viernes, 28 de abril de 2023

La Nouvelle Théologie analizada en profundidad por César Félix Sánchez, doctor en Humanidades

 César Félix Sánchez Martínez es doctor en Humanidades por la Universidad de Piura, Perú, así como bachiller y magíster en filosofía, bachiller y licenciado en literatura y lingüística y diplomado en historia. Es profesor en varios seminarios diocesanos y casas religiosas de formación. Es actualmente presidente de la filial en Arequipa, Perú, de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino.

¿Qué entendemos por Nouvelle Théologie?

El término fue por primera vez empleado por S. S. Pío XII en dos alocuciones a las congregaciones generales de los jesuitas y de los dominicos, el 17 y el 22 de septiembre de 1946, respectivamente. Allí, el Pastor Angelicus criticaba una «nueva teología, que debe evolucionar como evolucionan todas las cosas, y estar en continuo progreso, sin fijarse jamás. Si tuviéramos que abrazar semejante opinión, ¿qué sería de los dogmas inmutables de la Iglesia católica? ¿Qué sería de la unidad y estabilidad de la fe?».

Poco tiempo después, el gran teólogo dominico Réginald Garrigou-Lagrange (1877-1964) en un artículo para el Angelicum se preguntaba ¿Hacia dónde va la nueva teología»? y señalaba algunas de sus principales características: rechaza la idea del jesuita Bouillard quien, basado en la llamada «filosofía de la acción» de Maurice Blondel, sostenía que las nociones teológicas debían evolucionar de acuerdo a la evolución del espíritu humano en la historia, pues una teología que no fuera actual no sería teología, porque no sería verdad, si se asume el apotegma blondeliano de que la verdad es la adecuación de la mente a la acción. Asimismo, considera falsa la tesis principal de Henri de Lubac en Surnaturel; a saber, que «nada deja ver en santo Tomás la distinción, que algunos teólogos tomistas forjaron más tarde, entre “Dios autor del orden natural” y “Dios autor del orden sobrenatural”». Para Garrigou-Lagrange esta afirmación no solo va contra muchos pasajes de santo Tomás de Aquino, sino desquicia la esencia del pensamiento tomista y puede poner entre paréntesis la necesidad de la Iglesia para la salvación y la obra misma de la redención. Ataca, además, la doctrina de Pierre Teilhard de Chardin, a la que considera una falsificación fantasiosa y sincrética de todala teología.

Garrigou-Lagrange concluía respondiendo a la pregunta que daba título a su artículo: «¿Y a dónde va la nueva teología, con estos nuevos maestros que la inspiran? ¿A dónde, sino al camino del escepticismo, la fantasía y la herejía? ¿A dónde, sino al modernismo?».

Finalmente, la encíclica Humani Generis (1950) de Pío XII, aunque sin mencionar nombres de individuos, condenó todas estas posiciones, junto con el existencialismo, el historicismo y, ya en el campo de lo pastoral y de lo para-doctrinario, la mentalidad irenista, que buscaba aggiornar la fe a cualquier costo.

¿Cómo reaccionaron los teólogos aludidos?

Muchos, en una actitud semejante a la de los viejos jansenistas en el famoso debate de las questions de fait y las questions de droit, no se reconocieron en las alusiones papales, como De Lubac, por ejemplo. Y otros, como Teilhard de Chardin, simplemente manifestaron un profundo desprecio hacia el documento. En el caso de la primera reacción, la general ambigüedad en el estilo de estos escritores, permitía que, dependiendo del auditorio, pudieran enfatizar determinados elementos de su pensamiento, menos contenciosos, y así generar la impresión de que la «ceguera» de Roma y sus teólogos escolásticos, a veces considerada de manera perdonavidas como «comprensible», no alcanzaba a entender posiciones perfectamente aceptables.

Pero hubo sanciones contra ellos….

Sí. Una serie de medidas internas –es decir, emitidas por sus superiores religiosos– cayeron sobre Henri de Lubac (prohibido de enseñar y limitado de publicar) y otros teólogos del escolasticado jesuita de Fourvière, en Lyon. Daniélou fue denunciado también. Teilhard de Chardin marchó a un exilio voluntario en Estados Unidos, no sin antes considerar en una carta privada a la encíclica papal como fruto de distintas perversiones psicosexuales (¡!). El dominico francés Yves Congar, por su parte, tuvo que dejar Francia y afincarse en Roma, donde vio algunos de sus libros puestos en el Índice, uniéndose así a la condena previa contra la obra Le Saulchoir. Un école de théologie, de su hermano de religión y colaborador Marie-Dominique Chenu, puesta en el Index en 1942Además, la Santa Sede ordenó una visita a las casas francesas de la Compañía de Jesús y de la Orden de Predicadores, donde habían circulado algunas de estas ideas.

Estas medidas rigieron entre 1950 y 1958 de manera más o menos firme. Para 1960, sin embargo, serían casi todas levantadas. Curiosamente, Henri de Lubac, en agosto de ese año, estando de vacaciones en una villa del Delfinado, se enteró, mientras leía el diario La Croix, que había sido nombrado por Juan XXIII consultor de la comisión preparatoria del Concilio Vaticano II, junto con Yves Congar, otro damnatus. Estaba ocurriendo algo muy parecido a lo que sucede en todos los procesos revolucionarios: las cárceles son vaciadas y los presos se convierten en los nuevos jueces (y a veces en los verdugos).

¿Y cuáles fueron los principales postulados de esta nueva teología?

Aunque el artículo de Garrigou-Lagrange y la encíclica Humani Generis (1950), así como los estudios de los padres Journet y Labourdette definieron, a mi parecer muy exactamente, los principia et pronunciata maiora de la «nueva teología» (como hemos visto en la primera pregunta), conviene escuchar a los propios nouveaux théologiens para entender cómo se veían a sí mismos.

En este punto cabe recordar que las alocuciones de Pío XII y los estudios de los teólogos romanos de 1946 no cayeron simplemente del cielo. Aparecieron a raíz de un artículo del padre jesuita Jean Daniélou, publicado en abril de ese mismo año en Études, la revista de los jesuitas franceses. Allí sostenía que el modernismo había formulado preguntas y exigencias válidas, al margen de sus «excesos», pero que la respuesta de Roma había sido un «neo-tomismo» que no era más que un «racionalismo teológico» y una Comisión Bíblica que ponía bajo sospecha a investigadores que eran «la gloria de nuestra Iglesia». El resultado de esta «rigidez» (sic) habría sido una teología no solo «alejada» de la vida, sino en abierta ruptura con ella. La teología escolástica tradicional es incapaz de alcanzar la «historicidad» y «subjetividad» fundamentales de las realidades humanas y, por tanto, no sirve ya. Ignora «la historia, el mundo dramático de la persona, los universales concretos que trascienden toda esencia…». Sin embargo, «hoy en día, la teología ha comenzado a alinearse con estas tres dimensiones del pensamiento moderno».

Según Daniélou, las orientaciones presentes del pensamiento religioso, llamadas a renovarlo, debían incidir en tres aspectos: 1) vuelta a las fuentes de la teología (entendidas no como los lugares teológicos tradicionales, sino como un retorno a la patrística, no solo erudito, sino con la finalidad de contrastar y/o deconstruir la escolástica); 2) preocupación pastoral de la teología o contacto con la «vida misma» y 3) diálogo con la «cultura contemporánea». Demás está decir que estos dos últimos puntos, gaseosos y seudopoéticos, se prestan de forma inmejorable a la polisemia y a la manipulación ideológica. Sin embargo, creo que son una buena síntesis de la forma mentis de esta «nueva teología» en todas sus variedades.

¿Cuáles serían estas variedades?

Podemos distinguir en esta nueva teología de manera aproximada dos grandes corrientes. Una, de carácter historicista, estaría nucleada en torno a dos escuelas teológicas: Fourvière, de los jesuitas, y Le Saulchoir, de los dominicos. En torno a Fourvière tenemos a Henri de Lubac (1896-1991), el verdadero maitre à penser de todo el movimiento, a Henri Bouillard (1908-1981), al mencionado Jean Daniélou (1905-1974) e incluso a una figura en mucho insular, pero que consideró siempre a De Lubac como su «querido maestro», el suizo Hans Urs von Balthasar (1905-1988); en Le Saulchoir, a Marie-Dominique Chenu (1895-1990) e Yves Congar (1904-1995). Recordemos que De Lubac gustaba decir que no era un teólogo sino un historiador del dogma. Pero, como hemos visto, no todo era erudición patrística en Fourvière, sino también existía una pretensión epistemológica revolucionaria para la teología. Sin embargo, la apariencia de historiadores inocuos era en la década de 1940 y 1950 el dispositivo perfecto para camuflar un ariete doctrinal contra el aborrecido escolasticismo romano y sus supuestos «aparatos represivos».

La otra corriente era de carácter más especulativo y provenía del ámbito germánico. No buscaba un ressourcement en el mundo de la patrística, a diferencia de la corriente historicista, sino que sus a priori filosóficos correspondían al magisterio de pensadores modernos: en el caso de Karl Rahner se trata de Martin Heidegger; en el caso de Hans Küng, de Georg Friedrich Hegel. Comparten, eso sí, otras características mencionadas por Daniélou: un giro hacia la historicidad y la subjetividad y un deseo de dialogar con la «cultura contemporánea» y con la «vida misma», sea lo que esto signifique.

Pero hay un vínculo más profundo entre estas dos corrientes. Dejemos que el recientemente fallecido Hans Küng lo explique con sus propias palabras en su voluminoso libro Ser cristianos: «En Alemania, fue sobre todo Karl Rahner quien, con un coraje extraordinario, pese a sufrir al principio grandes persecuciones, abrió nuevos caminos a la teología de la posguerra con sus avances en los más diversos ámbitos teológicos. También él fue el primero que secundó las intenciones del francés De Lubac, su hermano en religión, criticando la teoría tradicional de las “dos plantas” e insistiendo en el único orden real de salvación, el orden sobrenatural, y en el único fin real para todos los hombres, la visión sobrenatural de Dios».

Tenemos, entonces, según Küng, a un verdadero pionero, que «arrojó la primera piedra»: Henri de Lubac, y luego al filosofante Rahner, «secundándolo», en torno a una verdad literalmente fundamental de toda la nueva teología: la confusión entre orden natural y orden sobrenatural.

Cabe señalar que, al comienzo, las cosas no fueron tan armoniosas como las presenta Küng. En un ensayo titulado «Relación entre naturaleza y gracia», parte de sus Ensayos sobre antropología sobrenatural, Rahner parece darle la razón a Humani Generis en este asunto. Sin embargo, el mismo De Lubac en su interesantísima Memoria en torno a mis escritos se apresuró a señalar que la crítica «suave» de Rahner era sobre un artículo que no pertenecía a De Lubac aparecido en lengua alemana. Dice al respecto De Lubac, «lo que el P. Rahner me oponía, o más bien creía oponerme, concordaba, por lo demás, casi casi con lo que yo mismo pensaba, dejando aparte una mezcla de vocabulario heideggeriano, que no me parecía necesario».

Esta «concordancia» se dará en el famoso «existencial sobrenatural» de Rahner, suerte de categoría a priori sobrenatural, que, a la larga, llevará a un antropocentrismo que diviniza al hombre para todos los efectos prácticos. De esta manera, Rahner no solo asume el dictum fundacional delubaciano, sino lo supera. Por otro lado, las «grandes persecuciones» contra Rahner se limitaron a algunos meses de 1962, en que se le anunció que estaba bajo vigilancia del Santo Oficio. Poquísimo tiempo después, esta medida fue levantada al anunciarse su inclusión entre los peritos del Concilio. El carácter abstruso de sus escritos, la guerra y la complicidad de algunos de sus superiores lo habían protegido durante las dos décadas anteriores.

Pero también ambas corrientes –la historicista francesa y la especulativa alemana– compartían un mismo objeto de odio: Roma, entendida como…

Antes de ahondar en este peculiar «objeto de odio», ¿podría explicarnos un poco más esta confusión entre orden natural y sobrenatural que, según usted, es la «verdad fundamental» de la Nouvelle Théologie…?

Conviene primeramente resumir, de manera burda, la doctrina católica al respecto: somos salvados por la gracia, que ordinariamente viene por los sacramentos instituidos por Cristo y administrados por su Iglesia; nuestra sola naturaleza humana no nos permite, bajo ningún caso, alcanzar la visión beatífica. La base escriturística de esta verdad es abundante y ha sido asumida, con diversos matices, por todos los teólogos ortodoxos. Ahora continuemos resumiendo, también de manera burda, el núcleo de la disputa.

Henri de Lubac, en su famoso Surnaturel (1946), «descubre» que santo Tomás sostiene que toda criatura intelectual desea por naturaleza ver a Dios (Contra Gentes, III, 57). El carácter de este deseo había sido interpretado por la escolástica tradicional como un deseo natural no innato sino elícito, condicional e ineficaz, de ver la esencia de Dios en cuanto autor de la naturaleza. De esta manera se salva el carácter gratuito de la gracia. De otro modo, se podría entender que si este deseo era un apetito natural innato, como desideria naturae nequit esse inane, es decir, un apetito natural no puede ser vano porque atentaría contra el principio de la rectitud de la naturaleza, estaría el contemplar a Dios (circunstancia sobrenatural) como exigido por nuestra propia naturaleza.

Ojo: acá no estamos hablando de un apetito elícito, es decir, que sigue al conocimiento, como podría ser el caso de un filósofo que haciendo uso de su razón natural descubre a Dios y alguna de sus perfecciones y en consecuencia lo desea; sino de un apetito natural innato, eso es previo a todo conocimiento, como, por ejemplo, el hambre. Por el solo hecho de tener hambre sabemos que corresponde a la naturaleza humana el encontrar alimento, sabemos que corresponde a la naturaleza humana comer. Pero si la visión de la substancia divina es un apetito natural innato, entonces nuestra naturaleza exige este objeto y por lo tanto ejerce una relación de necesidad respecto de Dios, lo que tendría una consecuencia absurda y contradictoria: la naturaleza humana sería sobrenatural y Dios estaría en cierto punto obligado por ella; por lo tanto, Dios no sería Dios. De ahí que la escolástica tradicional hablase de dos fines: el fin natural del hombre, que sería asimilable a la eudemonía aristotélica, la contemplación natural de Dios; y el fin sobrenatural, cuyo objeto es la visión beatífica de Dios y que es totalmente sobrenatural.

De Lubac rechazaba esta visión tradicional de la potencia obediencial y de los dos fines, porque hacía depender las relaciones entre lo natural y lo sobrenatural de, según él, un milagro. Las relaciones entre la gracia y la naturaleza, de acuerdo a la perspectiva tradicional, serían una caricatura «extrinsicista», como dos compartimentos estancos superpuestos. Además, esto haría del orden natural un orden cerrado en sí mismo y no abierto, por sí y de manera radical, al llamado de la gracia. Y, finalmente, su argumento fundamental –dado que teologizaba bajo el «chaleco antibalas» de historiador– era que santo Tomás nunca había hablado ni de dos fines ni de potencia obediencial, sino que estos conceptos habrían sido fabricados por teólogos posteriores de la escuela dominica y del periodo tridentino.

Ya desde el mismo momento de su aparición, Garrigou-Lagrange había refutado estos argumentos, particularmente el del carácter no tomasiano de la potentia obedientialis y de los dos fines. En nuestros días, Ralph McInerny, en su libro fundamental Praeambula fidei. Thomism and the God of the Philosophers, cita varios pasajes de santo Tomás donde se habla detalladamente de una «potencia de obediencia» de las criaturas intelectuales respecto de Dios (De Potentia, q. 1 a. 3 ad 1m), que está «ad illa quae supra naturam», «para aquello que está sobre la naturaleza», y que se distingue de la potencia natural (De Veritate, q. 8, a. 4, ad 13m). También habla de la potencia obediencial en otros pasajes de De Veritate y De Potentia, así como en la Summa Theologiae (IIIa, q. 1 a. 3, ad 3m). Respecto a los dos fines, santo Tomás habla claramente de la duplex felicitas homini, de la doble felicidad del hombre: la natural y la sobrenatural (S. Th., Ia q. 62 a. 1). Cabe recordar que para los aristotélicos felicidad, fin o bien son en cierto grado sinónimos.

Ahora volvamos a «Roma» como objeto de odio…

Para considerar este punto debemos hacer un ejercicio de evocación histórica que puede parecer difícil en los tristes tiempos que corren. Hasta antes de la década de 1960, la Santa Sede era vista como una suerte de capital mundial de la contrarrevolución, por decirlo de alguna manera. Los teólogos romanos eran un ejemplo proverbial de solidez doctrinal y de intransigencia. Todos aquellos que, luego de errar por los caminos del mundo, buscaban retornar al orden, volvían sus ojos a Roma, como en el poema de Oscar Wilde: «And here I set my face towards home, / for all my pilgrimage is done, /although, methinks, yon blood-red sun / marshals the way to Holy Rome» («Allí volví mi faz hacia mi Hogar / pues creí haber llegado al fin / de mi peregrinación, mas, ¡ay! el Sol sangrante/ señalaba el camino a la Santa Roma»).

La llamada escuela romana de teología no era más que la escolástica aristotélica de tradición dominica, que se remontaba a Tomás de Aquino y a Cayetano, el comentarista renacentista de la Summa cuya interpretación se había hecho oficiosa a raíz de su inclusión en la llamada edición leonina de la obra tomasiana. Sus representantes en el momento del estallido de la revolución de la nouvelle théologie eran Garrigou-Lagrange, Journet, Guérard des Lauriers y Ottaviani, entre otros. Había también una corriente paralela, estrechamente vinculada a la anterior, pero menos especulativa y más orientada a temas eclesiológicos y sacramentales: se remontaba a Bellarmino y había conocido un renacimiento gracias al cardenal Billot y a los grandes manualistas como Wernz y Vidal, Salaverri, etc. Cabe señalar que un «manualista» no era, como dice la caricatura, un esquematizador o un repetidor de eslóganes oficiales, sino un maestro universitario que debía hacer una labor ingente de erudición leyendo las más diversas fuentes y que, con las herramientas de la logica minor, sintetizaba distintas posiciones sobre puntos teológicos y las confrontaba con posibles objeciones. Todo esto en un latín que, para la década de 1950, había alcanzado una perfección inusitada como instrumento estilístico y como lengua científica: la breviloquentia renacentista se hermanaba con la profundidad escolástica. En este punto es interesante recordar lo que contaba el difunto profesor Robert Spaemann sobre la maravilla de aprender cibernética en latín en la universidad de Friburgo en Suiza (otrora reducto de la escolástica dominica tradicional) a fines de esa década.

La teología romana servía de guía al Santo Oficio, encomendado en aquellos tiempos al cardenal Pizzardo y luego al cardenal Ottaviani, que custodiaba la pureza de la fe por encarecida recomendación de Pío XII (cuya faceta como erudito clásico y profundo conocedor, por citar un ejemplo, de la revolución de la física cuántica, ha sido olvidada). Precisamente en medio de la tormenta, en 1953, el papa Pacelli escribió una carta a monseñor Antonio de Castro Mayer, obispo de Campos, Brasil: «El día que la Sagrada Congregación que vigila la Fe afloje la mano, entonces habrá llegado el momento del futuro ataque a la fortaleza de la Iglesia, perpetrado por aquellos elementos incrustados en su propio seno». Los últimos cincuenta años parecen darle completamente la razón.

Esa era la «Roma» aborrecida por todas las corrientes de la nouvelle théologie. Esos eran los bastiones que, en palabras de Hans Urs von Balthasar, había que derribar. El odio al Santo Oficio de los tiempos pacellianos llegó a extremos bastante intensos: Yves Congar, en sus mordaces Diarios, en una entrada del 16 de enero de 1955, llega a quejarse de que «dentro de poco habrá que pedir permiso al Santo Oficio hasta para ir a orinar». Y «como la boca habla de lo que el corazón rebosa» (Lc. 6, 45), Congar llegaría al extremo, según Leo Alting von Geusau, de orinar en los muros del Santo Oficio cuando era perito conciliar.

En ese librito melancólico titulado Diálogo sobre el Vaticano II (1985)en el que un anciano cardenal De Lubac manifiesta su perplejidad ante la gravedad de la disidencia en la Iglesia posconciliar, es decir, ante la gravedad de las consecuencias naturales de sus premisas, intenta realizar una defensa del cardenal Ratzinger, entonces prefecto para la Congregación para la Doctrina de la Fe, atacado generalizadamente por todos los «teólogos de avanzada» de la década de los 80. Y no encuentra mejor forma de elogiarlo que señalar que, como joven teólogo y perito conciliar, le cupo a Ratzinger un papel fundamental en el desmantelamiento del viejo Santo Oficio de Ottaviani. Ante tal elogio, el cardenal bávaro podría haber repetido como cierto cómico mexicano: «No me defiendas, compadre».

¿Eso quiere decir que todo era perfecto en la Roma de aquellos tiempos?

Para nada. Nada es absolutamente perfecto en nuestro estado viador, pero sí creo que es evidente que la teología romana nunca fue derrotada en el campo teórico por la nueva teología, fue simplemente desmantelada por las autoridades durante los años posconciliares. Es cierto que la aparición del hombre-masa en el siglo XX fue un gran reto para la Iglesia. Este es un arquetipo humano descrito por Ortega y Gasset como poseyendo la psicología de un niño mimado, signada por dos rasgos: «la libre expansión de sus deseos vitales –por tanto, de su persona– y la radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la facilidad de su existencia», es decir, hacia la tradición. Ese arquetipo humano, evidentemente, vivía preso de su «historicidad» y «subjetividad», y una filosofía como la aristotélica, con su sereno rigor y jerarquía, no llamaría la atención de sus pasiones egolátricas y más bien le produciría cierto ennui. Sea lo que fuere, no había que empaparse de los goces y esperanzas de ese «nuevo bárbaro», sino elevarlo. Eso comenzaba a hacerse a mediados del siglo XX con resultados preliminares muy prometedores.

Cuenta John Senior que, para los años 50, en las grandes universidades romanas, los asistentes de cátedra de los viejos teólogos romanos tenían que sacar carteles de «risas», cada que estos maestros hacían un chiste, porque muchos de sus alumnos no sabían suficiente latín para distinguir una broma de una fórmula escolástica. Y que muchos estudiantes solo se memorizaban fórmulas sin entenderlas y regresaban a casa con títulos en derecho canónico y teología y a ocupar puestos jerárquicos. Aunque eso quizás fuera solo aplicable a muchos americanos del sur y del norte y a ciertos españoles y franceses –porque el liceo classico italiano de Gentile y el Gymnasium alemán seguían formando latinistas relativamente sólidos–, había una necesidad de, como propone el mismo Senior, reeducar facultades básicas como la inteligencia y la memoria de esa nueva clase media occidental que entraba en masa a los aparatos educativos, a través de una formación humanística, no solo en las lenguas clásicas sino en la literatura.

La encíclica Veterum Sapientiae (1962) de Juan XXIII era un buen comienzo. Luego vino el diluvio. Pero aun hoy, mucho tiempo después de la catástrofe, cuando se revisa uno de esos ránkings que la prensa secular trae sobre los filósofos más influyentes del mundo, se puede encontrar siempre a algunos católicos aristotélicos como David S. Oderberg, John Haldane o, hasta cierto punto, Alasdair McIntyre, mientras que los tan celebrados existencialistas o personalistas de esas épocas y sus discípulos y herederos han quedado relegados a lecturas de casas de retiro de sacerdotes ancianos o sacristías en ocasiones sectarias. Más aún, en el plano académico, cuando Henri Bergson, esa celebridad filosófica de las primeras décadas del siglo XX que ejercería tanta influencia sobre Teilhard de Chardin, ha quedado relegado a algunas monografías populares que circulan en los quioscos de Iberoamérica, el aristotélico del siglo XIX Franz Brentano todavía sigue siendo bastante influyente. Así que los muertos que la nueva teología mató gozan de buena salud, al menos fuera de los ámbitos católicos.

¿Qué podría decirnos de la polémica y heterodoxa figura de Teilhard de Chardin?

Lo mismo que me dijo personalmente, hace más de diecisiete años, el difunto padre Manuel Carreira S. J., astrofísico y hermano de orden suyo: «Teilhard ni científico ni teólogo: poeta». En Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955) ya no solo estamos ante una confusión entre orden natural y orden sobrenatural (recordemos lo que le dijo personalmente a Dietrich von Hildebrand: «No me hablen de ese hombre nefasto –se refería a san Agustín–, echó a perder todo al inventar lo sobrenatural»), sino a una abolición de ambos órdenes en una suerte de totum revolutum cósmico, que no tiene ni siquiera consistencia lógica, porque está en perpetuo flujo. Ese totum revolutum, donde la materia se funde con el espíritu, evoluciona, por una fuerza inmanente, hacia el Punto Omega, el Cristo cósmico futuro. En conclusión: la «realidad» toda -por llamarla de alguna forma– se «cristifica», pero no por la gracia sacramental (que, como sabemos, solo puede ser recibida por seres humanos), sino por un impulso indefinible, que la va complejizando y espiritualizando evolutivamente.

Demás está decir que estas ideas centrales no son para nada coherentes con la doctrina católica ni con la recta filosofía y, más aún, son indemostrables desde el punto de vista de cualquier ciencia particular empírica.

Como paleontólogo solo se le recuerda por dos descubrimientos: en 1912, el muy conveniente descubrimiento del canino faltante del llamado «hombre de Piltdown», ese eslabón perdido entre el simio y el hombre, ulteriormente revelado como un fraude, perpetrado por un amigo de Teilhard, el paleontólogo aficionado Dawson; y su participación en los equipos en torno al descubrimiento del Sinantropus pekinensis.

Durante los años inmediatamente posteriores a su muerte, la figura de Teilhard sería recibida con benigna curiosidad en algunos ambientes intelectuales occidentales. Se le veía como un personaje curioso, con rasgos de aventurero y de «rebelde» contra la Roma periclitada, y como un poster boy o niño-símbolo del aggiornamento. Incluso inspiró a personajes literarios del periodo como el joven clérigo heterodoxo de Las sandalias del pescador, de Morris West, y el sacerdote arqueólogo Lancaster Merrin, de The Exorcist, de William P. Blatty (aunque, es menester señalar que este último personaje, a diferencia de Teilhard, creía en la existencia del diablo). Pero una vez producido el aggiornamento y el consecuente desmantelamiento del Ancien Régime preconciliar, estos mismos ambientes empezaron a evaluar críticamente los asertos teilhardianos. Muchos científicos llegaron a la conclusión de que era una especie de charlatán místico o chamán psicodélico de la Era de Acuario. Y ahora solo es reivindicado dentro del movimiento New Age. Eso sí, en los últimos años, ciertos jerarcas católicos así como algunos globalistas y transhumanistas lo suelen sacar del baúl de los recuerdos cuando necesitan alguna metáfora salvaje que suene poética y profunda para sus designios revolucionarios.

Pero lo más triste de todo fue el permanente insulto a la inteligencia de los fieles católicos y de la Iglesia toda que perpetró hasta el final de su vida Henri de Lubac. Desde La pensée religieuse du père Teilhard de Chardin (1962) hasta Diálogo sobre el Vaticano II (1985), se esmeró por constituirse en el «traductor» de Teilhard, intentando hacer de sus doctrinas algo aún más ambiguo y gaseoso pero digerible para las nuevas autoridades eclesiásticas de aquel periodo. ¿Deshonestidad intelectual y maquiavelismo? ¿Una «noble mentira» encargada por algún hombre de poder, destinada a convencer a una «opinión pública secular» imaginaria que la nueva Iglesia que emergía en esos años no era hostil a la «ciencia»? No lo sabemos. Lo cierto es que media una gran distancia entre el anciano cardenal De Lubac diciendo en 1985 que Teilhard era un «intérprete y defensor fiel de la fe cristiana, especialmente en su personalismo y su doctrina del amor (¡!)» y el Monitum del Santo Oficio de 1962, que califica su obra como «llena de ambigüedades o, más bien, de errores, que ofenden la doctrina católica».

Todas estas ideas influirían luego en la Teología de la Liberación…

Hay que recordar que Gustavo Gutiérrez, el clérigo limeño que, en 1974, bautizaría y sistematizaría la teología de la liberación en el libro del mismo nombre, cuando vivía en Lyon como seminarista en los 50 «estudió privadamente con el P. Henri de Lubac SJ, uno de los intelectuales prestigiosos en la Iglesia en esa época que no podían enseñar en público por sus ideas avanzadas», como señala el historiador jesuita Jeffrey Klaiber. Vemos, entonces, que De Lubac, considerado por algunos de sus seguidores neoconservadores como un «hijo fiel de la Iglesia» aun ante los castigos de Roma, siguió haciendo de las suyas a puerta cerrada.

Y, más allá de ese elemento biográfico, lo cierto es que la teología de la liberación es impensable sin la nouvelle théologie: toda la primera parte del libro de Gutiérrez, su marco teórico, podríamos decir, está preñado de citas de Blondel y de su maestro De Lubac. La confusión entre orden natural y sobrenatural de De Lubac y la noción dinámica de verdad de Blondel son el armazón de la nueva comprensión de la teología como «reflexión crítica sobre la praxis» que hace Gutiérrez, y a partir de la cual no solo surgirá la teología de la liberación, sino la teología del pueblo, la ecoteología, la teología feminista, la teología gay y demás aberraciones.

Avergüenza y entristece ver cómo algunos neoteólogos procuraban refutar a Gutiérrez y a la vez reivindicar las premisas delubacianas. Al final terminaban en un callejón sin salida teórico, del que solo pueden salir con argumenta ad hominem, como calificar al teólogo peruano de «izquierdista» o de incitador a la violencia guerrillera (lo que puede ser cierto, pero no es un argumento lo suficientemente válido para refutar una doctrina teológica), o a apelaciones meramente legales o de autoridad, como la especie falsa de que había «sido castigado por la Santa Sede» (¿y qué me dicen de De Lubac?).

¿En qué medida la la Nouvelle Théologie es incompatible con la doctrina católica y cuáles han sido sus efectos en la vida de la Iglesia?

Antonio Gramsci ponía como ejemplo de su famoso concepto de «bloque histórico» a la Iglesia católica de su tiempo: una viejecilla siciliana del campo creía, en esencia, lo mismo que un profesor del Angelicum o de la Universidad Gregoriana. Eso no puede decirse más ahora: la Babel doctrinal actual solo está unida por un cada vez más endeble lazo jurídico extrínseco.

Si se quiere ver cuáles han sido los frutos de la nueva teología basta observar la terrible ignorancia –y el aún más terrible ignorantismo- en el que han caído amplios sectores del clero. Me ha pasado en muchas ocasiones oír homilías absolutamente carentes de cualquier sentido pero repletas de metáforas y eslóganes vacíos, y luego descubrir que su perpetrador era doctor en alguna ciencia sagrada por alguna universidad pontificia europea. Y si por casualidad se le ocurriera a alguien pedirle una explicación por lo huero de su cháchara, diría algo así como: “Bueno, eso es lo que la gente puede entender y lo único que necesita, ¿te imaginas qué pasaría si les hablamos de teología?». Porque para ellos la teología es una especie de filología especializada (como estudiar el concepto de kairós en Ireneo de Lyon y Karl Barth, por citar un ejemplo imaginario) incapaz de ofrecer a nadie una definición doctrinal mínima, sino solo una especie de autoayuda disfrazada de «pastoral». Se ha llegado a lo que el padre Eduardo Vadillo denuncia como una reducción de la teología a una «teorretórica». En el mejor de los casos.

Observar a De Lubac y Daniélou, convertidos en cardenales, clamando contra el desmoronamiento de la fe durante los años del posconcilio, es como oír a los republicanos moderados clamando contra el Frente Popular en 1936: «¡No es esto, no es esto…!». Es el clamor permanente de todos los revolucionarios de primera hora, al ver que sus ideas, en desarrollo absolutamente coherente, acaban generando terrores. Como diría Donoso Cortés, elevan monumentos a las premisas y cadalsos a las consecuencias. Porque, si la «subjetividad» y la «historicidad» son convertidas casi en lugares teológicos, en condiciones sine qua non para la cientificidad y validez de la teología, como pretendía Daniélou, ¿dónde terminamos? Quizás la historicidad y la subjetividad de Daniélou –pensemos lo mejor de él– eran muy elevadas, pero a lo mejor la historicidad y subjetividad de la actual organización laical alemana que participa del Sínodo la lleva a considerar como nueva virtud cristiana y nuevo lugar teológico la «diversidad sexual» para así dialogar mejor con la «cultura contemporánea» y estar «abiertos a la vida misma», como decía literalmente este teólogo francés. El único problema es que la «cultura contemporánea» y la «vida misma» parecen llevarnos en nuestros días a un abismo sicopático donde todo deseo se convierte en un derecho.

Si la naturaleza humana exigiendo la gracia y la materia inerte cósmica evolucionando en conciencia y luego en Cristo son «interpretaciones fieles de la doctrina cristiana», como sostenía De Lubac, ¿para qué la misión y para qué los sacramentos? Querer periclitar el potencial dinámico de la nouvelle theologie en una «nueva ortodoxia» es como querer poner puertas al campo o, como decía Aristóteles en el actualísimo Libro IV de la Metafísica dedicado a refutar a otros defensores de la «historicidad» y «de la subjetividad» como eran los sofistas fenomenistas, «perseguir pájaros al vuelo» (1009 b).

Curiosamente, los neoteólogos y sus herederos han acabado generando una nueva Inquisición, pero muy distinta al anterior Santo Oficio. Como su propio estilo y métodos tienden al circiterismo, que Romano Amerio definía como «referirse a un término indistinto y confuso como si fuese algo sólido e incuestionable, y extraer o excluir de él el elemento que interesa extraer o excluir», la defensa de la Fe se convertirá ya no en un ejercicio de defender proposiciones doctrinales, sino de defender personas, personas de poder. Como buenos relativistas, han acabado por reconocer al Poder como única verdad indiscutible, al margen de toda historicidad y subjetividad. Así, mientras la Revelación está cubierta de misterio y problematicidad, el Código de Derecho Canónico, al inicio, y luego ni eso, sino solo las fobias y las filias del que manda, sea dentro o sea fuera de la Iglesia, acaban siendo el único criterio más o menos claro.

El viejo Santo Oficio condenaba proposiciones y, al margen de lo que se pudiese opinar al respecto, no cabía duda de que era todavía una posición lógica, en el sentido de que obedecía al logos. Ahora en cambio, la Inquisición líquida condena «mentalidades» o «tendencias» que ni siquiera es capaz de definir. En lugar de explicar sus nuevos anatemas, recurre tanto a las formas más burdas como a las más elaboradas del insulto. La falacia del argumentum ad hominem ha adquirido derecho de ciudad en la iglesia de hoy y las posiciones odiadas ya no son refutadas con argumentos sino clasificadas, con toda caridad, como patologías mentales o morales. Y el circiterismo se acaba peligrosamente pareciendo a la neolengua y al doblepensar del que hablaba Orwell en 1984. En ese sentido el pronóstico de Garrigou-Lagrange se quedó corto, la nouvelle théologie no solo conduce al escepticismo, a la fantasía, a la herejía o al modernismo, sino también al totalitarismo.

Como lecturas para profundizar en el tema y junto con los textos ya citados de Garrigou-Lagrange, Daniélou, De Lubac, Küng y McInerny, el entrevistado recomienda el interesante número 14 de la revista Communio, segunda época, correspondiente a septiembre-octubre de 1992, consagrado enteramente a homenajear al entonces recientemente fallecido Henri de Lubac, especialmente el artículo de Raúl Berzosa, hábil resumen de los principios de la nouvelle théologie. También el agudo y bellamente escrito ensayo Cien años de modernismo, del recientemente fallecido padre Dominique Bourmaud y el artículo del R. P. Albert Kallio O. P. The Last Battle of Lagrange. Finalmente, la lectura de la encíclica Humani Generis (1950) de Pío XII sigue siendo un deber permanente”.

Por Javier Navascués

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