viernes, 14 de octubre de 2022

UNA CRÍTICA DOCTRINAL DE DESIDERIO DESIDERAVI - ORIGEN EN EL II CONCILIO Y SUS TEXTOS DE LA CAÍDA LITÚRGICA

 I

Introducción del editor: Damos inicio a la publicación, en cinco artículos sucesivos, de un importante estudio de José Antonio Ureta sobre los fundamentos teológicos sobre los que se apoya la reciente exhortación apostólica Desiderio Desideravi (acá) El autor argumenta que estos fundamentos difieren manifiestamente de los de la encíclica Mediator Dei (acá)  de Pío XII en la medida en que ponen todos los acentos precisamente en las peligrosas inclinaciones del Movimiento Litúrgico tardío contra las cuales el último Papa preconciliar quiso advertir a los fieles.

La primacía de la adoración

José Antonio Ureta

Necesidad de un examen meticuloso

En los medios tradicionalistas, los comentarios a la exhortación apostólica Desiderio desideravi acáse han limitado hasta el presente a lamentar la reiteración de la tesis de que la misa de Pablo VI es la única forma de Rito Romano y a negar que el nuevo Ordinario de la Misa sea una traducción fiel de los deseos de reforma expresados por los Padres conciliares en la constitución Sacrosantum Concilium (acá).

No me ha llegado a las manos (o, más bien, a la pantalla del computador) ninguna crítica teológica de los principios desarrollados por el papa Francisco en su meditación sobre la liturgia. Veo inclusive con preocupación que algunos artículos, al mismo tiempo que condenan los dos defectos de Desiderio desideravi arriba mencionados, dan a entender que si sus principios y algunos comentarios del Papa fuesen puestos en práctica en las parroquias, el resultado sería positivo. «De hecho, buena parte de los consejos del papa Francisco para la liturgia se podría entender como una convocatoria general a la tradición en la liturgia», escribe un destacado líder tradicionalista, que tras citar algunos fragmentos de la exhortación sobre la riqueza del lenguaje simbólico, agrega: «Si los ceremonieros de las diócesis se tomasen a pecho estas afirmaciones, observaríamos por todo el mundo una transformación de la liturgia de vuelta a la tradición»[1]. Los sacerdotes birritualistas de la diócesis de Versalles que animan el portal Padreblog afirman, por su parte, que «bastantes elementos de la carta tienen en común que ni son propios ni figuran en el Misal de 1962 ni en el de 1970», para concluir que «lo mejor del Misal de San Pío V encontrará de modo natural su lugar en la profundización litúrgica que pide el Santo Padre»[2]. El capellán de la misa tradicional a la que asisto regularmente (perteneciente a una comunidad Ecclesia Dei) parece ser de la misma opinión, pues sugirió al fin de un sermón reciente superar el desagrado que produce el párrafo 31 de Desiderio desideravi y aprovechar las vacaciones del verano europeo para nutrirse espiritualmente con la lectura del documento papal.

Temiendo que esa actitud benevolente se difunda en los medios tradicionalistas, pretendo mostrar en los párrafos que siguen los desvíos doctrinales que, en mi modesta opinión, salpican las meditaciones del Papa Francisco sobre la liturgia, desvíos que resultan de la nueva orientación teológica asumida por la constitución Sacrosantum Concilium, acá del Concilio Vaticano II. Lo haré comparando la visión de la liturgia que enseña el último documento preconciliar sobre el tema, o sea, la encíclica Mediator Dei de Pio XII con aquella que emerge de Desiderio desideravi. La conclusión será que esta última merece, por lo menos, la crítica que hacía el cardenal Giovanni Colombo a la Gaudium et Spes, a saber, que «todas las palabras son apropiadas; lo que falla son los acentos»[3]. Infelizmente, tras leer el texto reciente del Papa los lectores se quedan más con los acentos errados que con las palabras apropiadas…

La comparación entre la visión de Pio XII y la de Francisco versará sobre cuatro puntos específicos: la finalidad del culto litúrgico, el misterio pascual como centro de la celebración, el carácter memorial de la Santa Misa y, por último, la presidencia de la asamblea litúrgica.

Finalidad del culto litúrgico

Mediator Dei[4], acá deja sentado con una claridad meridiana que el culto católico tiene dos finalidades principales que se entrecruzan y se apoyan mutuamente: la gloria de Dios y la santificación de las almas. Pero, evidentemente, la primacía le corresponde al homenaje rendido al Creador.

Después de explicar que «el deber fundamental del hombre es, sin duda ninguna, el de orientar hacia Dios su persona y su propia vida» (n° 18), reconociendo su majestad suprema y dándole «mediante la virtud de la religión, el debido culto» (n° 19), Pío XII recuerda que la Iglesia lo hace continuando la función sacerdotal de Jesucristo (n° 5) y concluye con la siguiente definición: «La sagrada liturgia es, por consiguiente, el culto público que nuestro Redentor tributa al Padre como Cabeza de la Iglesia, y el que la sociedad de los fieles tributa a su Fundador y, por medio de Él, al Eterno Padre: es, diciéndolo brevemente, el completo culto público del Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, de la Cabeza y de sus miembros» (n° 29).

Inclusive el fin subsidiario (y, de hecho, primario desde otro punto de vista) de santificar las almas tiene como fin último la gloria de Dios: «Tal es la esencia y la razón de ser de la sagrada liturgia; ella se refiere al sacrificio, a los sacramentos y a las alabanzas de Dios, e igualmente a la unión de nuestras almas con Cristo y a su santificación por medio del divino Redentor, para que sea honrado Cristo, y en Él y por Él toda la Santísima Trinidad: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo» (n° 215).

Por influencia de los teólogos del llamado Movimiento Litúrgico, cuyas ideas fueron recogidas en Sacrosanctum Concilium, esa relación entre glorificación de Dios y santificación de las almas en la liturgia quedó invertida. Lo explica de modo muy pedagógico el teólogo jesuita P. Juan Manuel Martín Moreno en sus Apuntes de Liturgia[5] para el curso que impartió en la Pontificia Universidad de Comillas (de la Compañía de Jesús) en los años 2003-2004:

«Siempre se ha reconocido una doble dimensión al acto litúrgico. Por una parte tiene como objetivo la glorificación de Dios (dimensión ascensional o anabática) y por otra la salvación y santificación de los hombres (dimensión descensional o catabática). (…)

»La teología litúrgica anterior al Vaticano II partía del concepto de culto concebido anabáticamente. La liturgia era primariamente la glorificación de Dios, el cumplimiento de la obligación que la Iglesia tiene como sociedad perfecta de rendir culto público a Dios, para atraerse de ese modo sus bendiciones.

»En cambio para el Vaticano II prima la dimensión descendente. La Trinidad divina se manifiesta en la Encarnación y en la Pascua de Cristo. El Padre entregando a su Hijo al mundo en la Encarnación, y su Espíritu en la plenitud de la Pascua, nos comunica su comunión trinitaria como un don. Este doble don de la Palabra y el Espíritu se nos da en el servicio litúrgico para nuestra liberación y santificación. (…)

»La concepción anabática de la liturgia se centraba en el servicio del hombre a Dios, mientras que la concepción catabática se fija en el servicio ofrecido por Dios al hombre. La crítica del culto, entendida como servicio del hombre a Dios, se basa en el hecho de que efectivamente Dios no necesita esos servicios del hombre. (…)

»Si la liturgia fuese básicamente culto, sería superflua. Pero si la liturgia es el modo como el hombre puede entrar en posesión de la salvación de Dios, el modo como la acción salvífica se hace realmente presente aquí y ahora para el hombre, es claro que el hombre sigue necesitando la liturgia»[6].

De hecho, la dimensión catabática tiene también la finalidad anabática de conducir los hombres a Dios y hacer que lo glorifiquen. Pero, en Desiderio desideravi[7], el papa Francisco enfatiza casi exclusivamente esta concepción primordialmente catabática de la liturgia y deja en la sombra la glorificación de Dios, que para Pío XII es su elemento primordial.

Su meditación comienza con las palabras iniciales del relato de la Última Cena – «ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros»– subrayando que ellas nos dan «la asombrosa posibilidad de vislumbrar la profundidad del amor de las Personas de la Santísima Trinidad hacia nosotros» (n° 2). «El mundo no lo sabe, pero todos están invitados al banquete de bodas del Cordero (Ap 19, 9)» (n° 5), agrega el pontífice. Sin embargo, «antes de nuestra respuesta a su invitación –mucho antes– está su deseo de nosotros: puede que ni siquiera seamos conscientes de ello, pero cada vez que vamos a Misa, el motivo principal es porque nos atrae el deseo que Él tiene de nosotros» (n° 6). La liturgia, entonces, es ante todo el lugar del encuentro con Cristo, porque ella «nos garantiza la posibilidad de tal encuentro» (n° 11).

El sentido catabático y descendiente de la liturgia –entrar en posesión de la salvación– está muy bien resaltado. Pero fue enteramente omitido el hecho, destacado por Pío XII en el texto ya citado, de que la primera función sacerdotal de Cristo es rendir culto al Padre Eterno en unión con su Cuerpo Místico.

Esa unilateralidad se refuerza en otro párrafo que trata específicamente del aspecto anabático ascendiente, o sea, de la glorificación de la divinidad por los fieles reunidos. Dicho texto insinúa que la gloria de Dios es secundaria, en cuanto no agrega nada a la que Él ya posee en el Cielo, mientras lo que realmente vale es su presencia en la tierra y la transformación espiritual que ella produce: «La Liturgia da gloria a Dios no porque podamos añadir algo a la belleza de la luz inaccesible en la que Él habita (cfr. 1 Tim 6,16) o a la perfección del canto angélico, que resuena eternamente en las moradas celestiales. La Liturgia da gloria a Dios porque nos permite, aquí en la tierra, ver a Dios en la celebración de los misterios y, al verlo, revivir por su Pascua: nosotros, que estábamos muertos por los pecados, hemos revivido por la gracia con Cristo (cfr. Ef 2,5), somos la gloria de Dios» (n° 43).

Las palabras son apropiadas, porque es verdad que el hombre agrega a Dios una gloria apenas “accidental”, pero fue Dios mismo el que quiso recibirla de él al crearlo. Pero los acentos, por su unilateralidad, conducen los fieles a una posición errónea, que fácilmente degenera en el culto del becerro de oro, o sea, «en una fiesta que la comunidad se ofrece a sí misma, y en la que se confirma a sí misma», actitud denunciada en su tiempo por el entonces cardenal Joseph Ratzinger [8].

NOTAS:

[1] https://onepeterfive.com/pope-francis-liturgical-longing/

[2] https://www.la-croix.com/Debats/Au-dela-querelles-liturgiques-pape-nous-fait-contempler-

souffle-doit-habiter-toute-liturgie-2022-07-06-1201223716

[3] http://chiesa.espresso.repubblica.it/articolo/1347506.html

[4] Las citas de la encíclica y su numeración corresponden a la versión publicada en el sitio internet

de la Santa Sede: https://www.vatican.va/content/pius-xii/es/encyclicals/documents/hf_p-

xii_enc_20111947_mediator-dei.html.

[5] https://www.academia.edu/34752512/Apuntes_de_Liturgia.doc

[6] Op. cit., p. 47-48.

[7] Las citas de la exhortación apostólica y la numeración corresponden a la versión publicada

en el sitio internet de la Santa Sede:

https://www.vatican.va/content/francesco/es/apost_letters/documents/20220629-lettera-ap-

desiderio-desideravi.html

[8] Joseph Ratzinger, El Espíritu de la liturgia: una introducción, Eds. Cristiandad, Madrid, 2001, p.

43.

II

Nota del editor: Continuamos con la segunda parte de la crítica de José A. Ureta a Desiderio desideravi.

El misterio pascual como centro de la celebración

En la encíclica Mediator Dei, Pío XII subraya la centralidad de la Pasión en la vida de Nuestro Señor Jesucristo y en nuestra redención (en adelante, todos los destaques en negrita son nuestros):

«La sagrada liturgia nos propone todo el Cristo en todas las condiciones de su vida, es decir: Aquel que es el Verbo del Eterno Padre, el que nace de la Virgen Madre, el que nos enseña la verdad, el que cura a los enfermos, el que consuela a los afligidos, el que sufre los dolores y el que muere; y después, el que resucita de la muerte vencida, el que reinando en la gloria del cielo nos envía el Espíritu Paráclito, el que vive, finalmente, en su Iglesia: “Jesucristo, el mismo de ayer es hoy, y lo será por los siglos de los siglos”. Y además, no sólo nos lo presenta como modelo, sino que nos lo muestra también como a maestro a quien debemos escuchar, como a pastor a quien seguir, y como conciliador de nuestra salvación, principio de nuestra santidad y Cabeza mística, de la cual somos miembros que gozamos de su vida.

»Mas, ya que sus acerbos dolores constituyen el principal misterio de donde procede nuestra salvación, es muy propio de la fe católica destacar esto lo más posible, ya que es como el centro del culto divino, representado y renovado cada día en el sacrificio eucarístico, y con el cual están estrechamente unidos todos los sacramentos» (n° 203-204).

Más adelante, Pío XII se refiere a las finalidades del sacrificio eucarístico (adoración, acción de gracias, propiciación e impetración). Al describir la tercera finalidad, el papa Pacelli resalta una vez más el papel de la Pasión y Muerte del Divino Redentor, resumiendo en pocas líneas la doctrina de San Anselmo sobre la expiación vicaria de Jesucristo en la cruz: «El tercer fin es la expiación y la propiciación. Nadie, en realidad, excepto Cristo, podía ofrecer a Dios omnipotente una satisfacción adecuada por los pecados del género humano. Por eso quiso Él inmolarse en la cruz, “víctima de propiciación por nuestros pecados, y no tan sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Jn 2, 2)» (n° 92).

Y reitera esa enseñanza tradicional al describir el fruto del sacrificio divino, citando a San Agustín:

«Los méritos infinitos e inmensos de este sacrificio no tienen límites, y se extienden a todos los hombres en cualquier lugar y tiempo, porque en él el sacerdote y la víctima es el Dios Hombre; porque su inmolación, igual que su obediencia a la voluntad del Padre Eterno, fue perfectísima, y porque quiso morir como cabeza del género humano: “Mira cómo ha sido tratado nuestro Salvador: pende Cristo en la cruz; mira a qué precio compró… Su sangre ha vertido. Compró con su sangre, con la sangre del Cordero inmaculado, con la sangre del único Hijo de Dios… Quien compra es Cristo; el precio es la sangre; la compra, el mundo todo” (San Agustín, In psalm. 147; P.L. 37, 1925)»(n° 95).

Reinterpretación de la Redención a través de la Resurrección

Esa insistencia en la centralidad del sacrificio de la cruz para la Redención del género humano era una respuesta a las elucubraciones de los teólogos más radicales del movimiento litúrgico que, ya en aquel tiempo, la colocaban en la sombra, poniendo el acento en el triunfo y la Resurrección de Cristo y en su actual estado glorioso. El jesuita Juan Manuel Martín-Moreno nos servirá nuevamente de guía para esclarecer el cambio de acentuación introducido por los innovadores:

«La teología occidental está en el proceso de liberarse de este modelo anselmiano de redención, que tan negativamente ha afectado a la liturgia. En realidad, de verdad, la salvación ha sido una iniciativa del Padre que ya nos amaba cuando todavía éramos pecadores (Rm 5,10). Fue iniciativa del Padre enviarnos a su Hijo Salvador, como cabeza de una nueva Humanidad. Jesús no murió porque él mismo buscara la muerte, ni porque el Padre se la exigiera. El Padre no lo envió a morir, sino a vivir. La acción del Padre no consiste en matar a su Hijo, sino en resucitarlo, aceptando su ofrenda amorosa. (…)

»El modo cruel como Jesús sufrió su muerte no es consecuencia de un destino ineluctable fijado por Dios Padre, sino que es consecuencia de la crueldad de los hombres que no podían tolerar la presencia del justo en medio de ellos.

»Cuando decimos que Jesús murió ‘por nuestros pecados’, queremos decir que murió porque la humanidad pecadora no pudo por menos que matarle. Murió porque éramos pecadores. Si hubiésemos sido justos, nunca le hubiésemos matado y Jesús no hubiera padecido esa muerte. No es el Padre quien quiere la muerte de Jesús en la cruz, sino la humanidad pecadora.

»Jesús muere porque fue fiel a la línea de conducta que le había sido marcada, mostrándonos el verdadero rostro del Padre. En este sentido podemos decir que murió por el cumplimiento de la voluntad de Dios. (…)

»Porque murió en el cumplimiento de su misión, y asumió nuestra naturaleza humana hasta sus últimas consecuencias muriendo con una muerte semejante a la nuestra; por eso la humanidad de Jesús fue resucitada por el Padre. Con ello se abrió también para todos nosotros la puerta de la resurrección y de la vida eterna.(…) Nuestra salvación es el efecto de su encarnación, de su vida, de su muerte, de su resurrección y de la donación de su Espíritu» [9].

No se podría ser más claro: la puerta de la resurrección y de la vida eterna se nos abrió, no tanto por la sangre vertida en la cruz, sino porque la humanidad de Jesús fue resucitada por el Padre. Esa mudanza de paradigma, descrita pedagógicamente por el P. Martín-Moreno, dejó de ser mera especulación de teólogos y comenzó a pasar a las cátedras eclesiásticas ya en el período de elaboración del esquema previo de la Constitución sobre la liturgia, antes mismo del inicio de la primera sesión conciliar. El título original del capítulo sobre la eucaristía, aprobado el 10 de agosto de 1961, era De sacro sancto Missae sacrificio; pero en la sesión del 15 de noviembre del mismo año pasó a ser De sacro sancto Eucharistiae misterio [10].

Cómo este punto de vista entró en la constitución conciliar sobre la liturgia

Al comenzar los debates sobre dicho esquema previo –único que, por su carácter novador voluntariamente moderado [11], no fue rechazado de plano sino enmendado– monseñor Henri Jenny, a la sazón obispo auxiliar de Cambrai y miembro de la comisión preparatoria sobre la liturgia (y posteriormente, miembro del Concilium que elaboró la nueva Misa), observó que en el esquema faltaba lo esencial: una doctrina sobre el misterio de la liturgia. Fue constituida entonces una subcomisión que redactó el primer capítulo de Sacrosantum Concilium [12], cuyo contenido pasó a ser el núcleo doctrinal no sólo de esa constitución conciliar, sino también de la reforma litúrgica de Pablo VI y de todo el magisterio postconciliar sobre la liturgia.

Ese primer capítulo de Sacrosantum Concilium diluye la centralidad de la muerte en la cruz en el conjunto del misterio pascual: «Esta obra de redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo de la Antigua Alianza, Cristo la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada Pasión, Resurrección de entre los muertos y gloriosa Ascensión. Por este misterio, ‘con su Muerte destruyó nuestra muerte y con su Resurrección restauró nuestra vida. Pues el costado de Cristo dormido en la cruz nació ‘el sacramento admirable de la Iglesia entera’» (n° 5).

No cabe duda que la expresión paschale sacramentum (o sea, misterio pascual) es frecuente en los textos de los Padres de la Iglesia y en las oraciones del Misal tradicional. Pero, en todos ellos, la expresión era entendida dentro de la concepción tradicional de la Redención como un rescate operado principalmente por la Sangre vertida en la Pasión y Muerte del Salvador (véase, por ejemplo, la oración del Viernes Santo: «Acuérdate, Señor, de tus misericordias y santifica con una constante protección a tus siervos, para los cuales instituyó tu Hijo Jesucristo el misterio pascual, por medio de su pasión» per suum cruorem, instituit paschale mysterium–). Mientras que, en su acepción moderna, el misterio pascual pasó a ser entendido principalmente como la plena revelación del amor del Padre, el cual se expresa sobre todo en la Resurrección de Jesús: «Cuando se pasa de la redención al misterio pascual, el énfasis cambia completamente. Quien habla de redención piensa primero en la Pasión y luego en la resurrección como complemento. Quien habla de Pascua piensa primero en Cristo resucitado» [13], escribió el dominico Aimon-Marie Roguet en un artículo que hizo fecha, publicado por la revista Maison-Dieu, baluarte parisino del movimiento litúrgico.

El papa Francisco minimiza la muerte redentora de Cristo

Es precisamente ese acento unilateral en favor de la Pascua y en desmedro de la Pasión –contraria al equilibrio tradicional– la que rezuma por todos los poros de Desiderio desideravi. El documento no emplea ni una sola vez vocablos como redención, Redentor o redimir, que evocan la liberación del pecado mediante el pago de una deuda. Usa siempre salvación, que no tiene esa connotación, y la asocia preferentemente a la Pascua, citada nada menos que 29 veces a lo largo del texto, mientras la Resurrección es mencionada 14 veces, la muerte del Señor es evocada sólo 6.

La propia definición que ofrece de la Liturgia padece de esa parcialidad. Para Francisco, ella es «el sacerdocio de Cristo revelado y entregado a nosotros en su Pascua, presente y activo hoy a través de los signos sensibles (agua, aceite, pan, vino, gestos, palabras) para que el Espíritu, sumergiéndonos en el misterio pascual, transforme toda nuestra vida, conformándonos cada vez más con Cristo» (n° 21). Y hablando del respeto de las rúbricas, dice que es necesario no robar a la asamblea lo que le corresponde, «es decir, el misterio pascual celebrado en el modo ritual» (n° 23), el cual debe despertar el asombro de los participantes, descrito como «admiración ante el hecho de que el plan salvífico de Dios nos haya sido revelado en la Pascua de Jesús (cfr. Ef 1,3-14), cuya eficacia sigue llegándonos en la celebración de los misterios, es decir, de los sacramentos» (n° 25). Más adelante, afirma que «la acción celebrativa es el lugar donde, a través del memorial, se hace presente el misterio pascual para que los bautizados, en virtud de su participación, puedan experimentarlo en su vida» (n° 49).

El riesgo con esa mudanza de acento es que (lo que aún queda de) la fe de los fieles puede ser deformada en dos dimensiones. De un lado, pueden ser inducidos a pensar que la obra de la salvación debe ser atribuida más al Padre y al Espíritu Santo que a Jesús, Verbo encarnado, hijo de María, que vertió su sangre por nuestros pecados. Por otra parte, podrían llegar a pensar que Jesucristo no es propiamente Redentor, sino el lugar en que Dios nos salva, puesto que es en la Pascua de Cristo donde el amor del Padre se nos revela. También la piedad de los fieles puede ser llevada a desvalorizar todas las devociones tradicionales que los estimulan a expiar sus pecados y los de la humanidad e inducirlos a pretender salvarse por la sola fe en el plan salvífico de Dios, sin completar en su carne «lo que falta a los padecimientos de Cristo» (Col 1, 24); o, peor todavía, a creer en una salvación universal por causa de la Alianza indefectible de Dios con el género humano.

José Antonio Ureta

 Para leer la parte 1, pulsar aquí.

NOTAS:

[9] Apuntes de Liturgia, p. 43-44, https://www.academia.edu/34752512/Apuntes_de_Liturgia.doc

[10] https://www.cairn.info/revue-recherches-de-science-religieuse-2013-1-page-13.htm

[11] https://www.crisismagazine.com/2021/sacrosanctum-concilium-the-ultimate-trojan-horse

[12] http://www.fraternites-jerusalem.ca/wordpress_sdssm/wp-

content/uploads/2013/04/Présentation-Sacrosanctum-Concilium.pdf

[13] https://www.la-croix.com/Culture/revue-Maison-Dieu-liturgie-coeur-2020-11-29-1201127197

III


Nota del editor: Continuamos con la tercera parte del estudio de José A. Ureta sobre Desiderio Desideravi. Para la Parte 1, pinchar aquí. Para la Parte 2, pinchar aquí.

La Santa Misa es un sacrificio propio y verdadero

Al tratar del sacrificio eucarístico, la Mediator Dei reitera la enseñanza del Concilio de Trento de que la Santa Misa es un sacrificio propio y verdadero y no una simple conmemoración de la Pasión o de la Última Cena:

«Cristo nuestro Señor, «sacerdote sempiterno, según el orden de Melquisedec” (Sal. 59, 4), «como hubiese amado a los suyos que vivían en el mundo» (Jn. 13, 1), «en la última cena, en la noche en que se le traicionaba, para dejar a la Iglesia, su amada Esposa, un sacrificio visible —como la naturaleza de los hombres pide— que fuese representación del sacrificio cruento que había de llevarse a efecto en la cruz, y para que permaneciese su recuerdo hasta el fin de los siglos y se aplicase su virtud salvadora para remisión de nuestros pecados cotidianos…, ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre, bajo las especies del pan y del vino, y las dio a los Apóstoles, constituidos entonces sacerdotes del Nuevo Testamento, a fin de que, bajo estas mismas especies, lo recibiesen, al mismo tiempo que les ordenaba, a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio, que lo ofreciesen» (Concilio de Trento, 22, 1).

«Una (…) y la misma es la víctima; lo mismo que ahora se ofrece por ministerio de los sacerdotes se ofreció entonces en la Cruz; solamente el modo de hacer el ofrecimiento es diverso» (Concilio de Trento 22, 2). (n° 85-87).

La razón de esto último es que, a causa del actual estado glorioso de la naturaleza humana de Jesucristo, la efusión de sangre es ahora imposible, por lo que el sacrificio de Cristo es manifestado exteriormente por la separación de las especies eucarísticas, bajo las cuales se halla presente y que simbolizan la cruenta separación del Cuerpo y de la Sangre. «De este modo, la conmemoración de su muerte, que realmente sucedió en el Calvario, se repite en cada uno de los sacrificios del altar, ya que, por medio de señales diversas, se significa y se muestra Jesucristo en estado de víctima» (n° 89).

Los reformadores invierten los términos, poniendo el acento en la conmemoración   

Esta presentación tradicional no era del gusto de los innovadores, que pasaron a poner el acento en la conmemoración, aunque sin la connotación de la nuda commemoratio de los reformadores protestantes, dándole el sentido de una evocación objetiva y real que   representa lo que sucedió históricamente y lo expresa aquí y ahora de manera eficaz.

Desde esa nueva perspectiva, nos explica R. Gerardi «la conmemoración expresa la realidad de lo que pasó, la actualización objetiva y la presencia de lo que se conmemora. No es que éste se repita, ya que el hecho tuvo lugar históricamente una vez para siempre (efápax); pero está presente. El acto de Cristo hace sentir su efecto hoy y aquí, comprometiendo al que hace memoria del mismo. El sacrificio de Cristo se realizó históricamente una sola vez: la Eucaristía es su recuerdo (en el sentido más pleno de la palabra), una presencia viva de gracia» [14].

Y el ya citado jesuita Martín-Moreno nos explica por qué no se trata de una reiteración de manera multiplicada del único sacrificio de Cristo: «No es que el tiempo de la salvación se repita de nuevo aquí y ahora, sino que el hombre aquí y ahora entra una y otra vez en comunicación con una presencia permanente que está más allá del tiempo transcurrido. (…) En la liturgia se alcanza el punto de intersección del tiempo y la eternidad. Allí el participante se convierte en contemporáneo de los sucesos bíblicos. El hombre se hace testigo contemporáneo de lo que sucedió entonces. Cristo nace en la Navidad, resucita en Pascua. ¿Es la anámnesis obra del hombre o de Dios? El hombre es quien conmemora, pero como acto humano, su acción de recordar no puede trascender el tiempo, no puede entrar en el túnel del tiempo para volver al pasado. Es sólo la acción divina la que, trascendiendo el tiempo, nos trae los misterios a nuestro aquí y ahora. Por eso la liturgia, antes que acción del hombre, es acción de Dios» [15].

La vía había sido abierta por las tesis pioneras del entonces P. Charles Journet (al que más tarde crearía cardenal Pablo VI) y del filósofo francés Jacques Maritain, para quienes la presencia real de Jesucristo se duplicaría en una especie de presencia real del sacrificio [16].

Esta opción teológica en favor de la conmemoración, que omite decir que la Misa es una renovación incruenta del Sacrificio del Calvario y afirma que durante su celebración este último apenas se hace presente, ofrece una interpretación débil del dogma de fe proclamado por el Concilio de Trento, según el cual cada misa es «un sacrificio propio y verdadero» realizado bajo forma sacramental, porque la transubstanciación hace que estén realmente presentes y simbólicamente separados el Cuerpo y la Sangre de la divina Víctima [17].

El papa Francisco opta por llevar al extremo el carácter rememorativo

Desiderio desideravi toma de manera clara e insistente esta opción teológica en favor de la Misa como un recuerdo que sólo de modo secundario reviste el aspecto sacrificial en la medida que es una conmemoración.

Ya al inicio, en la descripción de la Última Cena que el Señor deseaba comer con los Apóstoles, Francisco dice: «Él sabe que es el Cordero de esa Pascua, sabe que es la Pascua. Esta es la novedad absoluta de esa Cena, la única y verdadera novedad de la historia, que hace que esa Cena sea única y, por eso, “última”, irrepetible. Sin embargo, su infinito deseo de restablecer esa comunión con nosotros, que era y sigue siendo su proyecto original, no se podrá saciar hasta que todo hombre, de toda tribu, lengua, pueblo y nación (Ap. 5,9) haya comido su Cuerpo y bebido su Sangre: por eso, esa misma Cena se hará presente en la celebración de la Eucaristía hasta su vuelta» (n° 4).

De paso, nótese que en ese primer párrafo descriptivo de la Misa en el documento, además de la teoría de la representación de un acto irrepetible, el Papa afirma que la misa es una representación de la Cena y no del Sacrificio del Calvario. Esto recuerda la definición original de tendencia protestante de la Misa (defectuosa y posteriormente cambiada) ofrecida en el n°7 de la Instrucción general sobre el Misal Romano, a la que los cardenales Ottaviani y Bacci objetaron tan enérgicamente en su Breve Estudio Crítico. También es digno de notar que este párrafo sugiere que todo hombre y mujer deberían comer y beber del Cuerpo y Sangre de Cristo, o sea comulgar. Esto sugiere un universalismo soteriológico coherente con la autorización práctica dada por el papa Francisco a todos los cristianos —católicos o no, estén o no en estado de gracia, vivan o no conforme al Decálogo— para recibir la Eucaristía.

Volviendo al tema principal, es necesario notar que Desiderio desideravi contiene algunas referencias al sacrificio de Jesús en la Cruz, pero en ningún momento se dice que tal sacrificio se renueva de modo incruento en cada misa. Por el contrario, uno de los primeros párrafos, si bien afirma que «el contenido del Pan partido es la Cruz de Jesús, su sacrificio en obediencia amorosa al Padre», dice en seguida que los Apóstoles, después haber participado de la Última Cena, anticipación ritual de la muerte del Señor, deberían haber comprendido «lo que significaba “cuerpo entregado”, “sangre derramada”: y es de lo que hacemos memoria en cada Eucaristía» (n° 7). Habría sido el momento más adecuado para enseñar que en la Misa no sólo se hace memoria sino que se renueva de modo incruento el Sacrificio del Calvario, representado sacramentalmente en la separación de las especies eucarísticas. El papa Francisco optó por omitir esa verdad de fe y referirse simplemente a la conmemoración.

Algunos párrafos más adelante, el documento insiste en que la Liturgia no es una evocación de lo que recordaban de los Apóstoles, sino un verdadero encuentro con el Resucitado (idea que se repite 9 veces a lo largo del documento), y prosigue: «La Liturgia nos garantiza la posibilidad de tal encuentro. No nos sirve un vago recuerdo de la última Cena; necesitamos estar presentes en aquella Cena, poder escuchar su voz, comer su Cuerpo y beber su Sangre: le necesitamos a Él. En la Eucaristía y en todos los Sacramentos se nos garantiza la posibilidad de encontrarnos con el Señor Jesús y de ser alcanzados por el poder de su Pascua. El poder salvífico del sacrificio de Jesús, de cada una de sus palabras, de cada uno de sus gestos, miradas, sentimientos, nos alcanza en la celebración de los Sacramentos» (n° 11). Nótese que, nuevamente, el acento se pone en la participación en la Cena y no en unirse espiritualmente a Jesús, que se ofrece al Padre en sacrificio en cada misa, aspecto totalmente omitido.

¿La Misa como recuerdo del don que Jesús ofreció en la Última Cena?

Al hablar de cómo se debe entender el dinamismo que describe la Liturgia, Francisco emplea las palabras ya citadas en la sección anterior, que dejan claro que, para él, el carácter sacrificial de la misa resulta de la conmemoración de la Pascua de Jesús: «El momento de la acción celebrativa es el lugar donde, a través del memorial, se hace presente el misterio pascual para que los bautizados, en virtud de su participación, puedan experimentarlo en su vida» (n° 49).

Esa idea se hace más explícita al referirse posteriormente al núcleo central de la Misa: «Con la plegaria eucarística –en la que participan también todos los bautizados escuchando con reverencia y silencio e interviniendo con aclamaciones (Institutio Generalis Missalis Romani, nn. 78-79) – el que preside tiene la fuerza, en nombre de todo el pueblo santo, de recordar al Padre la ofrenda de su Hijo en la última cena, para que ese inmenso don se haga de nuevo presente en el altar» (n° 60). No sólo omite enteramente la ofrenda de Cristo durante la Pasión (de que la Cena fue una anticipación ritual), y no sólo evita decir que el Sacrificio se renueva, sino que evita la propia palabra sacrificio y lo llama inmenso don.

Agréguese a todo lo anterior que en Desiderio desideravi no figuran en ninguna parte expresiones como transubstanciación o presencia real ni formulaciones análogas que indiquen que «el manjar eucarístico contiene, como todos saben, “verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la sangre, junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo”», como dice Pío XII en su encíclica (n° 161), citando el Concilio de Trento (ses.13 can. l.). Como tampoco figura nada que se parezca a la exhortación de la Mediator Dei de que los pastores no permitan «que se descuide la adoración del Santísimo Sacramento y las piadosas visitas a los tabernáculos eucarísticos» o «que los templos estén cerrados en las horas no destinadas a los actos públicos», cosa que algunos ya defendían «engañados sin duda por cierto deseo de renovar la liturgia o creyendo falsamente que sólo los ritos litúrgicos tienen dignidad y eficacia» (n° 220).

Son esas unilateralidades las culpables de la pérdida funesta (o por lo menos la grave dilución) de la fe en la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo bajo las especies eucarísticas, constatada por sondeos de opinión en varios países, las más expresiva de las cuáles es la del Pew Research Center, que comprobó que «sólo un tercio de los católicos estadounidenses están de acuerdo con su Iglesia en que la Eucaristía es el Cuerpo y la Sangre de Cristo«[18].

NOTAS:

[14] Diccionario teológico enciclopédico, https://apps.idteologia.org/index.php?r=sagradaTeologia/view&id=16

[15] Op. cit., p. 46.

[16] Philippe-Marie Margelidon O.P., en La théologie du sacrifice eucharistique chez Jacques Maritain, en Revue Thomiste, enero-marzo 2015, pp. 101-147.

[17] Ver Claude Barthe, La Messe de Vatican II – dossier historique, Via Romana, Versailles, 2018, p.181.

[18] https://www.pewresearch.org/fact-tank/2019/08/05/transubstantiation-eucharist-u-s- catholics/

IV


Nota del editor: continuamos con la Parte 4 de la crítica en cinco partes de José A. Ureta a Desiderio Desideravi. Para partes anteriores, ver aquí: Parte 1Parte 2Parte 3.

El papel exclusivo del sacerdote en la Misa

En Mediator Dei, Pío XII enseña explícitamente que «sólo a los Apóstoles y a los que, después de ellos, han recibido de sus sucesores la imposición de las manos, se ha conferido la potestad sacerdotal, y en virtud de ella, así como representan ante el pueblo a ellos confiado la persona de Jesucristo, así también representan al pueblo ante Dios». Pero, agrega, en la santa misa «el sacerdote representa al pueblo sólo porque representa la persona de nuestro Señor Jesucristo, que es Cabeza de todos los miembros por los cuales se ofrece; y que, por consiguiente, se acerca al altar como ministro de Jesucristo, inferior a Cristo, pero superior al pueblo (San Roberto Belarmino, De missa II c.l. ). El pueblo, por el contrario, puesto que de ninguna manera representa la persona del Divino Redentor ni es mediador entre sí mismo y Dios, de ningún modo puede gozar del derecho sacerdotal» (n° 104).

Está claro que los ritos y oraciones del Sacrificio eucarístico «muestran que la oblación de la víctima la hace el sacerdote juntamente con el pueblo» (n° 107), ya que «por el bautismo los cristianos, a título común, quedan hechos miembros del Cuerpo Místico de Cristo sacerdote, y por el carácter que se imprime en sus almas son consagrados al culto divino, participando así, según su condición, del sacerdocio del mismo Cristo» (n° 108).

Pero, ¿cómo es la participación del pueblo en los actos de sacerdocio de Cristo? «Los fieles deben participar en el Sacrificio eucarístico, uniéndose espiritualmente a Él y por Él, y con Él se ofrezcan también a sí mismos» (n° 99). Pero, Pío XII se cree en el deber de reiterar una vez más que «por el hecho de que los fieles cristianos participen en el Sacrificio eucarístico, no por eso gozan también de la potestad sacerdotal» (n° 102). Tal insistencia se justifica porque ya entonces algunos creían «que el precepto que Jesucristo dio a los Apóstoles en su Última Cena, de hacer lo que Él mismo había hecho, se refiere directamente a todo el conjunto de los fieles» y juzgaban que «el sacrificio eucarístico es una estricta «concelebración»» (n° 103).

Contra ese error, Mediator Dei enseñaba que «aquella inmolación incruenta con la cual, por medio de las palabras de la consagración, el mismo Cristo se hace presente en estado de víctima sobre el altar, la realiza sólo el sacerdote, en cuanto representa la persona de Cristo, no en cuanto tiene la representación de todos los fieles» (n° 112). Éstos ofrecen el sacrificio por manos del sacerdote «porque el ministro del altar representa la persona de Cristo, como Cabeza que ofrece en nombre de todos los miembros; por lo cual puede decirse con razón que toda la Iglesia universal ofrece la víctima por medio de Cristo» (n° 114). «Pero no se dice que el pueblo ofrezca juntamente con el sacerdote porque los miembros de la Iglesia realicen el rito litúrgico visible de la misma manera que el sacerdote, lo cual es propio exclusivamente del ministro destinado a ello por Dios, sino porque une sus votos de alabanza, de impetración, de expiación y de acción de gracias a los votos o intención del sacerdote, más aún, del mismo Sumo Sacerdote, para que sean ofrecidos a Dios Padre en la misma oblación de la víctima, incluso con el mismo rito externo del sacerdote» (n° 115).

Lógicamente, Pío XII concluye explicando que no se pueden condenar las misas privadas sin participación del pueblo, ni la celebración simultánea de varias misas privadas en diferentes altares, alegando erróneamente «el carácter social del sacrificio eucarístico». Porque el Santo Sacrificio de la Misa «por su misma naturaleza, y siempre, en todas partes y por necesidad, tiene una función pública y social; pues el que lo inmola obra en nombre de Cristo y de los fieles cristianos, cuya Cabeza es el Divino Redentor, y lo ofrece a Dios por la Iglesia Católica y por los vivos y difuntos». De ahí que «de ningún modo se requiere que el pueblo ratifique lo que hace el ministro del altar» (n° 118), ni que sea necesario que el pueblo cristiano se acerque a la mesa eucarística para asegurar la integridad del Sacrificio, haciendo «de la Sagrada Comunión, recibida en común, como la cima de toda la celebración» (n° 139-140).

Los reformadores rechazan el papel exclusivo del sacerdote y lo disuelven en una “asamblea celebrante”

Evidentemente, esa clara distinción jerárquica entre el celebrante y los fieles –que hasta las reformas conciliares era muy manifiesta por la existencia del comulgatorio, que separaba el presbiterio, reservado a los ministros del altar, de la nave en la que permanecían los fieles– era insoportable para los reformadores con espíritu igualitario. Para reducirla, recurrieron a la estratagema de  redescubrir  la asamblea. El ya citado jesuita Juan Manuel Martín-Moreno nos lo explica: 

«La eclesiología basadba en la división entre clero y laicos tenía su perfecta visibilización en la liturgia preconciliar. Los coros de canónigos se situaban en la parte privilegiada de las catedrales, aislados de los demás por unas rejas. El presbiterio se situaba en un lugar elevado, separado de los fieles por una magnífica escalinata, Quedaba resaltada así la función mediadora del sacerdote situado allá en lo alto, a medio camino entre el Cielo y la Tierra.

»Pero la Lumen Gentium parte de la consideración del Pueblo de Dios antes de pasar a hablar de los distintos ministerios en la Iglesia. La eclesiología de comunión [19] que abrazó el Vaticano II va a tener su reflejo en la gran importancia que adquiere la asamblea en la liturgia. Es este quizás uno de los rasgos más emblemáticos de la reforma litúrgica.

»El papel mediador entre Dios y los hombres no lo tiene ya el presbítero, sino la asamblea, dentro de la cual el presbítero ejerce su función. No contraponemos presbítero a asamblea, de la misma manera que no contraponemos cabeza a cuerpo. La cabeza es también parte del cuerpo. No hay cuerpo sin cabeza. No hay asamblea sin ministerios.

»Pero tampoco hay ministerios sin asamblea. El origen último del ministerio no es la asamblea, sino Cristo, pero, como dice Borobio, «el ministerio no se origina al margen de la comunidad o sin ella». El ministro no recibe directamente su mandato de Cristo, como lo recibieron los apóstoles o Pablo [20]. (…)

«La asamblea es la traducción del hebreo QHL, que en griego se traduce como ekklesia o synagoge. Estas palabras designan la convocatoria, el acto de reunirse y la comunidad reunida. Qahal es asamblea general del pueblo. En su evolución semántica ha designado el llamamiento, el reclutamiento, la congregación, la comunidad reunida, la Iglesia. Ecclesía no es sin más Iglesia, sino Iglesia convocada y reunida en un lugar concreto y en un momento preciso para celebrar los misterios del culto. (…)

“Es esta Iglesia o asamblea, que incluye al obispo, presbíteros y diáconos, la que directa y formalmente participa del sacerdocio de Cristo. La asamblea congregada es el reflejo y la expresión de la Iglesia. En ella se encarna la Iglesia y se hace visible; en ella y a través de ella se proyecta al mundo, sobre todo en la Iglesia local que celebra presidida por el Obispo. Con esto no quiere excluir el Concilio que haya otras manifestaciones de la Iglesia. La liturgia es la expresión más visible de la Iglesia, pero no la única. También la Iglesia se manifiesta en la acción caritativa de los cristianos y de otras muchas formas.

»El fundamento de esta participación está, como ya hemos dicho, en el sacerdocio común de los fieles. En la Eucaristía el pueblo ofrece los dones junto con el presidente. En Sacrosanctum Concilium 48 dice que los fieles “aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la Hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él”. En este punto, Sacrosanctum Concilium va más allá de Mediator Dei, que usaba la expresión quodammodo, “en cierto modo”. Esta expresión quedó suprimida por el Concilio.

»De ahí surge la conciencia de que las acciones litúrgicas no son privadas sino que tienen un carácter comunitario (Sacrosanctum Concilium 26). Hay que devolver al cuerpo de la Iglesia lo que siempre había sido patrimonio suyo; la asamblea debe recuperar el protagonismo que había perdido a causa de un clericalismo abusivo. (…)

»Esta insistencia en el carácter comunitario de la celebración es la que motiva la recuperación de la concelebración, que ha contribuido a desprivatizar la Misa y a resaltar la unidad del sacerdocio y del sacrificio eucarístico (Sacrosanctum Concilium 57). Desde esta perspectiva resulta hoy incomprensible el que en la liturgia preconciliar se pudiesen celebrar distintas liturgias simultáneas en el mismo templo, y que unos fieles asistiesen a una y otros a otra.

»Por lo tanto, hoy ya no se puede hablar de una asamblea que asiste a Misa, sino de una asamblea que celebra la Misa. Al obispo o al presbítero que preside la celebración ya no cabe llamarle celebrante, porque celebrantes son todos, sino presidente. Esto, que ya se insinuaba en Sacrum Concilium 26, se afirma expresamente en la Institutio Generalis Missale Romanum 1 y 7. Queda para siempre desterrada la expresión popular oír Misa. (…)

»Esta eclesiología de comunión acaba influyendo hasta en los más mínimos detalles de la reforma litúrgica. Influye mucho en la arquitectura de las iglesias postconciliares, donde el presbiterio ya sólo está elevado sobre la asamblea el mínimo para que sus acciones puedan ser vistas por todos. Se han eliminado las rejas, los comulgatorios. El centro de la Iglesia es el altar y no el sagrario, que ha quedado ahora desplazado a una capilla lateral. La disposición de la nave ya no es rectilínea sino semicircular, de modo que los fieles se vean mejor unos a otros y se sientan más parte los unos de los otros. Se han eliminado los altares laterales adosados a las naves. Ha desaparecido el coro situado en la parte trasera de la iglesia. El ministerio del canto no puede situarse fuera de la asamblea, sino como parte de ella» [21].

El sacerdote reducido a presidente de asamblea y los laicos elevados a concelebrantes

Que el celebrante sea toda la asamblea y que el ministro del altar quede reducido a la condición de presidente de dicha asamblea es lo que pone de relieve Desiderio desideravi, no negando, pero sí omitiendo completamente que sólo él realiza in persona Christi la inmolación incruenta del Sacrificio eucarístico.

La palabra sacerdote – que define precisamente al que realiza y ofrece el sacrificio –aparece sólo tres veces en las versiones italiana (original) y española de la exhortación, en dos de ellas para referirse simplemente a un clérigo ordenado. Pero la expresión presbítero –que en su origen griego y latino significa apenas el más anciano, el decano– se emplea 12 veces en la italiana y 15 en la española. Mientras presidencia y el verbo presidir (o sus conjugaciones) aparecen en 14 ocasiones, celebrante lo hace una sola vez dando a entender que se aplica a toda la asamblea: «Recordemos siempre que es la Iglesia, Cuerpo de Cristo, el sujeto celebrante, no sólo el sacerdote» (n° 36). Y más adelante lo afirma explícitamente: «El presbítero también es formado al presidir la asamblea que celebra» (n° 56).

El documento reconoce que el oficio de los presbíteros «no es, primariamente, una tarea asignada por la comunidad, sino la consecuencia de la efusión del Espíritu Santo recibida en la ordenación, que le capacita para esta tarea». Pero al definir su cometido, no dice que sea la función sacerdotal de sacrificar sacramentalmente la Víctima, sino presidir las asambleas: «El presbítero vive su participación propia durante la celebración en virtud del don recibido en el sacramento del Orden: esta tipología se expresa precisamente en la presidencia» (n° 56).

En el párrafo siguiente ofrece una interpretación exclusivamente anabática y descendente de su misión mediadora, omitiendo que el sacerdote ofrece a Dios el sacrificio en nombre de toda la Iglesia: «Para que este servicio se haga bien –con arte– es de fundamental importancia que el presbítero tenga, ante todo, la viva conciencia de ser, por misericordia, una presencia particular del Resucitado. El ministro ordenado es en sí mismo uno de los modos de presencia del Señor que hacen que la asamblea cristiana sea única, diferente de cualquier otra (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 7). Este hecho da profundidad “sacramental” –en sentido amplio– a todos los gestos y palabras de quien preside. La asamblea tiene derecho a poder sentir en esos gestos y palabras el deseo que tiene el Señor, hoy como en la Última Cena, de seguir comiendo la Pascua con nosotros» (n° 57).

Las individualidades se fusionan en la colectividad

Esa disolución casi total del ministro ordenado en la asamblea se verifica, por otro lado, en el hecho de que ésta sea mencionada 18 veces, destacando su función celebrativa y su carácter colectivo, lo que en muchos casos hace difícil que cada fiel rinda a Dios un culto verdaderamente interior, ofreciéndose a Él en persona y en íntima unión con Cristo-víctima: «Pienso en todos los gestos y palabras que pertenecen a la asamblea: reunirse, caminar en procesión, sentarse, estar de pie, arrodillarse, cantar, estar en silencio, aclamar, mirar, escuchar. Son muchas las formas en que la asamblea, como un solo hombre (Neh 8,1), participa en la celebración. Realizar todos juntos el mismo gesto, hablar todos a la vez, transmite a cada uno la fuerza de toda la asamblea. Es una uniformidad que no sólo no mortifica, sino que, por el contrario, educa a cada fiel para descubrir la auténtica singularidad de su personalidad, no con actitudes individualistas, sino siendo todos conscientes de ser un solo cuerpo» (n° 51).

¡Cuánto más juiciosa era la siguiente recomendación de Pío XII!: «El talento, la índole y la mente de los hombres son tan diversos y tan desemejantes unos de otros, que no todos pueden sentirse igualmente movidos y guiados con las preces, los cánticos y las acciones sagradas realizadas en común. Además, las necesidades de las almas y sus preferencias no son iguales en todos, ni siempre perduran las mismas en una misma persona. ¿Quién, llevado de ese prejuicio, se atreverá a afirmar que todos esos cristianos no pueden participar en el sacrificio eucarístico y gozar de sus beneficios? Pueden, ciertamente, recurrir a   otra manera,  que a algunos les resulta más fácil, como por ejemplo meditar piadosamente los misterios de Jesucristo, o hacer otros ejercicios de piedad, y rezar otras oraciones que, aunque diferentes de los sagrados ritos en la forma, sin embargo concuerdan con ellos por su misma naturaleza» (n° 133).

Habría que preguntarse si una buena parte del abandono de la Misa dominical que  siguió a la reforma litúrgica no proviene del desagrado de muchos fieles ante el carácter asambleísta y colectivista con que en la mayoría de las parroquias se celebraba el nuevo rito, no dejando ningún margen para la piedad individual. Y sobre todo habría que preguntarse si la caída vertiginosa de las vocaciones no se debe a que algunos de los que se sienten llamados al sacerdocio no responden positivamente porque la imagen de un ministro ordenado que no es otra cosa que presidente de la asamblea no se corresponde con la imagen tradicional del sacerdocio, en la que el sacrificio personal de la propia vida encuentra su modelo y consumación en la realidad sacrificial de la Santa Misa.

NOTAS:

[19] Séanos permitido un pequeño rodeo, para destacar la vaguedad del concepto de eclesiología de comunión, en boca de todos desde el Sínodo Extraordinario de Obispos de 1985, en un intento infructuoso de resolver el conflicto entre el concepto tradicional de la Iglesia sociedad perfecta y jerárquica y la Iglesia Pueblo de Dios igualitaria de las comunidades de base. El P. Juan Manuel Martín-Moreno tiene tal vez razón al hacer entrar tal concepto dentro de su visión de la asamblea litúrgica…

[20] Es obvio que los actuales ministros del altar no recibieron su mandato directamente de Cristo, sino del obispo que los ordenó. Pero, la opinión según la cual tal transmisión se realiza por la intermediación de la comunidad fue condenada por Pío VI en la bula Auctorem fidei: «La proposición que establece que ha sido dada por Dios a la Iglesia la potestad, para ser comunicada a los pastores que son sus ministros, para la salvación de las almas; entendida en el sentido que de la comunidad de los fieles se deriva a los pastores la potestad del ministerio y régimen eclesiástico, es herética» (Denz./Hün. 2602).

[21] Op. cit., p. 60-62.

Para las partes anteriores, ver: Parte 1Parte 2Parte 3.


V

Nota del editor: publicamos hoy la parte final del estudio de José A. Ureta sobre Desiderio Desideravi. Para las publicaciones anteriores, consultar la Parte 1Parte 2Parte 3 y Parte 4.

Una pregunta incómoda

En los cuatro temas analizados más arriba –(1) la finalidad del culto litúrgico, (2) el misterio pascual como centro de la celebración, (3) el carácter memorial de la Santa Misa y, finalmente, (4) la presidencia de la asamblea litúrgica– queda bastante claro que Desiderio desideravi entiende la Liturgia en un sentido unilateral, pues pone todos los acentos en las letras indebidas, aunque, consideradas individualmente, sus palabras parezcan apropiadas hasta el punto de merecer elogios de algunos tradicionalistas, inclusive entre los más instruidos. Lo que parece que quiere recalcar el papa Francisco son las teorías y preferencias de los liturgistas innovadores, no la doctrina tradicional de la Iglesia.

Pero un análisis detallado revela que el resultado final es una pexposición de la vida sacramental de la Iglesia, y en particular del rito de la santa misa, que en su conjunto no parece estar en armonía con los principios y consejos pastorales de la última gran encíclica litúrgica previa al Concilio Vaticano II, a saber Mediator Dei del papa Pío XII.

La pregunta incómoda que surge es la siguiente: esas dos formas rituales tan diferentes, ¿corresponden realmente a una misma Fe?

En el campo de los innovadores más avanzados, la respuesta es clara: se trata de dos posturas litúrgicas incompatibles que corresponden a dos actitudes dogmáticas incompatibles: una es la fe que impregna el rito tradicional, y otra es la fe que impregna el rito nuevo. Por eso el jesuita que venimos citando, el P. Martín-Moreno, insiste con tanta vehemencia en que la nueva Misa sustituye definitivamente (y, hay que decirlo, repudia) la orientación y postura teológica de la antigua.

La Misa de ayer «ya no puede ser la norma» para la fe de hoy

De hecho, a medio camino entre el controvertido motu proprio Traditionis custodes y la última exhortación apostólica, en febrero de este año una pareja de animadores de la autoproclamada Conferencia católica de bautizados francófonos publicó un artículo elocuente en el diario La Croix. Aprovechando que, en francés, las expresiones autrefois (en otros tiempos) y autre foi  (otra fe, fe diferente) se pronuncian exactamente igual, expresaron su opinión bajo el siguiente título: La fin des messes d’autre “foi”, une chance pour le Christ ! [23] (El fin de las misas de otra fe; ¡una oportunidad para Cristo!). El artículo de Aline y Alain Weidert tiene el mérito de llamar a las cosas por su nombre  y ser lógico en sus conclusiones. Siguen algunos largos trechos escogidos que hablan por sí solos y no hacen falta comentarios:

«El espíritu de la liturgia de otra fe, su teología, las normas de la oración y de la Misa de antes (la lex orandi del pasado), ya no pueden, sin discernimiento, seguir siendo las normas de la fe de hoy, el contenido de ésta (nuestra lex credendi). La precaución impondría no reflexionar demasiado sobre ese contenido para no desestabilizar aún más a la Iglesia.

»¡Todo contrario! Una fe que derivase todavía de la lex orandi de ayer, que hizo del catolicismo la religión de un dios perverso que obliga a morir a su Hijo para aplacar su ira, la religión de un mea culpa y una reparación perpetuos, conduciría a un antitestimonio dela fe, a una imagen desastrosa de Cristo. Prueba irrefutable: la todavía demasiado frecuente concesión de indulgencias, vinculadas entre otras cosas a misas-sacrificio en remisión por los pecados.

»Nuestras Misas, lamentablemente, están todavía marcadas por un pronunciado carácter sacrificial, expiatorio, de finalidad propiciatoria para eliminar los pecados (mencionados 20 veces), a fin de alcanzar la salvación y salvar las almas de la venganza divina. Propiciación que las comunidades Ecclesia Dei defienden con uñas y dientes, con sus sacerdotes sacrificadores, formados para decir el Santo Sacrificio de la Misa, verdadera inmolación. (…)

»Es necesario seguir saliendo de esta parte sumergida de la Misa Tridentina, deriva histórica curiosamente pasada por alto (¿tabú?) en los debates actuales. Desde el Concilio Vaticano II hemos recorrido un largo camino, rumbo al hecho inicial de una Eucaristía positiva, de un “¡Haced esto en memoria de Mí!” donde todos están invitados a ser diariamente sacramento de la Alianza: “El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana”. Sacramento de la Alianza, concepto nuevo en esta oración desde el Concilio. (…)

»Si queremos que en el futuro podamos ofrecer una fe y una práctica cristianas atractivas, debemos aventurarnos, mediante la reflexión y la formación, a descubrir un fondo aún inexplorados (sin explotar) de la salvación por Jesús, no poniendo en primer lugar su muerte contra (‘por’) los pecados sino su existencia como Alianza. Porque, “en efecto, su humanidad, unida a la persona del Verbo, fue instrumento de nuestra salvación” (Concilio Vaticano II, Sacrosanctum concilium, 5). ¡La opción es clara! No entre sensibilidades y estéticas religiosas diferentes, sino entre sacrificios interminables para borrar los pecados, y eucaristías que sellan la Alianza/Cristo».

Por lo menos aquí las cosas se dicen claramente y sin rodeos semánticos. Pero, si debiéramos colocar el cursor de Desiderio desideravi entre los dos conceptos de la Liturgia y de la Misa descritas por este artículo, tememos que el cursor se situaría bien próximo del extremo Alianza. Tanto es así que Alain Weidert acaba de publicar en La Croix un nuevo artículo eufórico con el contenido de la exhortación [24].

La fe perenne y la nueva teología son incompatibles

De cualquier manera, las metas que se fijó c el Papa Francisco con la publicación de su última exhortación apostólica, o sea, que «abandonemos las polémicas»(n° 65) y que la belleza de la celebración cristiana no se vea «desfigurada por una comprensión superficial y reductiva de su valor o, peor aún, por su instrumentalización al servicio de alguna visión ideológica» (n° 16), están todavía muy lejos de ser alcanzadas.

La razón la da el propio Pontífice: «Sería banal leer las tensiones, desgraciadamente presentes en torno a la celebración, como una simple divergencia entre diferentes sensibilidades sobre una forma ritual» (n° 31). Así es ni más ni menos. Por razones principalmente teológicas, los modernistas fanáticos consideran que el rito de S. Pío V es la Misa de «otra fe»; y por razones teológicas, los tradicionalistas consideran que el rito de Pablo VI se aparta en algunos puntos esenciales de las enseñanzas tradicionales sobre la Misa. En nombre de la fe de siempre, no aceptan que el nuevo rito sea la «única expresión de la lex orandi del Rito Romano», como pretende Traditionis custodes y como reitera Desiderio desideravi (n° 31).

Si la reciente exhortación apostólica buscaba dar un fundamento teológico a esa pretensión, debemos constatar después de este breve análisis que el tiro parece haber salido por la culata, porque la unilateralidad que manifiesta en diversos aspectos no hace otra cosa que confirmar la convicción del bando tradicional de que la nueva lex orandi no corresponde con la lex credendi que la Iglesia recibió en depósito. Y el argumento invocado por el papa Francisco como ultima ratio, o sea, que los tradicionalistas deben aceptar la Misa nueva porque se ajusta a las enseñanzas del Concilio, no es proclive a hacerlos cambiar de opinión. Precisamente porque la constitución Sacrosantum Concilium, el magisterio litúrgico posterior y la Desiderio desideravi merecen, ellos también, los mismos reparos de orden teológico.

En todo caso, dejamos aquí una invitación a los teólogos y los liturgistas para tratar el tema y analizar de modo más profundo y científico el aporte de Desiderio desideravi  al debate en curso.

NOTAS:

[23] Aline y Alain Weidert, en La Croix, 10-02-2022, https://www.la-croix.com/Debats/fin-messes-dautre-foi-chance-Christ-2022-02-10-1201199636

[24] https://www.la-croix.com/Debats/Francois-lurgence-dune-formation-liturgie-2022-07-08-1201224067


FUENTE





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EXCOMUNIÓN DE LA IGLESIA A LUTERO Y A CUALQUIERA QUE LO REIVINDIQUE A ÉL Y A SUS DOCTRINAS.

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