parte de la variación acaecida en las costumbres y en la dis-

posici´ on del mundo moderno que, como necesaria conformación del principio

católico a las mutables accidentalidades históricas, no puede no repercutir

168 9. La Iglesia y la mujer

sobre la vida de la Iglesia: toda variación en las circunstancias repercute

siempre en las costumbres, en la mentalidad, en los ritos, y en las manifesta-

ciones exteriores de la Iglesia; pero son s´ olo variaciones circunstanciales, es

decir, de actos y de modos que circundan la esencia de la vida cristiana, que

cambian precisamente para conservar lo id´ entico, y no pueden perjudicarlo.

M´ as arduo de discernir es en qu´ e medida los cambios surgidos en un

momento histórico dado atacan al principio, y en qu´ e medida lo ampl´ıan y

desarrollan (§2.14); y es oficio de la Iglesia preservar y a la vez desarrollar el

principio, temperando el esp´ıritu existencial de edad con el esp´ıritu esencial de

conservaci´ on, como lo ense˜ n´ o Pablo VI definiendo a Iglesia como intransigente

conservadora (OR, 23 de enero de 1972): no puede extirpar y desecar su ra´ız

para implantarse en otra.

Tambi´ en en el feminismo la cuestión estriba en el principio de dependen-

cia, que se pretende debilitar para as´ı emancipar y desvincular lo que en la

naturaleza y en la Revelación est´ a dado como dependiente y vinculado. El

catolicismo rechaza toda dependencia del hombre respecto a otro hombre.

Profesa sin embargo la del hombre respecto a su propia esencia, es decir, una

dependencia que excluye el principio de creatividad. Al ser esencias en cuanto

tales formas divinas increadas, y al ser en cuanto existencias participaci´ on

de aqu´ ellas (puestas en acto mediante creación), en última instancia esta de-

pendencia lo es respecto al Ser primero. El hombre consciente de ella y capaz

de asumirla realiza un acto de obediencia moral al ser divino. El fondo del

error del feminismo moderno consiste en que, desconociendo la peculiaridad

de la criatura femenina, no se ha dedicado a reivindicar para la mujer lo que

se encuentre como propio de ella mediante la contemplaci´ on de la naturaleza

humana, sino aquello que parece pertenecer a la naturaleza humana con-

siderando al varón. El feminismo se reduce por consiguiente a una imitaci´ on

de lo masculino, perdiendo aquellos caracteres recogidos por la naturaleza

humana a partir de la dualidad de los g´ eneros. Bajo este aspecto, el feminis-

mo es un caso evidente de abuso de la abstracci´ on, origen del igualitarismo;

pretende desvestir a la persona de las caracter´ısticas impresas por la natu-

raleza. En último análisis, no se trata de una exaltaci´ on de la mujer, sino

de una obliteraci´ on de lo femenino y su reducción total a lo masculino. Su

evoluci´ on última (como se est´ a viendo) es la negaci´ on del matrimonio y de la

familia, solemnizados por aquella dualidad. La igualdad natural de los sexos

no impide la peculiaridad de la mujer y mantiene su primordial destino hacia

la vida interna de la familia y hacia funciones incomunicables al otro sexo.

La Exhortaci´ on Apost´ olica Familiaris consortio del 15 de diciembre de

1981 de Juan Pablo II, en la cual son reasumidas las orientaciones prescritas

por el S´ınodo de obispos para la familia, dice en el n. 23 que debe erradicarse

la mentalidad por la cual censetur honor mulieris magis ex opere foris facto

9.2. Cr´ıtica del feminismo. El feminismo como masculinismo 169

oriri quam ex domestico

1

Y en el n. 25 declara que la sociedad debe estar ordenada de modo que ut

uxores matresque re non cogantur opus foris facere, necnon ut earum familiae

possint digne vivere ac prosperari etiam cum illae omnes curas in propriam

familiam intendunt

2

.

El Papa recoge aqu´ı el pensamiento al cual hab´ıa hecho referencia en las

oraciones por el S´ınodo de obispos sobre la familia: Est profecto ita! Necesse

est familiae nostrae aetatis ad pristinum statum revocentur

3

. E igualmente

lo recoge sor Teresa de Calcuta en una entrevista en el Giornale nuovo del 29

de diciembre de 1980: La mujer es el coraz´ on de la familia. Y si hoy tenemos

grandes problemas se debe a que la mujer ya no es el coraz´ on de la familia,

y cuando el ni˜ no vuelve a casa ya no encuentra a su madre para recibirlo.

Por tanto, el feminismo es en realidad un masculinismo, que equivoca

la dirección de su propio movimiento y no toma como modelo su prototipo

propio, sino la masculinidad. Por ejemplo, cuando se habla de emancipación

de la mujer respecto al hombre, no se entiende el respeto hacia ella por parte

de ´ el, oblig´ andole a la fidelidad y a la castidad conyugal, sino su conducci´ on

hacia el libertinaje y las costumbres del hombre.

Y en su forma más delirante, la reivindicaci´ on emancipadora lleva ese

igualitarismo contranatural no s´ olo hasta al repudio de una imaginaria infe-

rioridad, sino tambi´ en de las ventajas que la civilización reconoce al g´ enero

femenino.

As´ı, son rechazadas como indicio de disparidad las consideraciones pres-

critas por la ley hacia las mujeres embarazadas y en periodo post-parto, la

prohibición de imponer a las mujeres trabajos pesados, las pensiones sociales

a las viudas (los viudos no la reciben) y en general cualquier protección

especial hacia las madres de familia. Todo esto por la razón de que este

reparto tradicional de las tareas y deberes entre hombre y mujer debilita a la

mujer en el mercado de trabajo

4

. La igualdad de los desiguales es contraria

a la variedad del ser creado; choca contra el principio de contradicci´ on, pero

se fundamenta en una situaci´ on de soberbia que rechaza el propio beneficio si

procede de una disparidad considerada humillante (cuando por el contrario

es originalidad y riqueza).

1 Se considera que la dignidad de la mujer deriva m´ as del trabajo realizado fuera de

casa que del dom´ estico.

2 Que las mujeres y las madres se no encuentren de hecho constre˜ nidas a trabajar fuera

de casa, y que sus familias puedan vivir dignamente y prosperar, incluso aun cuando

dediquen todas sus atenciones a la propia familia.

3 ¡Es precisamente as´ı! Es preciso que las familias de nuestro tiempo retornen a la

condición inicial

4 Rapporto della Commissione federale per le questioni femminili, Berna 1980.

170 9. La Iglesia y la mujer

9.3. La teolog´ıa feminista

La p´ erdida de los verdaderos nombres de las cosas, el extrav´ıo doctrinal,

el circiterismo histórico, o la generalizada tendencia a secundar el esp´ıritu

del siglo, han producido tambi´ en una teolog´ıa feminista. Esta teolog´ıa (con-

tradictoria hasta en el mismo vocablo, referido al discurso en torno a Dios)

incluye al sujeto teologizante en el objeto teologizado, y hace de la mujer la

luz bajo la cual deben verse las cosas de la mujer. En la teolog´ıa aut´ entica

la mujer es vista bajo la luz de la Revelación y en relación a Dios, que es su

objeto formal.

El diario de la Santa Sede no se libró de la teolog´ıa feminista. No me re-

fiero al intento de eliminar el concepto de paternidad del Padrenuestro: dicha

tentativa deriva de una repugnancia hacia el g´ enero gramatical masculino,

comúnmente privilegiado para expresar la excelencia; a causa de an´ aloga re-

pugnancia, la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos ha sustituido en

la liturgia la voz hombre por la voz gente. Me refiero al OR del 1 diciembre

de 1978, donde se denigra a la Iglesia histórica, a la cual el feminismo con-

temporáneo habr´ıa revelado los valores femeninos despu´ es de dos milenios,

y donde el postulado de la mujer cristiana es configurado como solicitud de

ser considerada persona

5

y consiguientemente poder actuar como tal: como

un ser que se realiza y se expresa a s´ı mismo. Evidentemente, no siempre

el pensamiento precede a la palabra, y por eso no siempre lo que se dice

consigue tambi´ en ser algo pensable.

Que la Iglesia durante dos milenios haya honrado, catequizado, dado los

sacramentos, y hecho sujeto de derechos y de canonizaciones, a seres a quienes

negaba el ser persona, resulta un simple compuesto de palabras, del que si

algo es posible descifrar es la ignorancia de la autora en torno a lo que es ser

persona, lo que es la libertad, lo que es el fin del cristiano, y lo que es la Iglesia

6

. M´ as temerario aún (Seminari e teolog´ıa, abril 1979) es el intento de una

monja de introducir el g´ enero femenino en la Sant´ısima Trinidad, convirtiendo

al Esp´ıritu Santo en una Esp´ıritu Santa. La ignorancia histórica anima a

la autora hasta la insolencia, llamando extra˜ n´ısima anomal´ıa y descomunal

equivocación a la teor´ıa trinitaria de la teolog´ıa católica, al no haberse dado

cuenta de que la tercera persona de la Sant´ısima Trinidad es la Esp´ıritu

5 Esto se ha convertido en un lugar común, o m´ as bien comun´ısimo. No hay discurso

de sacerdotes o de laicos sobre la mujer en el que no se vuelva sobre la f´ ormula de que la

mujer se ha convertido por fin en persona y sujeto. Por ejemplo ICI, n. 556, (1980), p. 42,

Le nouveau r´ ole de la femme dans la famille occidentale.

6 Contra el absurdo y la impiedad del art´ıculo protest´ e con carta del 3 de diciembre de

1978 al director del periódico que, siendo tanquam modo genitus infans, ignoró la tradici´ on

de veracidad y de cortes´ıa del periódico vaticano y no se dign´ o responderme.

9.4. La tradici´ on igualitaria de la Iglesia 171

Santa; la voz hebraica traducida al griego con un neutro y al lat´ın con un

masculino ser´ıa en realidad femenina, y el Esp´ıritu Santo de nuestra Vulgata

ser´ıa un Dios-madre, una Esp´ıritu Santa

7

.

Desde una óptica histórica, s´ olo la ignorancia puede encontrar nueva esta

extravagancia de la Esp´ıritu Santa. Se encuentra ya recogida por Agobardo

(PL. 104, 163) y la profesaban los herejes llamados Obscenos, que hac´ıan

mujer a la tercera persona y la adoraban encarnada en Guillermina Boema.

Desde una óptica teórica, causan pavor las monstruosidades lógicas y biol´ ogi-

cas originadas por esa extravagancia. La Sant´ısima Virgen (Mat. 1, 18) ser´ıa

cubierta por la sombra de un ente de g´ enero femenino, y de ese modo Jesús

nacer´ıa de dos mujeres. Y si la tercera persona es la Madre, como procede del

Hijo, se tendr´ıa el absurdo de una madre originada por su hijo. Como se ve

por estos argumentos teol´ ogicos de la monja, no escribir es para ella mucho

más dif´ıcil que escribir.

Conviene además se˜ nalar que la introducci´ on de la mujer en la Sant´ısima

Trinidad habr´ıa encontrado ocasión (que no se dió) y cre´ıdo encontrar sufra-

gio en un discurso del Papa Luciani, quien en torno a un pasaje de Isa´ıas

hab´ıa afirmado que Dios es madre. Pero aquel pasaje habla sobre la miseri-

cordia divina y dice que Dios es como una madre, o más bien que es madre,

porque ¿Puede acaso la mujer olvidarse del ni˜ no de su pecho, sin compade-

cerse del hijo de sus entra˜ nas? Y aun cuando ella pudiera olvidarle, Yo no

me olvidar´ıa de t´ı (Is. 49, 15). Se trata de una figura po´ etica bell´ısima que no

supone la existencia de feminidad en Dios, sino de una ilimitada misericor-

dia divina sobre la cual Juan Pablo II escribi´ o despu´ es la enc´ıclica Dives in

misericordia. Giovanni Testori, un literato convertido que no ha abandonado

el vicio de amplificarlo todo y llegar al extremo de causar esc´ andalo, lleg´ o a

escribir que la Virgen ha entrado en la Trinidad. En conclusión, es evidente

que la teolog´ıa feminista confunde los atributos ad intra con los atributos

ad extra, y asigna a la Trinidad un carácter sexual propio solamente del or-

den creado, el cual transportado al orden trinitario da lugar a conclusiones

meramente equ´ıvocas.

9.4. La tradición igualitaria de la Iglesia

La tradici´ on igualitaria de la Iglesia. Subordinación y primac´ıa

7 Conviene hacer notar que esta teolog´ıa feminista en el seno del catolicismo es uno de

los puntos en los que se intenta la aproximaci´ on a los no cat´ olicos. En el documento final

de la asamblea del Consejo Ecum´ enico de las Iglesias de 1983 en Vancouver se recogen

propuestas no sólo en favor del sacerdocio de las mujeres, sino para que se defina como

Dios madre al Esp´ıritu Santo. Ver OR, 10 agosto 1983.

172 9. La Iglesia y la mujer

de la mujer

La igualación de la mujer al hombre (introducida hasta en la Trinidad)

es menos aceptable que la superioridad afirmada por los jacobinos; ´ estos la

deduc´ıan del relato del G´ enesis, donde la mujer es creada despu´ es del hombre

por ser una criatura más perfecta que supone un grado de actividad creativa

más avanzado

8

.

Pero todo feminismo choca contra el orden natural, el cual diferencia los

dos g´ eneros y no los subordina unilateralmente, sino rec´ıprocamente. Esta

distinción arm´ onica no es (como algunos biólogos se atreven a sostener) un

efecto puramente social que desaparecer´ıa o se invertir´ıa al desaparecer o in-

vertirse las tendencias sociales. Sin esa diferenciaci´ on, la naturaleza no estar´ıa

completa, porque ha sido arquet´ıpicamente ideada en dicha dualidad.

El sentido de la soledad de Ad´ an es el sentido profundo del propio ser

(que apela a la totalidad). No voy a internarme en el aspecto metaf´ısico de la

dualidad sexual (dualidad ordenada a la unidad) ni necesito evocar el mito del

andrógino, intuición de la unión conyugal. Me bastará recordar que al estar

los sexos coordinados uno con otro, esa subordinación innegablemente natural

en el acto conyugal

9

no supone que la identidad en el fin (la procreación o

la donación personal, da igual ahora) suponga entre los dos una igualdad

absoluta.

Del mismo modo, esa subordinación no supone que las funciones natu-

ralmente diferenciadas de los dos respecto a las consecuencias y al efecto de

tal acto unitivo sean moral y socialmente de igual valor. La doctrina de la

inferioridad de la mujer como masculus occasionatus (macho castrado) no es

doctrina católica, pero s´ı lo es la coordinación de los dos desiguales en una

unidad igualadora.

Y en la unidad de los desiguales, son innegables tanto la subordinación

fisiológica de la mujer, como su prioridad psicológica en el sentido inverso del

orden de la atracción, pues el polen de la seducción no lo liba el hombre sino

la mujer, y si el hombre es activo en el congressus conyugal lo es despu´ es de

ser subyugado por la solicitaci´ on en la fase de aggressus.

Por esta reciprocidad de subordinaciones pierde todo sentido la antigua

controversia (frecuente en la literatura) en torno a la mayor fuerza amatoria

de uno u otro sexo, y se convierten en puras an´ ecdotas el caso de Mesalina,

8 Giacobini italiani, Bari 1964, vol. 11, P. 459, La causa delle donne (an´ onimo).

9 Que en el acto unitivo el hombre es principio activo y la mujer pasivo me parece una

verdad reconocida desde los antiguos y no desconocible por los modernos: el fiasco en

la experiencia erótica existe sólo del lado del hombre, porque sólo el hombre tiene parte

activa en la consumación carnal. Ver STENDHAL, De l’amour, Par´ıs, s.a., en el cap´ıtulo

dedicado al Fiasco. En OVIDIO, Amorum III, VII, se encuentra la descripción cl´ asica del

fen´ omeno.

9.5. La subordinaci´ on de la mujer en la tradici´ on cat´ olica 173

el caso contrapuesto del mitológico H´ ercules, y el famoso decreto de la reina

de Aragón

10

. Lo que haya de verdad en estos hechos reflejar´ıa solamente

predisposiciones individuales, que no alteran esa reciprocidad de influencias

a que hemos hecho referencia.

La primac´ıa de la mujer se actúa de modo peculiar en el ámbito estric-

tamente dom´ estico, y Juan Pablo II se ha distanciado expl´ıcitamente de las

visiones innovadoras en el importante documento promulgado en 1983 como

Carta de los derechos de la familia. El Papa ense˜ na que el lugar natural donde

se expresa la persona de la mujer es la familia, y su misi´ on es la educaci´ on

de los hijos. El trabajo fuera de casa es un desorden que debe corregirse.

El art. 10, sobre la remuneraci´ on del trabajo, establece que deber´ıa ser tal

que no obligue a las madres a trabajar fuera de casa, en detrimento de la vi-

da familiar y especialmente de la educación de los hijos. Y al pedir oraciones

para el S´ınodo de obispos sobre la familia, el Pont´ıfice parece auspiciar una

restauraci´ on del orden familiar antiguo: Est profecto ita! Necesse est familae

aetatis nostrae ad pristinum statum revocentur. Necesse est Christum con-

sectentur. Pero la ense˜ nanza papal fue pronto abiertamente contradicha por

el Congreso de las mujeres católicas al proclamar la tesis innovadora: Ningu-

na mujer considera positivo renunciar a la experiencia del trabajo fuera de

casa, ni ninguna se plantea ser ama de casa durante toda la vida (OR, 1 abril

1984).

9.5. La subordinaci´ on de la mujer en la tradi-

ción cat´ olica

En sentido religioso, tanto la igualdad como la subordinación de los dos

g´ eneros pertenece al orden sobrenatural. Según el relato del G´ enesis (2, 21-

2) aludido por San Pablo (I Cor. 11, 8), la mujer fue extra´ıda del hombre

para apartarle de la experiencia de la soledad, de modo que al despertar

del sue˜ no enviado por Dios se encontró siendo hombre y mujer. La mujer es

por consiguiente secundaria al hombre en l´ınea de creación. Está sujeta al

hombre, pero no porque el hombre sea el fin de la mujer. El fin de ambos

es id´ entico y superior a ambos. San Pablo dice con firmeza que respecto al

fin no hay varón y mujer (Gál. 3, 28), como no hay jud´ıo ni gentil, libre ni

esclavo. No es que no existan esas cualidades con sus diferencias, sino que

todos los bautizados est´ an revestidos del mismo Cristo y en cuanto tales no

10 Sobre Mesalina, ver JUVENAL VI, 128-130; respecto a H´ ercules, ESTACIO, Silv. III,

42; y en cuanto al decreto de la reina, MONTAIGNE, Ensayos (E.D.A.F., Madrid 1971),

lib. III, cap. V (Sobre unos versos de Virgilio), p. 847.

174 9. La Iglesia y la mujer

existe entre ellos ninguna diferencia.

No hay en el orden de la gracia acepci´ on o excepci´ on de personas. Todos

son hechos miembros de Cristo e informados de una unidad de vida. Sin

embargo San Pablo prescribe la subordinación de la mujer, retomando as´ı la

ordenaci´ on primitiva del G´ enesis: Mulieres, subditae estote viris sicut oportet

in Domino (Mujeres, estad sujetas a vuestros maridos, como conviene en el

Se˜ nor) (Col. 3, 18), donde el verbo del original est´ a quiz´ a peor traducido

con un predicado nominal que con uno verbal reflexivo, porque el sentido

más cercano al griego (someteos) es someteos por vosotras mismas

11

. Y es

notable que el texto indique tambi´ en modo y l´ımite de la sujeción, que ha

de ser in Domino: es decir, ha de tener por norma la servidumbre debida a

Dios, que es servidumbre liberadora. Y si in Domino se enlaza con subditae

stote, entonces est´ a indicada la razón suprema de sujetarse al marido, que

ciertamente no es el marido, sino el primer principio de toda obediencia.

La libertad cristiana no es liberación de todo orden y subordinación, sino

elección del orden al que someterse. Y como explica Ef. 5, 22, esa sujeción

al marido es una sujeción al Se˜ nor

12

. Es dif´ıcil reducir la subordinación

de la mujer al hombre a contingencias puramente históricas, como suele ha-

cerse, siguiendo esquemas de historiograf´ıa marxista, como toda cuestión e

institución católica que desagrada al siglo.

No solamente tiene su origen en la legislaci´ on divina de los inicios de la

humanidad. Ni solamente se funda en la diversidad de la naturaleza de los

dos sexos, uno marcado por el sello de las virtudes de gobierno y movido por

el instinto de la procreación, otro marcado por el sello de la dirigibilidad y

de la adhesi´ on al marido.

Tambi´ en la recalca la Revelación en el texto de I Cor. 11, 3, en el cual

el carácter no servil de la sujeción est´ a asegurado por una gradaci´ on de

entidades teol´ ogicas, diciendo el Ap´ ostol que ´ esta sucede porque la cabeza

de todo varón es Cristo, y el varón, cabeza de la mujer, y Dios, cabeza de

Cristo.

La subordinación se encuentra esculpida en la naturaleza, no contem-

plándola en su abstracci´ on gen´ erica, sino reconoci´ endola con la impronta de

los dos sexos. Negar su consistencia es una vez más efecto de una abstrac-

ci´ on viciosa y falaz, que despu´ es de haber desvestido a los seres de sus notas

especificantes e individuantes, se encuentra delante de una esencia gen´ erica

11 Por otra parte, no se puede olvidar cuando Ef. 5, 21 dice que los c´ onyuges están

rec´ıprocamente subordinados, como advierte Juan Pablo II en el discurso del 13 de agosto

de 1982.

12 Decisivo a este prop´ osito es Ef. 5, 24, donde la sujeción de la mujer al marido está ejem-

plarizada sobre la de la Iglesia a Cristo: as´ı como la Iglesia se sujeta a Cristo, as´ı tambi´ en

las mujeres a sus maridos en todo.

9.6. Apolog´ıa de la doctrina y de la praxis de la Iglesia en torno a la mujer 175

y la toma como si fuese una realidad.

En verdad lo es, pero no con esa forma abstracta, sino con la forma

individual y concreta. Y tomando la abstracci´ on como un hecho, se derivan

de ella t´ıtulos de derecho, los cuales por el contrario derivan de hechos reales:

por ejemplo, el derecho del trabajador a su sueldo no deriva de ser hombre,

sino de ser circunstancialmente trabajador.

Se podrá oponer que históricamente la posici´ on de la mujer en la Iglesia

fue a veces de subordinación, más de sierva que de socio. Se podrán as´ı aducir

algunos juicios envilecedores de Padres de la Iglesia (sobre todo de la Iglesia

griega) y algunas discriminaciones litúrgicas. Entre las primeras est´ a el c´ ele-

bre pasaje de Clemente de Alejandr´ıa (Paedagogus 2): Toda mujer deber´ıa

morir de vergüenza ante el pensamiento de ser mujer. Entre las segundas

no se puede incluir la exclusión del sacerdocio, porque es de derecho divino

positivo.

Una de las discriminaciones más visibles y notorias era la exclusión de las

mujeres del presbiterio, que duró hasta la reciente reforma litúrgica, pero que

no puede considerarse como una discriminaci´ on debida al sexo, ya que fue

mantenida (por San Carlos, por ejemplo) incluso respecto a los soberanos;

expresaba la contraposici´ on entre sacerdotes y laicos, no entre hombres y mu-

jeres. Discriminaciones ciertamente concernientes al sexo son sin embargo las

que en siglos lejanos gravaban más a la mujer que al hombre en la penitencia

impuesta por el mismo pecado, y la que alejaba a la mujer de la Eucarist´ıa

en determinados ciclos.

Pero algunas de estas discriminaciones est´ an conectadas con la idea (acogi-

da tambi´ en en el Viejo Testamento) de la impureza producida por ciertos he-

chos fisiológicos a los que se consideraba inseparables de una impureza moral,

en la cual por otra parte est´ an en ciertos casos unidos hombre y mujer.

9.6. Apolog´ıa de la doctrina y de la praxis de

la Iglesia en torno a la mujer

Para hacer un juicio de esta presunta inferioridad de la mujer en la Iglesia

conviene tener presentes dos consideraciones.

La primera es que la desigualdad natural de la que hablamos en §9.5 puede

motivar un distinto reconocimiento de derechos que competen a los dos, y

esto sin da˜ no alguno de esa superior igualdad, tan claramente exaltada por el

mismo Clemente de Alejandr´ıa: No hay m´ as que una única e id´ entica Fe para

hombre y mujer; existe para ambos una única Iglesia, una única modestia,

un único pudor. Iguales son los alimentos, el matrimonio, la respiración, la

176 9. La Iglesia y la mujer

vista, el o´ıdo, el conocimiento, la esperanza, la obediencia, el amor, la gracia,

la salvación, la virtud (Paedagogus 1, 10). Los derechos particulares de todo

sujeto no derivan de su esencia abstracta (como s´ı lo hacen los comunes),

sino de la esencia concretada y circunstanciada existencialmente: es decir, de

los hechos.

Conviene además considerar la historicidad de la Iglesia y su perfecciona-

miento tanto en cuanto a las cosas que creer como en cuanto a lo agible. Si

bien la ortodoxia y la ortopr´ axis son inmutablemente otorgadas desde el prin-

cipio, se determinan, explican y especifican en una multitud de aplicaciones

que forman un proceso temporal.

En cuanto a la ortodoxia, por ejemplo, es manifiesto que la noci´ on clara y

plena de la dignidad y pureza de la Virgen es posterior a la noci´ on indistinta

y perfecta que de ella tuvo la Iglesia primitiva y a la que tuvieron los mismos

Ap´ ostoles

13

. Y paso por alto hablar del dogma de la gracia, de la infalibilidad

pontificia, de la Asunci´ on, y de tantos otros puntos de fe que la Iglesia del

siglo XX posee en forma mucho más expl´ıcita y distinta que la Iglesia antigua.

Y lo que ocurre con la ortodoxia, ocurre con la ortopraxis. La Iglesia

católica siempre ha mantenido el principio de la igualdad axiológica y tele-

ológica de los dos g´ eneros, gracias a la cual la distancia natural (no la causada

por la corrupci´ on y la concupiscencia) y la conveniente subordinación se re-

suelven en la igualdad.

´

Este es el elemento inamovible de la doctrina. Pero las consecuencias de

las que el principio est´ a pre˜ nado salen a la luz por efecto de un desarrollo

histórico de la inteligencia, y las deducciones que se deben derivar fluyen

poco a poco a trav´ es de retrasos y desviaciones; y máxime si son deducciones

remotas, tanto más dif´ıciles de encontrar cuanto más alto era el principio.

La esclavitud, por ejemplo, queda superada por la absoluta igualdad del

destino moral y por la filiación espiritual de los cristianos, incluso aunque la

esclavitud se mantuviese en las leyes civiles.

Pero la exigencia inmanente de esa igualdad requiere que desaparezca. Y

de hecho la religi´ on retiró poco a poco la esclavitud hasta de su subsistencia

en las leyes civiles.

La opini´ on sobre la abyecci´ on y el envilecimiento de la mujer por obra de

la religi´ on se ha convertido en lugar común en las publicaciones innovadoras;

y es ampliamente compartida por quien concede sin pruebas históricas o

filos´ oficas que la mujer ha tenido en los siglos pasados un status de objeto,

ha sido privada de la personalidad, y además tiene la culpa de ello por no

haber reflexionado sobre su propia servidumbre y haberla aceptado

14

.

13 No concedo la sentencia inveros´ımil según la cual los Ap´ ostoles conoc´ıan perfectamente

las verdades de fe (despu´ es gradualmente reconocidas), pero no las manifestaron.

14 Ver el cuaderno Sulla condizione femminile de Vita e pensiero de mayo-agosto 1975.

9.7. Elevaci´ on de la mujer en el catolicismo 177

La verdad es que aqu´ı, como en muchas otras partes del pensamiento

contemporáneo, se ha utilizado una sin´ ecdoque historiográfica (aislando una

parte y tom´ andola como el todo). Hay tiempos en el ciclo hist´ orico de la

Iglesia en los que, oscureci´ endose los principios, se duda tambi´ en de las de-

ducciones lógicas que deben extraerse de ellos. Entonces, la praxis en primer

lugar, y despu´ es en menor grado la teor´ıa, caen en deducciones ileg´ıtimas que

el principio rechaza y condena.

Pero al principio hay que pedirle cuentas de sus consecuencias leg´ıtimas,

no de las que las pasiones del hombre extraen arbitrariamente. Ahora bien,

los siglos en los que más importancia tuvo la religi´ on son igualmente los

siglos en los que la dignidad de la mujer era reconocida y su influencia sobre

el mundo se desplegó más ampliamente.

9.7. Elevación de la mujer en el catolicismo

Paso por alto las santas mujeres a las que en sus cartas San Pablo presta

nominalmente tantos honores. Paso por alto la preeminencia de la Magdalena

en el anuncio de la Resurrección. No entro en un discurso que ser´ıa casi

infinito: el del orden de las v´ırgenes y de las viudas dentro de la comunidad

eclesial, un orden cuya elevaci´ on moral y religiosa celebran con escritos a

propósito todos los Padres, desde Tertuliano a San Agust´ın.

El discurso, aparte de infinito, resultar´ıa dif´ıcil, porque la mentalidad mo-

derna no tiene alas para elevarse a ese punto de vista en el que se aprecia lo

estimable y se admira la exquisitez de la virtud. Mencionar´ e sin embargo el

importante papel que tuvieron en la evoluci´ on del mundo cristiano en Oriente

y Occidente mujeres virtuosas en el trono imperial, como Elena y Teodora II.

M´ as tarde (en tiempos en que se redujo la barbarie a la mansedumbre y la

civilización), mujeres como Teodolinda, Clotilde o Radegunda, tuvieron más

influencia que ninguna mujer moderna

15

.

Este supuesto es profesado desde las primeras p´ aginas y además su tratamiento está embe-

bido de freudismo, marxismo e historicismo. Se cita a autores heterodoxos, se olvida toda

la tradici´ on católica y se ignora a San Agust´ın y a Santo Tomás. Tambi´ en el lenguaje es

extravagante a causa de circiterismos de toda clase. Ver tambi´ en el OR de 4 mayo 1979,

donde concede que la mujer fue en el pasado universalmente maltratada. De este modo,

lo que era un lugar común verdadero (que el cristianismo elevó a la mujer) cede ante un

lugar común falso (que la envileci´ o).

15 Conviene recordar que hubo mujeres que tuvieron relevancia e influjo en la vida de

Atenas, y que Epicuro admitió a mujeres en su escuela. Pero la cosa causaba estupor,

y todav´ıa tres siglos despu´ es CICERON, De nat. deorum I, XXXIII, 93, aludiendo a

los escritos de Leontium, disc´ıpula de Epicuro, escrib´ıa: Leontium contra Theophrastum

scribere ausa est, scito fila quidem sermone et attico, se tamen .... Este hecho no impide

178 9. La Iglesia y la mujer

El perfeccionamiento de la mujer llegó a un grado singular en los monas-

terios de Francia y Alemania, tanto en el orden de la cultura intelectual

como en el regimiento de la comunidad. Durante el florecimiento carolingio,

el primer tratado de pedagog´ıa lo escribi´ o una mujer (Duoda), no un hombre.

M´ as tarde, en los grandes monasterios donde germinaron todas las for-

mas de la civilización, tambi´ en por obra de mujeres llegó la cultura a una

alta perfección. Elo´ısa (siglo XIII), abadesa del Esp´ıritu Santo, ense˜ na a sus

monjas griego y hebreo, renovando la didascalia de San Jerónimo en Roma

y Bel´ en; Hildegarda (siglo XII), abadesa de Bingen, escribe de historia nat-

ural y de medicina; Roswitha, abadesa de Gandersheim, compone comedias

latinas y las hace representar. Son pruebas de una elevaci´ on paritaria de la

mujer, en modo alguno esporádica. Especial atenci´ on merece la participaci´ on

de la mujer en las asambleas medievales, donde tuvieron gran parte en la

promoci´ on de la dulcificación de las hostilidades guerreras y en la introduc-

ci´ on de las treguas de Dios. Hasta qu´ e punto estuviese avanzada la igualación

sobresale en modo singular en el hecho de que en los monasterios gemelos de

hombres y mujeres, más de un vez el regimiento unitario de la comunidad

estaba confiado a mujeres

16 .

Aunque vinculado a t´ıtulo censitario, como estaba vinculado el de los

hombres hasta nuestro siglo, la participaci´ on de las mujeres en las asambleas

de comunes (únicas asambleas populares del pasado, estando gobernados los

grandes asuntos nacionales por los soberanos) no fue rara hasta el siglo XIX.

Y s´ olo el envilecimiento de la condición femenina causado por el advenimiento

de la econom´ıa utilitaria e industrial y por la concomitante descristianizaci´ on

de las masas pudo traer consigo la reducci´ on de la participaci´ on pol´ıtica de la

mujer. Pero conviene recordar que las mujeres ten´ıan derecho de sufragio en

las comunidades municipales de Austria, en Suiza, e incluso en las Legaciones

pontificias.

La exaltaci´ on más grande con la que se enalteció a la mujer en la Edad

Media cristiana tuvo lugar con la poes´ıa cort´ es, a la que hace referencia la

obra teórica de Andrea Capellano.

La poes´ıa cort´ es reflejó todo un complejo de sentimientos y de costumbres

fundados sobre la delicadeza de pensamiento, el respeto y la fidelidad. El amor

cort´ es se extravi´ o tal vez en forma de dilecci´ on desencarnada u, opuestamente,

de la opuesta pasi´ on erótica; pero en su conjunto es una prueba del alto

la generalizada abyección de la mujer en las sociedades paganas, denunciada por todos los

Padres.

16 Al igual que los hombres, en los monasterios las abadesas ejerc´ıan una jurisdicci´ on casi

episcopal: la totalidad del leg´ıtimo gobierno espiritual y temporal en el propio territorio.

Ver la importante obra de ADRIANA VALERIO, La questione femminile nei secoli X-XII,

Nápoles 1983.

9.8. La decadencia de las costumbres 179

sentimiento que genera en la civilización medieval la contemplaci´ on de lo

femenino.

Una cumbre aún más alta alcanz´ o el motivo de la mujer angelical en la

escuela po´ etica siciliana y en el dulce stil nuovo. La Divina Comedia exalta lo

femenino en la Virgen Mar´ıa y Beatriz, y a las benditas mujeres del preludio

como el trámite excelso de la elevaci´ on espiritual del hombre y virtud que le

otorga la salvaci´ on.

Si no se ignora el valor de la poes´ıa en aquellos siglos, es imposible des-

conocer la dignificación y magnificación de la mujer llevada a cabo por la

religi´ on.

Es cierto que la separación del amor respecto de la relación personal y

el matrimonio (determinada por la exaltaci´ on de lo femenino en s´ı mismo)

inclinaba a la desviación neoplat´ onica incompatible con el realismo cristiano,

pero el fen´ omeno atestigua irrefragablemente que el catolicismo se mantuvo

fiel a una doble verdad, adulterada por el moderno feminismo: que la mujer

es axiológica y teleológicamente igual al hombre, y a la vez desigual, debiendo

vivir esa igualdad axiológica según su propia diversidad.

Una nueva prueba de la paridad que el catolicismo reconoce entre los

dos sexos se obtiene del influjo que sobre el gobierno de la Iglesia, sobre las

orientaciones religiosas, y sobre los momentos de renovaci´ on y de reforma,

ejercitaron mujeres de elevado intelecto y de vehemente inspiración m´ıstica.

Basta acudir a los nombres de Sta. Catalina de Siena, Sta. Juana de

Arco, Sta. Catalina de G´ enova, o Sta. Teresa de

´

Avila, para conseguir una

demostración más que suficiente de esta prestancia de lo femenino en la

Iglesia.

Se olvida a las much´ısimas mujeres de gran temple activo que fundaron

órdenes y compa˜ n´ıas religiosas o simplemente indujeron a los Romanos Pont´ı-

fices a empresas de importancia universal (como en el siglo pasado mademoi-

selle Tamisier, que promovi´ o con P´ıo IX los Congresos Eucar´ısticos). Y no

mencionamos a tantas mujeres honradas por la Iglesia con la canonización,

ni a aqu´ ellas a quienes adornó incluso con el t´ıtulo de doctor de la Iglesia,

como sucedió con Sta. Catalina de Siena y la espa˜ nola Sta. Teresa.

9.8. La decadencia de las costumbres

Af´ın a la desviación sobre la naturaleza de la mujer es la desviaci´ on acerca

de los actos de la sexualidad. Para formar un juicio recto conviene advertir

que en todo g´ enero del obrar humano, pero especialmente en las costumbres,

aun siendo importante la frecuencia mayor o menor de los hechos (sin tal

frecuencia no hay costumbre), importa primariamente lo que los hechos son

180 9. La Iglesia y la mujer

en la mentalidad: es decir, el modo con el cual la conciencia pública los juzga.

En cuanto a la frecuencia, nadie niega que el impudor est´ e hoy más exten-

dido que en el pasado, cuando los excesos eran fen´ omenos de capas restringi-

das y, cosa aún más importante, se procuraba esconderlos sin osar ostentarlos.

Hoy se han convertido en el rostro de nuestras ciudades. Se puede decir que

el pudor fue la caracter´ıstica general de los siglos pasados, mientras el impu-

dor lo es del nuestro; y basta recorrer los tratados de amor, los libros para

la educaci´ on de mujeres, las disposiciones civiles y canónicas y las Praxeis

confessariorum (fuentes primarias en este campo) para tener certeza de ello.

Por el contrario, hoy las intimidades carecen del antiguo velo purpúreo

del pudor y son propaladas, ostentadas y comunicadas hasta en las portadas

de los peri´ odicos de los que se alimenta la gente. Los espectáculos (sobre

todo el cine) tienen como tema de elección las cosas del sexo, y la est´ etica,

que les da un apoyo teórico, llega a establecer que la prevaricación del l´ımite

moral es una condición del arte. De aqu´ı se sigue una progresión puramente

mec´ anica e in infinitum de la obscenidad: de la simple fornicación al adulterio,

del adulterio a la sodom´ıa, de la sodom´ıa al incesto, del incesto al incesto

sodom´ıtico, a la bestialidad, a la cropofagia, etc.

El hecho comprobado del coito público, para encontrar el cual hay que re-

montarse hasta los C´ınicos y que San Agust´ın juzgaba imposible incluso por

razones fisiológicas, es quiz´ a la prueba suprema de la realidad de la lujuria

contemporánea; a no ser que se vea superada por las muestras internacionales

de objetos eróticos, como aquella famosa de Copenhague en 1969, y la mues-

tra internacional de arte pornográfico inaugurada en 1969 en Hamburgo por

el ministro de Cultura.

La Iglesia asumió pronto una conducta indulgente hacia la lujuria cine-

matogr´ afica. Suprimió de su propia prensa la indicación de los espectáculos

que deb´ıan evitarse, justificó la supresi´ on sosteniendo que la moral actual es

distinta del moralismo gazmo˜ no en que no pocas veces se cay´ o en el pasado,

premió obras cinematográficas de estrepitosa impureza, y presentó la nueva

actitud indulgente como un homenaje a la madurez del hombre moderno.

Pero, como dijimos, por encima de los hechos prevalece el significado que

tienen en la mentalidad de los hombres y las persuasiones profundas y tácitas

por las que se mueven los juicios. Conviene por tanto que nos adentremos

un poco en el fen´ omeno del pudor para demostrar cómo tambi´ en la actual

decadencia de las costumbres procede de la negaci´ on de las naturalezas y de

las esencias.

9.9. Filosof´ıa del pudor. La vergüenza de la Naturaleza 181

9.9. Filosof´ıa del pudor. La vergüenza de la

Naturaleza

Lejos de ser un fen´ omeno social temporal y en v´ıas de desaparici´ on (re-

ducible a la psicolog´ıa y la sociolog´ıa, como hacen los modernos), el pudor es

un fen´ omeno que alcanza a la base metaf´ısica del hombre y debe ser estudiado

en antropolog´ıa y en teolog´ıa.

El pudor es una especie del g´ enero de la vergüenza: es la vergüenza en

torno a las cosas del sexo. La vergüenza in genere es el sentimiento que

acompa˜ na a la percepci´ on de un defecto, y como el defecto puede estar en

la naturaleza o en la persona, existe una vergüenza natural y una vergüenza

moral.

La naturaleza se avergüenza de sus propios defectos porque toda natu-

raleza quiere estar a la altura de la idea que tiene de s´ı misma; y si por fallo

cong´ enito o sobrevenido est´ a en disonancia con ella, advierte el defecto y esa

advertencia va acompa˜ nada de un sentimiento de vergüenza causada por ´ el.

Puesto que no se da naturaleza real sino en un individuo, y por consi-

guiente tampoco naturaleza defectuosa si no es en un individuo defectuoso,

la vergüenza de aqu´ ella se convierte en vergüenza de ´ este.

Se objetará que el individuo no es culpable y no puede avergonzarse de

los defectos de su naturaleza. La objeci´ on es superficial. No importa que el

individuo no sea culpable de los defectos de la naturaleza: la naturaleza se

avergüenza de su propio defecto en el individuo. Los hechos más comunes de

la vida lo prueban.

Nadie que est´ e en sus cabales presume o le resulta indiferente ser jorobado,

lisiado, o ciego. Nadie considera esos defectos como normales en el hombre

o en s´ı mismo como individuo. Y no basta observar que estos defectos est´ an

en el individuo sin culpa suya para negar que el individuo sea defectuoso y

evitar la vergüenza que la naturaleza padece por ello.

Por ese motivo resulta notable el dolor y la vergüenza experimentada por

el hombre a causa de su propia mortalidad, defecto radical de la naturaleza

humana. Ese sentimiento, oscura o claramente experimentado, se extiende

de la mortalidad a la enfermedad, a la vejez, o a todas las operaciones que

suponen la mortalidad. Los actos de nutrición, generaci´ on o defecaci´ on los

ejercita el hombre entre paredes y a escondidas. Fil´ osofos y poetas grandes

se han referido a este arcano.

Epicuro (que sin embargo se aplicaba a apagar en el hombre el horror a la

muerte) habla de la indignación del hombre por haber nacido mortal (De rer.

nat. III, 884). Horacio sabe que ante la muerte el hombre experimenta temor

y cólera, porque la siente como una contradicci´ on con su propia naturaleza:

182 9. La Iglesia y la mujer

mortis formidine et ira (Epist II, II, 207).

Gabriele d’Annunzio aborrece la vergüenza de la decrepitud y de la muerte,

como el antiguo Mimnermo. ¿Qu´ e vergüenza es ´ esa, si el hombre no es cul-

pable?

La vergüenza es metaf´ısica: es desprecio por la destrucci´ on de un ser cuya

estructura originaria rechaza la muerte; es vergüenza por un defecto que no

es del individuo como tal, sino de la naturaleza. El hombre no se avergüenza

ni se desprecia por no tener alas (no tener alas no es un defecto para ´ el), sino

por no ser inmortal (la mortalidad s´ı que es un defecto).

La profundidad del fenómeno del pudor se manifiesta tambi´ en por su

involuntariedad. El hombre se ruboriza de la propia y de la ajena erranza

(Par. XXVII, 32): aun a su pesar, su rostro se inflama. No es la persona la

que se avergüenza, sino la naturaleza de la persona. La frente arrugada y el

rostro apesadumbrado son, en todas las naciones, signos de tristeza.

9.10. La vergüenza de la persona. Reich

Pero más profundo que el pudor de la naturaleza es el pudor de la persona,

que es la vergüenza por el defecto moral del cual la persona es causa.

Su forma moral ya no es un puro sentimiento, sino un acto libre de conoci-

miento del propio defecto y de detestaci´ on voluntaria del voluntario defecto,

es decir, de la culpa. El fen´ omeno del pudor resulta aún más profundo si se lo

contempla teol´ ogicamente. La libido es la más amplia desobediencia que se

opera en el hombre, carente de armon´ıa a causa de la desobediencia original.

Fue ciertamente una exageración, o más bien un error grave (popular, aunque

no de las personas instruidas

17

), hacer del pecado carnal el pecado esencial.

Sin embargo es cierto que la concupiscencia (aun no coincidiendo con el

pecado) es el s´ıntoma máximo del presente estado del hombre, pecador por

naturaleza. La sujeción de la parte vidente y racional a la parte ciega e

instintiva del hombre es máxima en la consumación carnal, que en su cima

constituye un momento de delirio y p´ erdida de la conciencia, anulándose la

percepci´ on misma del significado unitivo del acto.

Considerada a la luz de la religi´ on, la vergüenza del sexo pertenece a

la esfera profunda de la realidad humana, y si se frivoliza con el pudor re-

duci´ endolo a la esfera meramente psicológica o sociológica, se niega todo el

drama del amor y el sentido del combate moral.

Muy al contrario, es el signo de la escisión causada en la naturaleza hu-

mana por el pecado. A causa de tal escisión la voluntad de gobierno resulta

17 En el Infierno y en el Purgatorio de Dante los lujuriosos están en el lugar de m´ as leve

pena, al ser portadores de m´ as leve culpa.

9.11. Documentos episcopales sobre la sexualidad 183

gobernada, y necesita preservar su se˜ nor´ıo moral con un combate perpetuo.

No est´ a encadenada a la concupiscencia, como quer´ıa Lutero, sino al combate

contra la concupiscencia, y en este combate consigue la victoria; pero es una

victoria siempre en acto, puesto que en acto es el combate.

Por tanto las doctrinas modernas enemigas del pudor olvidan el combate

y celebran la lujuria como la liberaci´ on total. En la famosa obra de Reich

La revolución sexual (Ed. Roca, M´ ejico 1976) se proclama que la felicidad

del hombre consiste en el placer sexual, y por tanto todo impedimento a la

libido debe apartarse por constituir un impedimento para la felicidad.

Siendo la prohibición moral la suprema prohibición, ya que persiste pese

a toda trasgresión resurgiendo con más´ımpetu a cada una de ellas, la eman-

cipación respecto al pudor se identifica con la felicidad. De aqu´ı procede en

l´ınea teórica la negaci´ on de todo finalismo y de toda ley en la actividad

sexual, y en l´ınea práctica la abolición del matrimonio, el coito público, los

ayuntamientos antinaturales, la pammixis, o la minimizaci´ on del vestido. En

el fondo del erotismo est´ a un concepto espurio de libertad, según el cual el

dependiente desconoce la dependencia de la idealidad imperativa de la ley

inscrita en el fondo de su propia naturaleza.

9.11. Documentos episcopales sobre la sexua-

lidad

Documentos episcopales sobre la sexualidad. Card. Colombo.

Obispos alemanes

Muchos documentos episcopales sobre la sexualidad no tienen ninguna

profundidad religiosa: el impudor no es condenado en virtud de la prevari-

caci´ on moral que implica, sino puramente como un desarreglo de la mec´ anica

vital y como un impedimento para el desarrollo de la personalidad. No apare-

cen razones teol´ ogicas, no se establece ningún nexo con el pecado original,

no se considera la escisión entre el hombre y la ley moral, no se adoptan ni

siquiera los t´ erminos de castidad y de pudor.

El Card. Giovanni Colombo, arzobispo de Mil´ an, en la homil´ıa de Pente-

cost´ es de 1971 sobre el amor como principio único de la uni´ on de los sexos,

no hace menci´ on ni del fin generativo ni de la ley divina, ni conoce otra

motivaci´ on para la continencia que la maduración de la persona, fuera de la

cual la sexualidad se convierte en causa de frenos psicol´ ogicos y sequedades

afectivas a veces irreparables, y por consiguiente da˜ na y deforma el proceso

de maduración personal (OR, 5 junio 1971).

Tambi´ en la carta pastoral de los obispos de Alemania (OR, 18 julio 1973)

184 9. La Iglesia y la mujer

parte de una antropolog´ıa que no es católica, porque afirma que la sexualidad

informa toda nuestra vida, y por ser cuerpo y alma una unidad, nuestra

sexualidad determina tambi´ en su sensibilidad y fantas´ıa, nuestro pensamiento

y nuestras decisiones.

Deseando no agravar los cargos, al juzgar estas afirmaciones de los obispos

alemanes quiero tener en cuenta el general circiterismo teol´ ogico del episco-

pado moderno, y por tanto no tomo rigurosamente los t´ erminos utilizados.

Pero la antropolog´ıa aqu´ı subyacente está lejos de la antropolog´ıa católica

(en cualquiera de sus escuelas), según la cual sexus non est in anima (el sexo

no est´ a en el alma) (Summa theol. Supp. q. 39, a. 1).

La forma de toda la vida no es la sexualidad, sino la racionalidad. La

definici´ on cl´ asica, asumida en el Concilio Lateranense IV, es que anima ra-

tionalis est forma substantialis corporis, es decir, el principio primero que da

el ser a todo el individuo humano.

Por tanto, decir que la sexualidad determina el pensamiento y las de-

cisiones de la voluntad es una afirmación contraria a la espiritualidad del

hombre.

´

Esta consiste propiamente en que el alma que informa al cuerpo es

una actualidad que no se agota informando el cuerpo, sino que subsiste como

forma. De esta facultad emergente de la materia proviene la aptitud para

lo universal, y con ella la elección libre, que alcanza a la universalidad del

bien y no se restringe s´ olo a los t´ erminos de lo particular. Si la sexualidad

determina la decisi´ on, la decisi´ on no puede ser libre

18

.

Posteriormente, en un pasaje del documento se invierten la ´ etica y la

asc´ etica del pudor; se trata de aqu´ el en el cual al condenar las relaciones

prematrimoniales se abandona la cautela (tan predicada en el pasado) acerca

de las ocasiones próximas de pecado, y se defiende la familiaridad entre los

sexos, como si ponerse en tentaci´ on fuese s´ıntoma de madurez moral.

Incluso si subsiste el peligro de que estos encuentros desemboquen en rela-

ciones sexuales y conduzcan a un v´ınculo prematuro, no es justo rechazar o

intentar evitar este peque˜ no avance en la maduración de la capacidad de amor

de los hombres.

Resultan impl´ıcitamente eludidos dos principios de la moral de la Iglesia.

El primero es teol´ ogico: al haber perdido la naturaleza la integridad a causa

del pecado original, y por consiguiente habiendo perdido su se˜ nor´ıo la parte

más elevada del hombre, la debilidad ante las solicitaciones sexuales es la

condici´ on misma del hombre. El segundo punto es propiamente moral: cier-

tamente, aproximarse al pecado sin caer en ´ el no significa haber ca´ıdo en ese

18 A este respecto se podr´ıa decir que la facultad sensitiva, la facultad nutritiva y la

facultad respiratoria informan toda la vida. No es as´ı, sino que la integran con varios

grados axiológicos de los cuales el que caracteriza al hombre es el racional.

9.11. Documentos episcopales sobre la sexualidad 185

pecado; y no es pecado por ese motivo, sino por la soberbia y la presunción

de no caer, impl´ıcitas en la conducta de quien se arroga una fuerza moral

capaz de contrapesar todo impulso contrario a la ley. La máxima salus mea

in fuga, que presidi´ o la asc´ etica católica, parece aqu´ı olvidada y pospuesta a

la idea de la madurez personal y de la educaci´ on para el amor.

IOTA UNUM, ROMANO AMERIO




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